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Juan Manuel SantiagoCruda fandomía
Mentidero 5
Juan Manuel Santiago




Mucho cuento (II)
Pablo Rido: cerdo klingon, termitas y premios literarios (I)

El pasado viernes día 22 de junio de 2001 se entregó el X premio Pablo Rido de relato fantástico, que de este modo se consolida como el más veterano y consistente certamen de cuentos de mediana extensión, y también consolida a su último ganador, Ramón Muñoz, quien con el triunfo de "Los cazadores de nubes" suma otro premio a su palmarés (ya tenía el Domingo Santos y el Alberto Magno) y se queda a sólo uno (el UPC) de ser el segundo autor (tras César Mallorquí) que completa el "grand slam" de los certámenes españoles de literatura fantástica. Ahora bien, ¿qué es el Pablo Rido y por qué afirmo categóricamente que se trata del mejor concurso literario español de literatura fantástica? Intentaré explicarlo entre esta entrega de Mentidero 5 y la próxima.

Madrid, 1990. Un grupo de jóvenes aficionados (Julián Díez, Héctor Ramos, Susana Vallejo, José María Faraldo, el menda...) que habíamos pertenecido a la ya por entonces finiquitada Asociación Antares (el único proyecto asociativo que había cuajado durante los oscuros años ochenta, los de la sequía fandomera), hartitos ya de pasárnoslo bien en la casa de Faraldo mientras le servíamos de conejillos de indias culinarios (¡ah, las tripitas de titerote y la sopa de hongos de Yuggoth!), decidimos buscar a más aficionados. Los tres primeros ya venían de la WorldCon (convención mundial) de La Haya, donde habían estrechado lazos con el fandom barcelonés de la órbita de la librería Gigamesh (Alejo Cuervo, Albert Solé, Juanma Barranquero, Nacho Maroto, Pilar Lebón...) y sentaban las bases de lo que posteriormente sería la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción (AEFCF). Curiosamente, estábamos mejor relacionados con los aficionados barceloneses que con los madrileños. La ocasión se nos presentó cuando conocimos a los Licántropos Asociados (Eugenio Sánchez Arrate, Carlos Díaz Maroto, Manolo Aguilar y Eduardo Escalante), que se acababan de escindir del Círculo de Lhork, compartían con nosotros las ganas de hacer algo realmente útil y se reunían en la cafetería Alameda, sita en la calle de Recoletos esquina Paseo de Recoletos, a escasos doscientos metros de la plaza de la Cibeles y de la plaza de Colón. Durante 1991 empezamos a reunirnos allí cada vez con más frecuencia y, sin saber ni cómo ni por qué, a lo largo de 1992 ya formábamos una tertulia establecida, en la que teníamos como contertulios fijos a otros aficionados madrileños de pro, tales como Agustín Jaureguízar, Carlos Saiz Cidoncha, Alfredo Lara o Alberto Santos.

Por otro lado, el proyecto de la AEFCF avanzaba de manera imparable. Como apuntaba Julián Díez durante el acto de entrega del último Pablo Rido, la historia del concurso está íntimamente ligada a los restaurantes chinos. La librería Gigamesh se encuentra muy cerca de la estación de autobuses de Barcelona, motivo por el cual Julián se reunía con la facción barcelonesa de la futura Junta fundadora de la AEFCF en un restaurante chino de las inmediaciones. Allí se gestó la que iba a ser primera HispaCon de los años noventa, pero también se dio forma al proyecto asociativo y se planteó una cuestión: ¿por qué no utilizar como reclamo un premio literario? A todos les pareció buena idea, de modo que se convocó un concurso de relatos, el actual Pablo Rido, que entonces se llamaba Aznar y que arrancó antes incluso que la propia AEFCF.

