Como siempre ocurre con las obras maestras de la literatura contemporánea, su fulgor áureo se difumina en la bruma asilvestrada de la mediocridad general, caótica, pestífera. Obras singulares, fundamentales para comprender el curso de la literatura occidental, como las pertenecientes a la Historia del Futuro, de ese distinguido prosista y fino estilista que es Robert A. Heinlein, pontífice del casi fenecido buen hacer artesanal de los grandes forjadores de lengua de nuestro siglo, quedan eclipsadas por la presencia de miríadas de librejos metabolizados por un sistema editorial corrupto que busca la satisfacción del vulgo, eludiendo el sano buen gusto de las elites culturales, cuya labor ha sacralizado merecidamente ese inmenso fresco sociológico (al estilo de Pohl en su Los años de la ciudad, tal vez con cierto toque del Brunner de El rebaño ciego) que las generaciones venideras adorarán como palimpsesto fundacional de un modo más elevado, más puro, más vigoroso y viril de entender el hecho literario, llamado Campo de batalla: la Tierra.
Citando a Varley (Great Fiction Stories and Others, 1996, Silver Muller Berg Books), Campo de batalla... encierra en sus magníficas y prolijas páginas una evidente metalepsis, una exhortación sutil, pero firme, a encontrar el propio camino hacia la verdad y la armonía entre los seres humanos, evidenciada en la actitud del bien nombrado Johnny Goodboy (nótese el hábil juego de palabras de Hubbard, que nos divierte y lanza a la vez un mensaje de alerta a las conciencias adocenadas). Goodboy es un "ser arrojado al mundo", según la feliz invención existencialista, un "ser de lejanías", un embrión infradesarrollado que se enfrenta a la podredumbre de lo que le rodea con la actitud inocente y unívoca de un lactante, pero también con su primigenia bondad, verdadera gema en bruto que la experiencia ha de tallar. El drama de Goodboy frente a la naturaleza hostil de la realidad es el de Bovary contra la sociedad que no la deja ser, en sentido ontológico; es también la tragedia de un Solszenitsin, al describirnos los horrores primigenios de las celdas de los Psychlos, como si de gulags soviéticos se tratara. El drama de Goodboy, quiero decir, deja atrás la mera anécdota, la peripecia insulsa de tantas y tantas novelas de género superficiales y prescindibles (desde Hacedor de estrellas hasta El mundo sumergido) para adentrarse en el terreno comprometido de lo categorial, de lo generalizado. Porque, ¿qué mejor que presentar a los villanos Psychlos, llegados de planetas que están a años luz de distancia, como codiciosos acaparadores de oro? Hubbard juega con el lector y parece darle una dosis de maniqueísmo al uso sin matices, cuando en realidad hace la crítica definitiva del sistema capitalista, abogando por una lírica y magna hermandad universal de la raza contra el invasor diferente, que es, además, el sucio explotador del débil. ¿Qué mejor sátira de la vida contemporánea que la avidez de esos monstruos por el dorado metal? ¿Dónde hallar un análisis social de filo tan cortante, dónde encontrar una profundidad socio-psicológica del mismo nivel que en el drama tolstoiano, de magnitudes verdaderamente épicas, que es Campo de batalla...? Tal vez, sólo tal vez, en el aliento ético de las declaraciones de un Zola a favor del exilado social, tal vez en los visionarios y espesos sueños de un Huxley, o en los cuentos no tan absurdos de un Boris Vian, o en las denuncias de la incomunicación absoluta de un Saramago. Es por esto por lo que resulta incomprensible que piaras enteras de aficionados a la más baja literatura emparenten a este impresionante constructo con las veleidades infantiloides de George Lucas, cuando lo cierto es que los referentes de Hubbard, profundo estudioso de las verdades más ocultas de la naturaleza humana (véase su reflexión en Dianética, el único libro de la historia de la Humanidad que consigue la síntesis entre la racionalidad y el espíritu mediante una sana alusión al voluntarismo de corte orteguiano), son las novelas claves de este siglo, desde Manhattan Transfer -la precisa mezcla de ambientes, el delicioso perfil de personajes, sobre todo de los multidimensionales y complejos catacteres Psychlos, la estructura intrincada, alambicada, de la narración- hasta Cien años de soledad -el vago tono mágicorrealista de sus escenarios, las situaciones emotivas y crueles al mismo tiempo-. El triunfo de Hubbard es disfrazar la epopeya ética, el tránsito del mono/primate al hombre consciente que ansía librarse de las cadenas físicas (metáfora clara de la libertad de conciencia y acto), de space opera casposo, lo que ha sido un obstáculo para que su obra sea reconocida como lo que es: el mejor libro de cf de todos los tiempos.
Campo de batalla..., en definitiva, hunde sus raíces en el poso fecundo de la narrativa universal, bebe del néctar sabroso del tiempo, se deleita con la ambrosía de los clásicos y fagocita sus preclaras enseñanzas. Y, en el trayecto, se convierte en una obra maestra, fundamental para comprender el devenir de los futuros siglos, cuando las advertencias contra la maldad se hagan más necesarias que nunca. Hubbard, para siempre, está ya en el altar de los grandes de las letras. Bienvenido sea.
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