Nací en Madrid un 2 de agosto de 1970, el último de cuatro hermanos. Recibí mis primeras letras en el Colegio Calasancio de Nuestra Señora de las Escuelas Pías (antiguo Penal de Porlier, uno de los centros represores más importantes de la postguerra civil española) aunque, como contraste, emigré al Instituto Beatriz Galindo (en la primera promoción en la que dicho centro dejó de ser exclusivamente femenino y pasó a ser mixto) y concluí mis contactos con el sistema educativo español licenciándome en Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid, para a continuación estrellarme una vez tras otra contra la escasez de salidas profesionales -jamás daré clases; lo sé- a que mi formación académica me impulsó: así, cursé un solo año de Doctorado (terrible y desazonadora experiencia), me embarranqué durante otros cinco años en unas oposiciones que creo que nunca estuve en disposición de aprobar (y que a la larga me acabaron pasando factura, tanto desde el punto de vista personal como desde el afectivo e incluso el de la salud) y ahora, tras una parada forzosa de un año motivada por una enfermedad más que complicada, me hallo inmerso en el mundillo de los curso de formación para desempleados. Fin del currículum.
Y ahora, algo acerca de mi afición al género. Siempre fui un chaval solitario y fantasioso, más dado a jugar en el recreo conmigo mismo a naves espaciales que a pegarle patadas a un balón que generalmente acababa en los zapatones de algún mediopensionista (los partidos en el Calasancio siempre enfrentaban a externos contra mediopensionistas) y nos hacía perder el partido. Desde que tenía siete u ocho años escribía mis cositas (en mala hora se me ocurrió hacer limpieza y las tiré: es una de las cosas de las que más me arrepiento), pero leía muy poco. De hecho, no fue hasta los catorce años cuando empecé a leer. La culpa la tuvo una gripe de las de tirarse dos semanas en cama y con treinta y nueve de fiebre (a quién se le ocurre ponerse a comer nieve en una excursión escolar a Navacerrada, ¿no?), en cuyo transcurso me zampé sucesivamente La conjura de los necios, La historia interminable, El Señor de los Anillos y El Silmarillion. Junto a esto, mi amigo Javier Ullán me contaba las series de Dune y el Mundo del Río a la salida de clase. Un primo mío de Barcelona, mientras tanto, me obligaba a leer cuentos de Robert Sheckley (Peregrinación a la Tierra, El arma definitiva) y cometió un error tremendo: me prestó Pórtico de Frederik Pohl y acto seguido me recomendó algunos títulos de ciencia ficción (Ciberíada de Lem, las Fundaciones de Asimov, Estación de tránsito de Simak, Ubik de Dick...).
A la vuelta al cole (empezábamos Segundo de B.U.P.) Ubik pasó por las manos de media clase (¡pobrecitos! ¿Se enterarían de algo?) antes de que a Javi Ullán y a mí se nos ocurriera movernos. Como teníamos la idea de que los mejores relatos y novelas eran los premiados, solicitamos un listado de Premios Hugo, lo cual no sirvió más que para que el profe de literatura nos ridiculizara en clase. Envié cartas por doquier (incluso a Nueva Dimensión, que ya estaba finiquitada) y, entre título y título de la colección de cf de Orbis, un buen día recibí una respuesta. Alejo Cuervo, recién estrenado como director de las colecciones de fantástico de Martínez Roca, me trató con mucha amabilidad y me remitió el primer número de su fanzine Gigamesh al cual, por supuesto, me suscribí. En sus páginas, aparte de interesarme por la buena literatura de cf, conocí a Julián Díez, Susana Vallejo, Héctor Ramos, José María Faraldo y otros aficionados, que frecuentaban la tertulia de la Asociación Antares. Allí estaban Carlos Saiz Cidoncha, Francisco Arellano, Agustín Jaureguízar e Ignacio Romeo... casi nada. Cuando aquello no dio más de sí, nos lo montamos por nuestra cuenta, en unas veladas inolvidables en casa de Faraldo -impresionante cocinero, autor de las nunca bien ponderadas sopa de hongos de Yuggoth y, cómo no, las tripitas de titerote- que no hicieron sino acrecentar nuestra amistad y ganas de comernos el fandom. La ocasión se presentó bien pronto: en 1990 se organizó una expedición española a la WorldCon de La Haya (a la que al final no asistí) y a la vuelta ya todo había cambiado: fue el momento inicial del actual fandom, el final de los años oscuros y el principio de mis años como fandomita con publicaciones a cuestas.