¿Por qué se llamó así al premio? Los aficionados españoles con más trienios en el fandom lo saben sin el menor asomo de duda. Sin embargo, es probable que algún despistado piense que teníamos una clara filiación política, llevada hasta el paroxismo del peloteo, que consistiría en bautizar a nuestras iniciativas culturales con el apellido del por entonces líder de la oposición. Nada más lejos de la realidad. La Saga de los Aznar es una serie de bolsilibros de space opera, obra del escritor valenciano G.H. White (o Pascual Enguídanos Usach) que a lo largo de las décadas de los cincuenta y setenta prefiguró los gustos de toda una generación de lectores. Estábamos reconociendo a uno de los supuestos clásicos del género... y digo supuestos porque éramos jóvenes y ninguno de nosotros había leído ejemplar alguno de la Saga, tan sólo teníamos constancia de dos personas que la hubieran leído entera: Carlos Saiz Cidoncha y el difunto Emilio Serra, quien había publicado una cronología de la Saga en el fanzine Blagdaross, que dirigía Alberto Santos, el primer presidente de la AEFCF y posterior director de Cyber Fantasy.

El caso es que a lo largo del mes de noviembre de 1991, impelidos por la premura (la HispaCon de Barcelona se celebraba el fin de semana antes de las Navidades), los miembros del jurado recibieron la estratosférica cifra de doce (12) cuentos. Con el voto de Nacho Maroto guardado en un sobre, los demás jurados (Julián, Alberto y Susana) se reunieron en un restaurante chino de las inmediaciones de la Gran Vía, leyeron los relatos... y se les cayó el alma a los pies, porque no había mucho material salvable... excepto una historia que los dejó a todos impresionados y que, lógicamente, acabó ganando. Se trataba de "El mensaje perdido. A orajabiá suncaí e Gedeón Montoya", de César Mallorquí. Narraba la historia de un gitano del Sacromonte que, dotado de la omnisciencia a raíz del impacto con su cerebro de un rayo de luz coherente en el cual se hallaban codificados todos los conocimientos de una civilización extraterrestre, se aventuraba a conocer mundo y terminaba sus andanzas enamorando a la Diosa Blanca. Se trataba de un relato cojonudo, que aún ahora resiste bien una relectura, una actualización cañí del cómic de superhéroes y de la lectura aprovechada de Robert Graves. Se trataba del mejor cuento español en muchos años, casi una década y, al coincidir en su publicación con el número 13 de BEM, en el que figuraban relatos que con el tiempo se ha convertido en pequeños clásicos ("La estrella" de Elia Barceló y "De entre la niebla" de Rafael Marín), marca de manera nítida un punto de ruptura, el comienzo de la actual ciencia-ficción española y el hito inaugural de una corriente fantástica "castiza" que se ha mantenido hasta nuestros días. Apareció publicado por primera vez en el combozine de la HispaCon, con una tirada limitadísima, de modo que Alberto Santos le hizo justicia incluyéndolo en el sumario de su primer Cyber Fantasy, ya en 1993, primorosamente ilustrado por Virgil Finlay. Posteriormente conoció otra reedición en la antología El círculo de Jericó (Ediciones B, 1995).

El palmarés del premio se completaba con "Recuerda, aquello, sueños, nosotros tres", de aquí vuestro seguro servidor, una historia gestáltica que pretendía homenajear al Theodore Sturgeon de Más que humano, y "El piso maldito", de Pedro Pemau, una historia con fantasmas ambientada en un pisito de estudiantes valenciano. Dado que el premio estaba convocado por la AEFCF, aparecieron en la primera edición de sus antologías Visiones propias, seleccionada por Julián, y en cuyo sumario podían encontrarse los primeros o segundos relatos publicados de gente venida hoy a más, como León Arsenal, José Antonio Cotrina, Félix J. Palma o Pedro Pablo García May.

El acto oficial de entrega, dado que César no pudo asistir a la HispaCon, se produjo en los sótanos de la librería El Aventurero, un viernes de marzo de 1992. César bromeó acerca de la conveniencia de entregar aquel premio en un sótano, pues resultaba evidente que por aquel entonces el fandom aún vivía en las catacumbas. Completó el acto una mesa redonda (sin mesa) acerca del estado de la ciencia-ficción española.

