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Nosotros


Alberto Cairo
albertocairo@wanadoo.es

Alberto Cairo vomitó blasfemias por primera vez en un hospital privado de A Coruña allá por el año 1974, cuando a cierto militar de voz atiplada le quedaban sólo unos meses de su miserable vida. Llevado siempre por su afán de protagonismo, sus buenas notas le permitieron acceder a una carrera, Ciencias de la Información, en la que lo único que aprendió es a pergeñar las más retorcidas excusas para no asistir clase y poder disfrutar de un libro. Jugador de rol, gordo vocacional (aunque algo acomplejado), bronco comentarista de los males ajenos, pronto se percató de que todo aquello de la objetividad, la noticia, y el compromiso con el lector se la traía así como un poco al pairo. De manera que se decidió por una profesión extraña, pero adyacente a sus estudios: aprendió infografía, una rama del periodismo que consiste en dibujar lo que otros intentan explicar, infructuosamente, con palabras. Iniciado en esta oscura rama del saber en un cochambroso (aunque popular) diario de provincias, La Voz de Galicia, pronto se trasladó a Madrid a trabajar en un no menos cochambroso (y nada popular) diario capitalino, Diario 16, que agonizaba, ahogado en sus propias purulencias excrementicias. En cuanto tuvo un contrato indefinido y cuatro pesetas en la mano, el sujeto se casó con su novia de toda la vida y se compró un pisito, aburguesándose definitivamente, más o menos en 1998. Pero el colmo del pijerío llegó cuando, harto de la cochambre, recibió la llamada salvadora del segundo periódico del país, El Mundo. Mercenario sin escrúpulos, dejó en la cuneta su pasado de aprendiz y desde marzo de 2000 trabaja en la edición digital de dicho diario haciendo gráficos interactivos.

Por cierto, en su tiempo libre se dedica a quemar en público libros que no le gustan mientras disfruta, en soledad, de los que sí le gustan, como Parque geriátrico. Le han llamado muchas veces pedante, pero él siempre se refugia tras una de sus frases preferidas: pedante es lo que le llama el que tiene un vocabulario de trescientas palabras al que maneja uno de seiscientas, a pesar de conocer más de mil. También dicen de él que es altivo, orgulloso e intolerante. Pero son sólo habladurías de iletrados envidiosos y mezquinos.


Julián Díez
julian@gigamesh.com

Nací en un mes que alcanzó cierta notoriedad por unos sucesos de París. Dado que aquello ha sido después idealizado por gente que ha encontrado ahí una perfecta excusa moral para vivir en oposición exacta a los valores entonces defendidos, quedé marcado por los hados para convertirme en un escéptico sistemático. Para colmo, me dio por estudiar la carrera de periodismo, y en diez años en la profesión he visto tantas cosas que he terminado por perder mis últimos atisbos de fe en la bondad humana. Existe, claro, pero resulta aconsejable no presuponerla, y es mejor dejarse sorprender si alguna vez nos encontramos con ella: a mí no me enterraréis como a Belzagor.

En mi camino hacia estas conclusiones -en absoluto pesimistas, por cierto, aunque pueda parecer lo contrario-, leí mucha ciencia-ficción. Para qué mentiros: demasiada. Luego me hice crítico, en parte -supongo- porque tras haber leído tantas chorradas sólo porque trataban de una temática que me gusta -perdiendo un tiempo precioso para leer otras cosas-, quería librar a otros que pudieran tener opiniones parecidas a las mías de errores como los que yo ya cometí. Porque la ciencia-ficción buena es una lectura maravillosa, pero la mala es demasiado abundante y a veces genera tal cantidad de ruido que resulta difícil discriminar cuál es cuál si no se le dedica mucho tiempo. Además, la cf mala y sus fanáticos defensores, a mi juicio, impiden que el género en sí se desarrolle y crezca. Pero eso sería otra historia.

En eso estoy como director de la revista Gigamesh. También ayudo a Luis G. Prado con Artifex, que creo que cubre ahora mismo una necesidad existente en la ciencia-ficción española: la de un lugar digno y presentable de cara al exterior, donde se publiquen muchos relatos y que dé salida al grueso de la ingente producción de nuestros escritores en la actualidad.

