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Cien años de soledad Lecturas nostálgicas
2001: una odisea sentimental

Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Col. Novelistas del día
Plaza & Janés, 1975


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La sección 2001: una odisea sentimental aúna una fecha que para los aficionados a la ciencia-ficción alberga un significado especial (emotivo, sentimental, sí), y la voluntad de referir aquéllas lecturas que supusieron para los distintos colaboradores un viaje sin retorno, una ruptura, un hito en nuestra educación y condición de lectores. De esta manera Bibliópolis ha ofrecido mes a mes una serie de libros desde una óptica acusadamente personal. A enero le correspondió Las ninfas, a febrero Papillón... así hasta llegar a completar los meses de este emblemático 2001, y estableciendo como único requisito para el comentarista que en la selección se reconociese esa huella indeleble y vital. Lo cual no deja de tener su gracia: todas las obras escogidas datan del siglo recién concluido; hemos realizado el pertinente repaso de forma fortuita, al admitir por nuestros gustos que somos hijos del siglo XX.

Cuando se aproximan las fechas de celebraciones navideñas y los brindis que dejen paso al 2002, cierra esta sección de Bibliópolis una novela que alude a la centuria en su título: Cien años de soledad.

La novela de Gabriel García Márquez, no lo recuerdo con claridad, debió caer en mis manos hacia 1982 o 1983, cursando el BUP (tomo como referencia el infame intento de golpe de Estado de 1981, que me pilló en octavo de Básica; esto no hay quien lo olvide). Por entonces corrían de pupitre en pupitre los libros de Luis Martín Vigil, cuyas portadas (nunca osé traspasarlas) prometían encuentros de amor adolescente. Había otro libro, Cien años de soledad, que gozaba de cierta popularidad; algo de picante debía tener. Y vaya que sí: visitas furtivas en plena noche en la que había que encontrar el camastro a tientas, abrazos sellados con almíbar... Pero lo que realmente me impresionó de esta novela fue el estilo. Gracias a ella comprendí una de las verdades de Perogrullo: la íntima interconexión que existe entre lo narrado y la forma de hacerlo, y cómo sólo mediante el pulido de esta última se puede llegar a transmitir una historia con toda su fuerza. Lejos de aquellas novelas narradas "en tiempo real", una especie de compendio de diálogos embutidos entre perezosas descripciones, en Cien años de soledad se aborda una novela-río, una historia intergeneracional, y el narrador se detiene en aquellos pasajes que lo merecen, y exhibe una intención hacia los personajes, y los dota de calidez humana, en una villa, Macondo, que se diría el espejo de toda una nación. No obstante, aparte de que se pueda decir que el estilo no resulta ostentoso, lo que prevalece de Cien años de soledad es una aureola de cuento, de historia narrada por alguien que la ha vivido de primera mano y se decide a contarla al final del día, embelleciendo un pasaje aquí y exagerando otro allá, hasta adquirir casi tintes legendarios.

Fue también esta novela la primera en la que tope con el tan comentado realismo mágico, esa admisión del lado esperpéntico de la vida con una naturalidad a prueba de clichés. La herencia hispánica del esperpento se hacía evidente en unas latitudes en las que el surrealismo está al orden del día: una niña vaga con los huesos de su progenitora en una bolsa, un galeón aparece varado en la selva, una fiebre de insomnio aqueja a Macondo, a resultas de la cual sus habitantes olvidan los nombres de los objetos y deciden colocar carteles (silla, mesa, pared, cacerola y hasta un "Dios existe") a fin de no quedar desmemoriados por completo, como almas en pena.

Al igual que para otros muchos lectores españoles, el autor de Cien años de soledad y de El amor en los tiempos del cólera fue para mí una puerta por donde se coló un elenco de escritores americanos (Rulfo, Cortázar, Borges, Carpentier), quizá de una forma injusta por unificar a Hispanoamérica como una sola región cultural pero beneficiándose a la postre de la aportación transatlántica. Porque ante todo Cien años de soledad, a través de un dominio del lenguaje sobrenatural, diferente, inalcanzable para un español, me enseñó otra de las verdades de Perogrullo: la constatación de que la riqueza de la lengua castellana pasaba por Hispanoamérica, en todas sus variantes regionales y nacionales, y prácticamente la asunción de que en ella descansa su principal promesa de futuro.

La distancia no es olvido.

Pablo Herranz


Archivo de 2001: una odisea sentimental
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