Lo primero que me publicaron fue un pastiche lovecraftiano, "El que acecha en las escaleras", en un Blade Runner Magazine. Aquello era increíble, quedamos sobre la marcha en casa de Faraldo para celebrarlo y allí mismo firmé mis primeros autógrafos. Luego empezó a arrancar la tertulia de Madrid, y al mismo tiempo la AEFCF y los por aquel entonces premios Aznar, en cuya primera edición fui finalista con un cuento, posteriormente seleccionado por Julián para el primer Visiones Propias -"Recuerda, aquello, sueños, nosotros tres"- y que poco pudo hacer frente al ganador: "El mensaje perdido" de César Mallorquí. Estamos hablando de palabras mayores. No me desanimé y en los dos siguientes años coloqué tres relatos más entre los finalistas, aunque sin llegar a ganarlo: "Protégete de la onda expansiva de mi cerebro" -que sigue siendo mi cuento favorito-, "El hombre del Quinto Centenario" -las primeras pelas que cobré gracias a la cf- y "Confesiones de un papanatas de mierda". Pero a esas alturas dejé de escribir cuentos -"El nacimiento de Venus", que también es de mis favoritos, era de 1992- y empecé a colaborar con las publicaciones de la AEFCF como articulista. El primer artículo era bastante flojito -uno sobre Gabriel Bermúdez-, pero el siguiente, sobre Cidoncha, era una colaboración con Alfredo Lara y ya estaba mejor. Al mismo tiempo empecé a colaborar en la Cyber Fantasy de Alberto Santos y, cuando vimos que había llegado el momento, Julián y yo nos lanzamos, acompañados por Héctor, Paco Canales y Eugenio Sánchez, a conquistar el fandom con el mejor fanzine del mundo mundial: Núcleo Ubik. Sólo duró dos números, nos equivocamos en algunas cosas, no supimos mantener la periodicidad y, en resumen, dejamos colgado un número que llevaba un año maquetado y con los contenidos ya cerrados, pero hasta el momento es una de las experiencias más hermosas y gratificantes que he vivido en mis años del fandom. El número 2/3 me sigue pareciendo una de las cumbres de la fanedición española a lo largo de los noventa.
Pero también colaboraba con otros fanzines. Por afinidades personales con sus editores, me sentía como en mi casa publicando cosillas en Ad Astra (donde creo que me perfeccioné como articulista, dentro de lo que se puede perfeccionar alguien que está en esto por afición), Artifex o Parsifal, al mismo tiempo que empezaba a tener secciones fijas en Uribe. En un momento dado, Julián empezó a encargarme críticas para Gigamesh y uno de los encargos de los que más satisfecho estoy: un artículo sobre Sturgeon, que se publicó en el número 16 y que, pese al trabajo que me costó, me reconcilió con la ciencia-ficción después de haber estado en el ojo del huracán de las broncas fandomíticas y estar a punto de desentenderme de todo. El bueno de Sturgeon me salvó en el último momento, como quien dice. Y me proporcionó uno de los momentos más emocionantes de mi vida, cuando Julián ganó el Ignotus al mejor artículo en la HispaCon de Santiago y no sólo me lo dedicó sino que me lo regaló. Escribo esto delante de ese cachopiedro tan entrañable, ahora, para mí.
Después de eso, poco que añadir. O mucho. Porque en los dos últimos años estoy que no paro. "Tierra de venados" es el último relato que escribí, para una antología de cf hispano-mexicana que no llegó a aparecer (aunque no desisto) y se lo cedí a Luis. Apareció en Artifex y hasta ahora sólo me ha dado alegrías. En Gigamesh empecé a publicar la sección Fiawol!, sobre novedades del fandom, a la vez que me embarcaba en la insensata tarea de recuperar a los clásicos de la cf mundial en una serie de artículos que no está sino empezando (Sturgeon, Bester, Simak...). Y, por aquello de adaptarse a los nuevos tiempos, ahora pierdo casi todo mi tiempo libre cabreándome o divirtiéndome con los mensajes de todas las listas de correo en las que puedo permitirme el lujo de estar. O, instigado por Luis G. Prado -que me ha dado la oportunidad de ser coautor, junto con Ramón Muñoz, de un libro insólito para la cf española del que estoy más que orgulloso: De Profundis. Antología crítica de literatura fantástica-, me he dejado liar para colaborar con Bibliópolis en la sección Mentidero 5, sobre cotilleos del fandom, que tenéis a sólo un clic de aquí.
Que os guste.
Rafael Marín
Nací en Cádiz el 1940, el año que sería conocido como el del Hambre, con mayúscula.