En cuanto a mi columna de Biliópolis, pretende responder a un hecho que siempre me ha llamado mucho la atención dentro del fandom: que hay muchos lectores que no sólo leen únicamente ciencia-ficción, sino que además sólo leen la que se publica en las colecciones de ciencia-ficción. Siempre me ha parecido un disparate; creo que la gente se pierde bastantes novelas mejores de las que se leen habitualmente, y por el deseo de evitarlo es por el que estoy aquí.


Rafael Marín
rafaelmarin@ono.com

Soy ya veterano en esto de la literatura fantástica y la ciencia-ficción, o quizás no he sabido salir del ghetto. Desde que leí Campo de batalla: la Tierra quise ser escritor, y aunque el periodismo es mi vocación fustrada, visto lo que asoma ahora en la prensa de colores y las televisiones, recién salidos de las facultades de la cosa, cada vez me alegro más de no dedicarme al tema: me repelen profundamente el papparazismo y el papanatismo.

Aunque me gano la vida dando clases de inglés (y ahora de literatura universal, guau), casi soy un hombre orquesta: escribo novelas y relatos, traduzco del inglés cuando me mandan libros a los que no puedo hacer ascos, guionizo y co-guionizo historietas (comics que les dicen), de vez en cuando me he animado a coescribir alguna chirigota ilegal, soy estudioso del comic (al cual he dedicado un par de libros de ensayo, uno de ellos mi tesis de licenciatura) y del cine (estoy a la espera de que mis estudios y críticas para Stalker alcancen el tamaño adecuado para convertirlo en libro), y en los últimos años he cultivado mi faceta de articulista, tanto en la línea Excelsior de Planeta-de Agostini (o sea, en la reedición de los tebeos de superhéroes de nuestra adolescencia setentera) como en las páginas electrónicas de Biliópolis. Ando preparando mi desembarco como coordinador de una revista dedicada al estudio de la historieta: a ver si, como Guillermo el Conquistador, me pego un bocazo en cuanto salte a tierra.

Tengo unas cuantas novelas publicadas (Lágrimas de luz, La leyenda del Navegante, El muchacho lnca, Mundo de dioses) y otras tantas escondidas en el disco duro del ordenador (El anillo en el agua, El tebeo fantástico, Con la memoria partida). He publicado dos antologías de relatos (Unicornios sin cabeza y Ozymandias), me encargué de la selección de relatos del Visiones 1997 (a la que al parecer jorobé por culpa del prólogo, ay), y tengo algunos relatos dispersos en antologías, revistas y fanzines variados. Con Juan Miguel Aguilera llevo dos años escribiendo y reescribiendo una novela histórica que, con los muchos berenjenales en los que nos metemos ambos, no se termina nunca. He ganado algunos premios, más bien pocos: no suelo presentarme a demasiados concursos, y además Félix J. Palma se los lleva todos. En el fondo, puede que sea porque creo que esto de la literatura no es una carrera de caballos. En realidad, estoy harto de recoger originales de concursos y de editoriales donde se nota que no los han leído siquiera.

En los últimos tiempos he dejado de lado la producción de historias de ciencia-ficción (whatever it is) y me estoy centrando más, me guste o no, en relatos de sabor cotidiano (Con la memoria partida, "Una canica en la palmera", "La piel que te hice en el aire", "La sed de las panteras") donde en ocasiones acaba por aparecer un leve elemento fantástico que me permite nadar entre tres aguas y conjugar sensaciones contrapuestas sin tener por qué ceñirme a un género. Lo que he hecho siempre, por otra parte, desde que mezclé ciencia-ficción y novela negra en "Nunca digas buenas noches a un extraño" e inventé sin saberlo (y sin que nadie se diera cuenta) el ciberpunk. Será porque no sé mirar atrás o porque me encanta frotarme el ombligo, pero creo que estos últimos relatos que menciono más arriba son lo mejor de mi producción. Al menos son los que más me han absorbido como autor y de los que más satisfecho he quedado tras escribirlos. Ahora tengo el miedo escénico de haberme puesto a mí mismo el listón demasiado alto (quien no se consuela...).

Soy un firme defensor del estilo. Quizás porque, de entrada, se espera de mí que "escriba bien". En realidad, siempre pretendo camuflarme en lo que hago, buscando que cada relato o cada novela tenga su estilo de escritura propio, el que demanda la narración. Curiosamente, la redacción de artículos de cine o de literatura me ha ayudado a ser muchísimo más exigente en la búsqueda de las palabras que sirvan, en narrativa, para describir ambientes y emociones. Como acabo de decirles a mis alumnos en clase esta mañana, un escritor no debe usar la primera palabra que se le pasa por la cabeza, sino la última. Supongo, claro, que ese camaleonismo que busco no siempre lo consigo.