Satisfechos con los resultados, decidimos volver a convocar el premio. Y, en esta ocasión, no sólo con placa honorífica, sino con dotación económica: veinte mil pesetas. Momento que este cronista aprovecha para comentar cómo se financia el Pablo Rido y, antes que él, el Aznar.

A lo largo de 1992 se produjeron más incorporaciones a la tertulia de Madrid. José María Sánchez Pardo y Francisco Canales, por ejemplo. Y León Arsenal, quien se enganchó a raíz de la ceremonia de entrega del primer Aznar; un hombre de mundo con un oscuro pasado fandomita (había asistido, siendo un chaval, a las HispaCones madrileñas de los años setenta y, lógicamente, salió espantado de tan siniestras experiencias). Con algunos años más, este inagotable caudal de anécdotas nos descubrió el lugar definitivo para prolongar la tertulia de la cafetería Alameda: el restaurante chino Kindu, sito en la calle Muñoz Seca, entre la plaza de Cibeles y la Puerta de Alcalá, es decir justo al lado de la cafetería Alameda. Aunque existían platos tan curiosos como el denominado "Las hormigas salieron del nido", la verdadera estrella del menú era el cerdo agridulce, cuya textura y, en especial, el llamativo color de la salsa, rojo oscuro en los límites de lo fosforescente, le merecieron en cariñoso apelativo de cerdo klingon, vaya usted a saber por qué. A lo largo de aquellas entrañables cenas, preludio casi cierto de una diarrea Kindu, hizo fortuna la iniciativa de recaudar el importe del premio Aznar imponiendo un canon sobre el montante de la cena, una cantidad fija que, sumada a lo largo de todo un año, alcanzase para financiar el premio sin esquilmar las arcas de la por entonces titubeante Asociación. En la actualidad, el importe de la cena está fijado en mil quinientas pesetas, más los postres, con lo cual se pueden sacar unas tres mil limpias por noche, con las cuales financiamos las ciuento una mil con que está dotado hoy el premio, más la estatua y gastos administrativos y de envío de relatos a los jurados. En aquellos tiempos, lógicamente, éramos menos contertulios y, por tanto, la recaudación también era menor.

Volvamos al premio. En su segunda edición contamos con Julián Díez, Juanma Barranquero, Rafael Marín e Ignacio Maroto como jurados, toda vez que hubo que neutralizar el voto de Alberto Santos, que no se había leído un cuento. Al igual que el año anterior, el triunfador lo fue por unanimidad. El resultado se leyó en un interludio de la cena de los jueves, a los postres, y dio como vencedor a Félix J. Palma con "Muerte por catálogo" (posteriormente publicado en Pórtico nº 5), un relato que hoy, teniendo en cuenta adónde ha llegado el autor, se nos podría antojar menor, pero en aquella época no lo era; se trataba de uno de los más satisfactorios relatos de aquel año, una historia narrada a ritmo de cómic, con algo que supongo que podríamos llamar realidad virtual y una estética que, además del cómic, incluía elementos por entonces omnipresentes en Félix, como los guiños a los simbolistas franceses. En segundo lugar se produjo un ex aequo entre "Protégete de la onda expansiva de mi cerebro", de aquí un amigo (publicado en Gigamesh nº 26) e "Inmensa beatitud", de Pedro Pablo García May, un cuento bastante simpático e inexplicablemente inédito. Lo dejo caer, a ver si algún faneditor se da por aludido.

Con todo, los relatos que aquí vamos a destacar son los que obtuvieron las menciones honoríficas. Ricard de la Casa, editor de BEM, presentó "De vuelta a casa", que propició una situación que por poco le supone la descalificación, pues no dio sus datos auténticos, sino los de la por entonces novia (actual esposa) del aficionado madrileño Luis Astolfi. Julián, gratamente sorprendido al ver que una chica desconocida para el fandom, y además vecina suya, obtenía la mención, quiso saber más y el asunto se descubrió. La cuestión no trascendió, supongo que porque en aquellos tiempos descalificar a Ricard hubiera supuesto un conflicto bastante serio en las ya deterioradas relaciones entre el entorno de BEM y el entorno de la tertulia, tal vez porque no mereciera la pena adoptar medidas tan drásticas, y el caso es que su relato, que también es bastante digno (y mucho mejor que otros relatos que con posterioridad le han publicado al autor), continúa inédito en la actualidad. Vuelvo a dejarlo caer, a ver si algún faneditor vuelve a darse por aludido...