No sé si mientras estaba en la cola de los críos que tenían que nacer me enteré que me había tocado ver la luz en un país que se hallaba en plena guerra civil; tampoco recuerdo si me dije que debía esperar un poco a ver si las cosas se aclararan, y dejé que algunos colegas nonatos que aguardaban detrás de mí pasaran antes que yo. El caso es que no aparecí en este jodido mundo hasta bastante después que un tío bajito y con bigote firmase un papel en el que alguien había escrito eso de que vencido el ejército rojo, bla, bla, bla. No sé, tal vez estaba un poco desconfiado, y por si las moscas esperé un año más y no nací hasta el siguiente. Quizá estuve un poco despistado, quizá debí haber esperado un poco más, porque cuando abrí los ojos descubrí que había llegado en plena hambruna a este que iba a ser mi país. Por suerte el alimento me lo reciclaba mi madre y la verdad es que, según me enteraría más tarde, crecí gordito y sonrosado.
Todavía no me explico cómo me aficioné a esto de la ciencia-ficción en unos tiempos en que era el género más raro del mundo, cuando privaban las novelas de El Coyote, Rodeo, FBI, CIA y otras. Lo más fantástico que podía llevarme a los ojos era Bill Barnes, La Sombra, Doc Savaje y así. A uno casi lo tomaban por chiflado cuando compraba una novela de Luchadores o de Nebulae. A mis amigos les importaba un higo lo que yo leía. Me sentía solo, casi culpable.
El caso es que no escarmenté y no sólo continué empestillado en leer cosas de marcianos, del futuro y de bichos verdes, sino que además quería escribir aventuras de aquel género que tanto me chiflaba.
Mientras escribía, y a veces publicaba algunos cuentos en una revista local, intenté acabar una novela; había empezado muchas pero a ninguna le había puesto la palabra fin. Por los pelos conseguí vender mi primera novela a Editorial Valenciana. Me hablaron de Nueva Dimensión y les colé un cuento, y otro a Acervo. Esto marcha, me dije, y escribí una novelita que envié a La Conquista del Espacio y me aceptaron. El camino estaba abierto. Lo malo era que no sabía en la clase de vereda en la que me había metido.
Más de cien novelas de a duro, una trilogía inacabada en ND, más cuentos, varios intentos por salir de aquella zona desconocida que ahora llaman gueto, un extraño lugar en el que, sin embargo, me sentía cómodo, porque cuando estaba de buen humor exploraba, practicaba y experimentaba.
Con un tosco y lento ordenador, un Amstrad, me lancé a empresas que consideraba de mayor enjundia, y de tal aparatejo surgieron unas novelas a las que llamé Las islas del infierno, las del paraíso y las de la guerra, y más tarde La dama de plata, y también más cuentos, más intentos de otras novelas. Las novelas de a duro, a mi pesar, pasaron a mejor o a peor historia. El último intento de seguir con ellas, en Galaxia 2000, me hizo ver que no había nada que hacer, que el camino se estrechaba aunque nos pareciera que se ensanchaba.
Un premio en una universidad por una novela corta, algún que otro puesto secundario en convocatorias de cuentos, y novelas que se quedaban en la memoria de un ordenador un poco más desarrollado, olvidado el prehistórico Amstrad. La búsqueda de un editor, la desesperación al no publicar, la decisión que tomé de autoeditarme, el intento frustrado de la segunda trilogía de las Islas. Más cuentos, más novelas, más ilusiones. Más originales dormidos en la memoria del tercer ordenador.
Con el permiso de Bush y sus adlátares, y con la venia del tío del turbante y sus fanáticos, ahora a confiar en este mítico 2001, el año de Clarke, que nos engañó y no llegamos a Júpiter ni encontramos el monolito en la Luna, y también en el próximo año, en el que parece haber una chispa de luz en el horizonte ese que siempre se aleja de nosotros. A esperar.
Un empujón con otro premio, las perspectivas de unas reediciones y la esperanza de ver publicados otros trabajo han alejado de mí las ganas de mandar a hacer puñetas la ciencia-ficción. Me alegro de no haberlo hecho. Qué culpa tiene la pobre.
No sé si llegaré a cumplir la promesa que me hago mientras escribo estas líneas, pero si dentro de unos años, cuando ya no sea capaz de escribir ni la o con un canuto, si alguien me pregunta qué he sido, le responderé que escritor de ciencia-ficción. Y no me dará vergüenza. Hay otros vicios peores.
Más o menos fue como John Ford se presentó a sí mismo cuando un cabrón del comité de actividades antiamericanas le preguntó por su nombre y a qué se dedicaba: le respondió que hacía películas del Oeste. Imagino que el bueno de John lo mandó mentalmente al carajo.
Gracias, Johnny.