No suelo sentir ninguna pasión por ningún autor de ciencia-ficción o fantasía de la historia. Me interesan más, lo he dicho siempre, las novelas individuales que sus autores, al menos dentro de este género, más dado a obras perdurables que a autores que se sostengan en una trayectoria sólida a lo largo de los años. De cualquier forma, creo que mis virtudes y mis defectos como novelista no hay que buscarlos en la ciencia-ficción, sino fuera. Quizás, como he comentado más de una vez con Luis García Prado, es que a mí (a nosotros) lo que no nos gusta es la ciencia-ficción. Quizás, escribo.

Tengo dos hijos, una casa que encoge por días y soy fiel devoto de las doctrinas de Michel de Montignac.


R. Jovial
javromara@aefcf.es

No puedo recordar un día sin leer la Sagrada Biblia. Desde que a los dos años aprendí las primeras letras con mi abuelo, no he parado de leerla, primero esos maravillosos tebeos de clásicos ilustrados que mi padre me regalaba cada semana, más tarde mis primeras novelas: Verne, Stevenson, Salgari. Más adelante empecé a rebuscar yo mismo en la librería de mi padre; sí, ya sé que fui un niño afortunado: podía leer cuanto quisiera. No tenia más que cogerlo, leerlo con cuidado para no estropearlo y luego devolverlo. Nunca olvidaré esas tardes de verano, en el calor de Jaén, sentado bajo un olivo, devorando las obras completas de Julio Verne.

Mi contacto con la ciención-ficción empezó como casi todo el mundo de mi edad, a través de Asimov, mas en concreto con Fundación. De ahí pasé al Señor de los anillos y poco a poco fui descubriendo a Pohl (una de mis debilidades), Clarke, Niven, Heinlein y poco más, pues en una ciudad de provincias no había muchas posibilidades donde escoger.

Con diecinueve años pasé una temporada estudiando en Madrid y ahí descubrí que no era el único bicho raro al que le gustaba la ciencia-ficción. Recuerdo con especial alegría la aparición de Gigamesh, ¡una revista de ciencia-ficción! Compré puntualmente los tres primeros numeros y luego... la nada. Volví a Jaén y al aislamiento mas absoluto. A ese paréntesis madrileño también debo el haber conocido, gracias a mis adoradas librerías de viejo, la fenecida Nueva Dimensión, y a través de ella a los autores españoles. Especialmente a Aguilera y Redal y a ese señor gaditano que escribía tan bien, Rafael Marín.

De vuelta en Jaén, seguí ampliando mi biblioteca, devorando todo lo que caía en mis manos, no sólo ciencia-ficción, sino también, novela policiaca, histórica... Ah, y a Pío Baroja, otra de mis debilidades. De esa época datan también mis primeros intentos como escritor, afortunadamente para mí absolutamente inéditos.

En 1998 volví a Madrid a trabajar, y se produjo la gran explosión. Internet me abre las puertas a un mundo soñado, cientos de aficionados con los que contactar. Me introduzco en las listas de correo, me afilio a la AEFCF, de ahí paso a frecuentar la TerMa, en la que conozco a gente estupenda, ideo un proyecto de fanzine, que al final se queda en una página Web, me dejo liar para meterme en la Junta de la AEFCF, colaboro con Solaris y ahora con Biliópolis. Y por supuesto sigo devorando todo lo que cae en mis manos. Ah, mis intentos como escritor siguen afortunadamente inéditos.


Maximus Santiago
juanmasantiago@wanadoo.es

Nací en Madrid un 2 de agosto de 1970, el último de cuatro hermanos. Recibí mis primeras letras en el Colegio Calasancio de Nuestra Señora de las Escuelas Pías (antiguo Penal de Porlier, uno de los centros represores más importantes de la postguerra civil española) aunque, como contraste, emigré al Instituto Beatriz Galindo (en la primera promoción en la que dicho centro dejó de ser exclusivamente femenino y pasó a ser mixto) y concluí mis contactos con el sistema educativo español licenciándome en Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid, para a continuación estrellarme una vez tras otra contra la escasez de salidas profesionales -jamás daré clases; lo sé- a que mi formación académica me impulsó: así, cursé un solo año de Doctorado (terrible y desazonadora experiencia), me embarranqué durante otros cinco años en unas oposiciones que creo que nunca estuve en disposición de aprobar (y que a la larga me acabaron pasando factura, tanto desde el punto de vista personal como desde el afectivo e incluso el de la salud) y ahora, tras una parada forzosa de un año motivada por una enfermedad más que complicada, me hallo inmerso en el mundillo de los curso de formación para desempleados. Fin del currículum.