La otra mención honorífica recayó en León Arsenal, con el que retrospectivamente podemos considerar el mejor relato de aquella edición y uno de los mejores space operas españoles de los noventa: "El agente exterior", la extraordinaria historia de dos agentes del gobierno galáctico empeñados en capturar a un asesino profesional virtualmente invisible. Conoció su primera publicación en Cyber Fantasy nº 4 y, posteriormente, en Besos de alacrán y otros relatos (Metrópolis Milenio, 2000).

En cuanto a la entrega, ésta volvió a tener lugar en las catacumbas de la librería El Aventurero, una calurosa tarde de julio de 1993, y contó con la presencia del propio Félix, que tenía un dedo vendado tras un accidente en el campo de trabajo donde estaba pasando el verano.

La edición de 1994 viene a cerrar la que Héctor Ramos denomina "etapa corporativa" del premio. Es la última edición convocada por la AEFCF, y se incrementa la dotación económica de veinte mil a veinticinco mil pesetas. También propicia el único incidente serio a cuenta de los jurados, y el segundo de una larga tradición de sobresaltos que se va a mantener durante las siguientes tres ediciones. (El primero había sido la citada neutralización del voto de Alberto Santos en la edición anterior.) Una especie de maldición china que durante un tiempo fue parte del paisaje, hoy está felizmente superada y, gracias a la toma conjunta de decisiones por parte de los contertulios en todo lo relativo al premio, no ha dado lugar más que a una serie de anécdotas con las que engrosar la leyenda del premio.

En efecto, en todas las ediciones se intenta contar con jurados de prestigio, con una mínima representación de contertulios, para asegurar la mayor limpieza posible en el procedimiento y, en resumen, poder presumir de ser un premio completamente honesto, en el que gana el relato que obtiene mayor puntuación por parte del jurado, sin prebendas de ningún tipo. Más de un jurado de postín nos ha comentado que, más allá del elevado nivel habitual de los relatos a concurso, inesperado para gente ajena al mundillo, lo que realmente les ha llamado la atención del premio es que no hay "bicho" y los cuentos que llegan a la final suelen ser los mejores.

En la edición de 1994 todavía existía la regla de facilitar a los jurados la lista de relatos finalistas junto con la puntuación obtenida, lo cual propició el incidente con Alejo Cuervo y Albert Solé, jurados ellos junto con Miquel Barceló y el editor de Opar, Alfredo Lara. Disconformes con el resultado de la primera ronda, dieron la vuelta a las votaciones, de modo que no ganaron los relatos que estaban "en la pomada" ni el relato por el que apostaban, sino uno que se había clasificado para la final de puro milagro, beneficiándose de un empate que hizo que hubiese siete finalistas en vez de cuatro. El premio también estaba gafado, porque el secretario, Nacho Maroto, estaba de baja y hubo de ser sustituido por su mujer, Pilar Lebón, fallecida apenas seis meses después de un ataque al corazón.

El caso es que ganó el relato "¿De dónde vienen los ángeles?", del hispano-uruguayo Ernesto Jorge Olivera, una historia bastante breve y sin demasiado sentido acerca de un ángel caído que se ve reflejado en un espejo. De todos modos, la ley de Murphy nos jugó la peor pasada posible, porque, por si no hubiéramos tenido suficiente con que el ganador fuese un cuento bastante mediocrillo que se había beneficiado de una carambola sumamente improbable pero, ¡ay!, posible, el autor en persona consiguió, en sólo dos días, caer mal absolutamente a toda la tertulia. Olivera venía de ganar el prestigioso premio Gerardo Diego de poesía nada más radicarse en España, motivo por el cual, al ganar el Aznar, no pudo evitar un comentario ciertamente sangrante durante la cena de entrega: "Si yo he sido capaz de ganar con un cuento malo, cómo serían los finalistas". Acto seguido se le explicó el verdadero motivo por el cual había vencido y, por suerte, no se le ha vuelto a ver por la tertulia. Que le vaya bien. Si alguna vez alguien hace alguna búsqueda en Internet de tan eximio autor y se encuentra con esta página, aquí está el porqué del dinero más fácil que nadie haya ganado nunca en el mundillo de los concursos literarios de género fantástico.

Porque entre el resto de los finalistas había relatos más que dignos. El triunfo, en condiciones normales, debería haberse decidido entre tres cuentos que sin duda eran lo mejor de aquella edición. "Besos de alacrán", de León Arsenal (en Cyber Fantasy nº 5) suponía el afianzamiento literario del autor, en una historia completamente arquetípica del madrileño, compendio de todas sus inquietudes: xenofilia, mujeres fatales, hombres rudos, ambientes desvencijados de space opera crepuscular, como si Ballard narrase una historia de Farmer en un decorado cedido por Jack Vance. "El escritor, la muerte y el demonio" de César Mallorquí supuso el único fracaso del autor en su asalto al premio, una historia tal vez demasiado convencional de pacto con el Diablo que merced a su previsible argumento desaprovechaba la ventaja de ser el relato mejor escrito de aquel Aznar. Completaba la terna "Forastero en esta tierra", fascinante narración de Pedro Pablo García May, en la que se nos narra el descubrimiento durante unas excavaciones arqueológicas en Irak de unas tablillas acadias que nos abren a un mundo de terror y monstruos en absoluto al uso, una historia que creaba una iconografía propia que por desgracia ningún otro autor español ha sabido o podido continuar. Quedaba lastrado, como es habitual en García May, por un final totalmente predecible. Estos dos relatos, así como el de Olivera, aparecieron publicados en Cyber Fantasy nº 6, el último número de la revista, presentado durante la HispaCon de Burjassot 1994.

Completaban el cupo de finalistas el madrileño Pablo Lorenzo Herrera, con "Ella" (versión del Cuento de Navidad de Dickens; también inédito, al menos en fandom) y nuevamente un servidor, con "Confesiones de un papanatas de mierda" (en Visiones 1994, una ucronía sobre la Guerra Civil, el asesinato de Trotsky y Philip K. Dick) y "El hombre del Quinto Centenario" (Gigamesh nº 6), una historia de tintes político-reinvindicativos que propició una de las frases más felices que han salido de los labios de Miquel Barceló: "Y había un cuento de un tipo que porque es de izquierdas se cree que escribe bien".

Ésta sería la última edición del concurso con la anterior denominación. En el transcurso del proceso de votación se producen elecciones a la Junta de la AEFCF y la candidatura ganadora (la única, en realidad) manifiesta su propósito de no volver a convocar el premio Aznar, al entender que los premios de relatos correspondían a la iniciativa digamos privada, que una asociación no tenía que cargar con ellos dados sus costes y que para eso había otras iniciativas como los premios Domingo Santos, los cuales, según el sentir generalizado de los contertulios, resultaban los grandes beneficiados por aquella decisión. El premio Aznar estaba condenado a desaparecer. En todo caso, aquello suponía el final de su "etapa corporativa".