Y ahora, algo acerca de mi afición al género. Siempre fui un chaval solitario y fantasioso, más dado a jugar en el recreo conmigo mismo a naves espaciales que a pegarle patadas a un balón que generalmente acababa en los zapatones de algún mediopensionista (los partidos en el Calasancio siempre enfrentaban a externos contra mediopensionistas) y nos hacía perder el partido. Desde que tenía siete u ocho años escribía mis cositas (en mala hora se me ocurrió hacer limpieza y las tiré: es una de las cosas de las que más me arrepiento), pero leía muy poco. De hecho, no fue hasta los catorce años cuando empecé a leer. La culpa la tuvo una gripe de las de tirarse dos semanas en cama y con treinta y nueve de fiebre (a quién se le ocurre ponerse a comer nieve en una excursión escolar a Navacerrada, ¿no?), en cuyo transcurso me zampé sucesivamente La conjura de los necios, La historia interminable, El Señor de los Anillos y El Silmarillion. Junto a esto, mi amigo Javier Ullán me contaba las series de Dune y el Mundo del Río a la salida de clase. Un primo mío de Barcelona, mientras tanto, me obligaba a leer cuentos de Robert Sheckley (Peregrinación a la Tierra, El arma definitiva) y cometió un error tremendo: me prestó Pórtico de Frederik Pohl y acto seguido me recomendó algunos títulos de ciencia ficción (Ciberíada de Lem, las Fundaciones de Asimov, Estación de tránsito de Simak, Ubik de Dick...).

A la vuelta al cole (empezábamos Segundo de B.U.P.) Ubik pasó por las manos de media clase (¡pobrecitos! ¿Se enterarían de algo?) antes de que a Javi Ullán y a mí se nos ocurriera movernos. Como teníamos la idea de que los mejores relatos y novelas eran los premiados, solicitamos un listado de Premios Hugo, lo cual no sirvió más que para que el profe de literatura nos ridiculizara en clase. Envié cartas por doquier (incluso a Nueva Dimensión, que ya estaba finiquitada) y, entre título y título de la colección de cf de Orbis, un buen día recibí una respuesta. Alejo Cuervo, recién estrenado como director de las colecciones de fantástico de Martínez Roca, me trató con mucha amabilidad y me remitió el primer número de su fanzine Gigamesh al cual, por supuesto, me suscribí. En sus páginas, aparte de interesarme por la buena literatura de cf, conocí a Julián Díez, Susana Vallejo, Héctor Ramos, José María Faraldo y otros aficionados, que frecuentaban la tertulia de la Asociación Antares. Allí estaban Carlos Saiz Cidoncha, Francisco Arellano, Agustín Jaureguízar e Ignacio Romeo... casi nada. Cuando aquello no dio más de sí, nos lo montamos por nuestra cuenta, en unas veladas inolvidables en casa de Faraldo -impresionante cocinero, autor de las nunca bien ponderadas sopa de hongos de Yuggoth y, cómo no, las tripitas de titerote- que no hicieron sino acrecentar nuestra amistad y ganas de comernos el fandom. La ocasión se presentó bien pronto: en 1990 se organizó una expedición española a la WorldCon de La Haya (a la que al final no asistí) y a la vuelta ya todo había cambiado: fue el momento inicial del actual fandom, el final de los años oscuros y el principio de mis años como fandomita con publicaciones a cuestas.

Lo primero que me publicaron fue un pastiche lovecraftiano, "El que acecha en las escaleras", en un Blade Runner Magazine. Aquello era increíble, quedamos sobre la marcha en casa de Faraldo para celebrarlo y allí mismo firmé mis primeros autógrafos. Luego empezó a arrancar la tertulia de Madrid, y al mismo tiempo la AEFCF y los por aquel entonces premios Aznar, en cuya primera edición fui finalista con un cuento, posteriormente seleccionado por Julián para el primer Visiones Propias -"Recuerda, aquello, sueños, nosotros tres"- y que poco pudo hacer frente al ganador: "El mensaje perdido" de César Mallorquí. Estamos hablando de palabras mayores. No me desanimé y en los dos siguientes años coloqué tres relatos más entre los finalistas, aunque sin llegar a ganarlo: "Protégete de la onda expansiva de mi cerebro" -que sigue siendo mi cuento favorito-, "El hombre del Quinto Centenario" -las primeras pelas que cobré gracias a la cf- y "Confesiones de un papanatas de mierda". Pero a esas alturas dejé de escribir cuentos -"El nacimiento de Venus", que también es de mis favoritos, era de 1992- y empecé a colaborar con las publicaciones de la AEFCF como articulista. El primer artículo era bastante flojito -uno sobre Gabriel Bermúdez-, pero el siguiente, sobre Cidoncha, era una colaboración con Alfredo Lara y ya estaba mejor. Al mismo tiempo empecé a colaborar en la Cyber Fantasy de Alberto Santos y, cuando vimos que había llegado el momento, Julián y yo nos lanzamos, acompañados por Héctor, Paco Canales y Eugenio Sánchez, a conquistar el fandom con el mejor fanzine del mundo mundial: Núcleo Ubik. Sólo duró dos números, nos equivocamos en algunas cosas, no supimos mantener la periodicidad y, en resumen, dejamos colgado un número que llevaba un año maquetado y con los contenidos ya cerrados, pero hasta el momento es una de las experiencias más hermosas y gratificantes que he vivido en mis años del fandom. El número 2/3 me sigue pareciendo una de las cumbres de la fanedición española a lo largo de los noventa.

Pero también colaboraba con otros fanzines. Por afinidades personales con sus editores, me sentía como en mi casa publicando cosillas en Ad Astra (donde creo que me perfeccioné como articulista, dentro de lo que se puede perfeccionar alguien que está en esto por afición), Artifex o Parsifal, al mismo tiempo que empezaba a tener secciones fijas en Uribe. En un momento dado, Julián empezó a encargarme críticas para Gigamesh y uno de los encargos de los que más satisfecho estoy: un artículo sobre Sturgeon, que se publicó en el número 16 y que, pese al trabajo que me costó, me reconcilió con la ciencia-ficción después de haber estado en el ojo del huracán de las broncas fandomíticas y estar a punto de desentenderme de todo. El bueno de Sturgeon me salvó en el último momento, como quien dice. Y me proporcionó uno de los momentos más emocionantes de mi vida, cuando Julián ganó el Ignotus al mejor artículo en la HispaCon de Santiago y no sólo me lo dedicó sino que me lo regaló. Escribo esto delante de ese cachopiedro tan entrañable, ahora, para mí.

Después de eso, poco que añadir. O mucho. Porque en los dos últimos años estoy que no paro. "Tierra de venados" es el último relato que escribí, para una antología de cf hispano-mexicana que no llegó a aparecer (aunque no desisto) y se lo cedí a Luis. Apareció en Artifex y hasta ahora sólo me ha dado alegrías. En Gigamesh empecé a publicar la sección Fiawol!, sobre novedades del fandom, a la vez que me embarcaba en la insensata tarea de recuperar a los clásicos de la cf mundial en una serie de artículos que no está sino empezando (Sturgeon, Bester, Simak...). Y, por aquello de adaptarse a los nuevos tiempos, ahora pierdo casi todo mi tiempo libre cabreándome o divirtiéndome con los mensajes de todas las listas de correo en las que puedo permitirme el lujo de estar. O, instigado por Luis G. Prado -que me ha dado la oportunidad de ser coautor, junto con Ramón Muñoz, de dos libros insólitos para la cf española de los que estoy más que orgulloso: De Profundis. Antología crítica de literatura fantástica y De Incomprensibilis. Antología críptica de literatura fantástica-, me he dejado liar para colaborar con Biliópolis en la sección Colisevm V, sobre cotilleos del fandom, que tenéis a sólo un clic de aquí.

Que os guste.



Queremos agradecer su desinteresada ayuda para la elaboración de Biliópolis a
Göring-heil, Rodolfo Martínhez, Alejandro Salamandra, Eduardo Adjetivizo y Kristina Cifra.
Sin ellos, esta página no sería posible.
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