Nos resultaba triste que un cambio de manos en la junta de una asociación diera al traste con tres años de esfuerzos para intentar gestionar un premio prestigioso. Por eso, y con todas las facilidades por parte de la Junta, se decidió asumir en exclusiva el Aznar, que ya no sería un premio de la AEFCF tramitado por una tertulia, sino una iniciativa de la misma tertulia, que ya por aquel entonces empezaba a ser conocida como TerMa. Para evitar problemas de tipo legal, se decidió cambiar el nombre al certamen, pues el que aquella Junta prescindiese del Aznar no descartaba que en un hipotético futuro otra Junta estimase procedente la conveniencia de rescatarlo, y de hecho sigue sin haber ningún impedimento para que vuelva a existir un premio Aznar patrocinado por la AEFCF. Dado que la Saga de los Aznar había sido uno de los hitos de la cf española de los años cincuenta, César Mallorquí sugirió darle el nombre del premio al otro hito literario de la época: la serie del capitán Pablo Rido, obra de su padre, el célebre José Mallorquí. Se trata, por tanto, de una refundación en toda regla. El nuevo Pablo Rido se mantiene hasta la actualidad, con variaciones mínimas en su estructura. Se elabora un reglamento interno con carácter consuetudinario, no escrito, flexible para ser modificado en función de los imprevistos.

Así, se elimina la prerrogativa de los jurados de conocer la calificación de los relatos finalistas, para evitar situaciones como la de 1994. Asimismo, se consolida el sistema de puntuación de los relatos. En primera fase, los jurados concederán dos cincos, tres cuatros, tres treses y dos doses. Efectuada la suma de los votos de cada relato, se proclamará un máximo de cinco finalistas, también para evitar lo sucedido el año anterior, que serán votados en orden inverso de puntuación: cinco puntos para el relato considerado como primera opción, cuatro para el segundo y así sucesivamente.

La apuesta por los jurados de calidad, elegidos en principio para ciclos de dos años y lo más heterogéneos posible (para evitar darle un carácter sesgado a los relatos premiados) es fuerte. En la edición de 1995 Héctor Ramos es el representante de la tertulia, junto con José Luis González (co-editor de BEM y verdadero puente de entendimiento entre el conglomerado BEM-AEFCF y la conspiración TerMa-cenobítica en los años más duros del enfrentamiento entre ambas facciones), Antonio Martín (conductor del programa literario radiofónico "El otoño en Pekín", de la emisora independiente Onda Verde), Javier Martín Lalanda (profesor universitario, verdadera eminencia en todo lo relativo a literatura fantástica medieval, director de la colección Ultima Thule de Anaya y autor del que hasta hace poco fue el ensayo español definitivo sobre Robert E. Howard, La canción de las espadas) y Luis Alberto de Cuenca (poeta, estudioso de la literatura clásica y, sucesivamente, Director General del CSIC, Director General de la Biblioteca Nacional y Secretario de Estado de Cultura). Como no podía ser menos, también los jurados de aquel año estuvieron gafados, al tener que renunciar Lalanda en medio del proceso, por problemas personales que no vienen al caso.

José María Sánchez Pardo (Pepe) nos pone en contacto con Silvia Rosende, que se encargará de modelar una escultura, sin utilizar molde. En efecto, cada año la estatua del Pablo Rido ha ido modificando su apariencia, dentro siempre del mismo concepto. Durante cuatro años se trata de una máscara metálica, sostenida por una columna asimismo metálica y dotado en la parte posterior de una serie de engranajes, tuercas y tornillos, todo ello sobre una peana de mármol en la que se fija la placa con el nombre del ganador. En las tres últimas ediciones la versión metalizada de don Pablo Rido ha ido sustituyéndose por otra en metacrilato, con el rostro del capitán ahuecado, cual Han Solo transparente en su prisión de carbonita.

Para redondear los cambios, se incrementa la dotación económica hasta las cincuenta mil pesetas, se institucionaliza la cena oficial de entrega, casi siempre fuera de la tertulia de los jueves y con maestro de ceremonias. En 1995, el primer ganador del certamen, César Mallorquí, hace entrega del Rido a quien más méritos llevaba hechos hasta entonces: León Arsenal, con su relato "Oscuro candente" (Gigamesh nº 8 y Besos de alacrán...), especie de contrapartida ambiental de "El agente exterior", con los mismos personajes de éste, pero cambiando el ambiente frío y desangelado por una atmósfera húmeda, tropical y asfixiante.

El resto de los finalistas aporta como principal sorpresa la irrupción en el fandom de un joven autor madrileño que por aquel entonces sólo había publicado Pastores de estrellas, el número 2 de los Cuadernos Espiral de Juan José Aroz: Daniel Mares, quien desde aquel momento se convirtió no ya en un miembro fijo de la TerMa sino en uno de sus principales animadores. "Enseñando a un marciano" era un cuento divertido, ocurrente, en plan Robert Sheckley, acerca de unos invasores extraterrestres que sólo dejan vivo a un ser humano, el cual les intentará explicar a su manera el funcionamiento e idiosincrasia de la Humanidad antes de liarse la manta a la cabeza y sabotear la invasión. Acabó publicado en el número 2/3 de Núcleo Ubik, junto con un relato que no llegó a finalista pero que gustó bastante al jurado, obra de otra adquisición de aquella cena y, desde entonces, indiscutiblemente otro de los miembros más queridos de la TerMa y de toda la comunidad cienciaficcionera-internáutica: "R.V.", de Eduardo Vaquerizo.

Pedro Pablo García May volvía a estar a punto de llevarse el premio con "Muerte de ida y vuelta" (en Visiones 1996), obra steampunk a la que le volvía a fallar el final, indignante de puro innecesario. Además, Carlos Saiz Cidoncha reverdeció viejos laureles con "La derrota de la Grande Armada" (Artifex primera época vol.17), una muy bien construida narración de fantasía histórica que plantea la más bien chauvinista posibilidad de que la derrota de la Armada Invencible se debiera a un pacto diabólico promovido por John Dee, el misterioso consejero de Isabel I, todo ello narrado con una exactitud histórica pasmosa. Por último, el único cuento que, visto en perspectiva, hubiera podido arrebatarle el triunfo a León Arsenal: "El noveno capítulo", de Armando Boix (Opar nº 4), deliciosa fantasía culta con un libro maldito que juega la peor pasada posible a un investigador. Uno de los mejores cuentos españoles de fantasía de la pasada década.

Y anticipo de la victoria del propio Boix, en la edición del año siguiente, con "El ayudante de Piranesi", otra fantasía culta llena de elementos terroríficos, protagonizada no ya por un libro maldito sino por una serie de grabados malditos atribuibles al genial Piranesi, y que no son sino una puerta hacia una dimensión de horror y dolor, una historia cercana a la crueldad de un Clive Barker y al regusto por la erudición de un Pérez-Reverte. La ausencia de Boix, que no pudo trasladarse al evento desde Sabadell, hizo que Miquel Barceló, a la sazón maestro de ceremonias, sacase a Gala, nuestra contertulia favorita, le plantase los dos besos de rigor y le entregase la estatuilla. Manuel Díez Román, coeditor de Ad Astra junto con Armando, logró plaza de finalista con el extremadamente cyberpunk "Río de acero ardiente" (Bucanero nº 4), Dani Mares repitió finalista (y comenzó a fraguar su reputación de "subcampeón eterno" del premio) con "Un conflicto editorial" (Ad Astra nº 8), que seguía el molde de ciencia-ficción humorística, ocurrente y amable del relato del año anterior, y Carlos Fernández Castrosín, con "Imperio" (Ad Astra segunda época nº 3) y "L.Q.S.A.C.S.N.E." (también inédito, pero reaprovechado como principio de su novela Los subterráneos, Espiral CF nº 17), agrandaba la leyenda de la "maldición del Rido", consistente en que nunca jamás ha ganado el premio ningún autor que tuviese dos cuentos finalistas en la misma edición. Las desgracias se completó con otra baja en los jurados, esta vez debida a problemas de salud.

El Pablo Rido estaba completamente consolidado y ya podía ser considerado el mejor certamen español de relatos fantásticos, sin discusión posible, pero todavía debía crecer más. Aunque de eso os hablaré en la próxima entrega de este Mentidero 5. Todavía hay mucho que contar. Hasta entonces, sed buenos, procurad leer todo lo que podáis y, ahora que el verano deja tiempecillo libre, tratad de rescatar alguno de los relatos de los que he hablado hoy. Son apuestas seguras de calidad.


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