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Alberto García-TeresaCf sociopolítica
Mundo Espejo
Alberto García-Teresa

Una distopía española:
La Gran Necrópolis

Juan Ignacio Ferreras
Colección Delirio, Ciencia ficción nº 9

La biblioteca del laberinto, 2006

Pocos estudios de Teoría de la literatura de la ciencia-ficción -de entre los pocos que versan sobre esta materia- poseen una potencia de ideas tan sugestiva y personal como La novela de ciencia-ficción. Su autor, Juan Ignacio Ferreras, por otra parte, se ha convertido en uno de los más prestigiosos estudiosos de Historia de la Literatura Española. Feroz crítico, además, afortunadamente, sigue interesado en el género. Y sigue interesado en insistir en su vertiente rupturista y romántica, lo que él considera exclusivamente "ciencia-ficción", que es también la línea que más atrae a quien firma esto, proponiendo textos como la presente novela.

Leí hace un par de años en una entrevista que Ferreras, sin embargo, estaba desencantado con el género. Decía que, como movimiento romántico, está destinado a la revolución o al suicidio. La revolución no ha llegado, por tanto...

A pesar de ello, Ferreras no se resigna y nos ofrece una distopía con un avance a nivel de disposición del discurso (aunque, a mi juicio, fallido) pero excesivamente ortodoxa a nivel conceptual.

Si hace tiempo hablábamos aquí de cómo Jennifer Gobierno, de Max Barry, actualizaba la tradición de la distopía, basándose en la profundización en los modelos neoliberales y la sociedad de mercado, Ferreras vuelve a las fuentes canónicas del subgénero.

El escritor, como así ha reconocido, pretende que su novela sea una advertencia sobre el devenir actual de la sociedad, aunque no resulta muy optimista al respecto. De este modo, desarrolla un mundo donde se exageran las tendencias sociológicas, políticas y económicas actuales, por lo que nos encontramos con un mundo cercano al contemporáneo.

Ferreras no construye una trama lineal, con un personaje perfectamente integrado en el sistema que se desengaña y demás, sino que ofrece una panorámica de la sociedad, casi con una intención de reportaje (se ven, en ese punto, algunas líneas de unión con la práctica documental de Todos sobre Zanzíbar, de John Brunner, aunque esta obra maestra, evidentemente, es superior al presente libro), yuxtaponiendo episodios y con unos mínimos personajes poco desarrollados que sirven de conductores en la trama conspiratoria, aunque sin determinar el relato. De este modo, el narrador mantiene distancia con lo narrado. Así, ese escaso apego a personajes concretos contribuye también a crear cierta atmósfera de fábula, de Historia, de sucesión de acontecimientos, pero no relatados, sino simplemente contados. Los hechos no se desarrollan en la novela, sino que se enuncian, lo que resulta claramente anticlimático a la postre.

La Gran Necrópolis presenta una sociedad fuertemente jerarquizada, que resulta en la práctica dictatorial aunque aún mantiene una fachada de libre medra social (pura ilusión, pues sólo los más ricos pueden optar a los puestos más altos y más caros de la Administración, ya que son subastados). En el relato, El Gran Administrador es la réplica del Gran Hermano orwelliano. Como ya pasara asimismo en 1984, la anulación y reescritura continua de la Historia es uno de los pilares para la cohesión social frente a los bandazos ideológicos del Poder debido a la persecución sin escrúpulos de sus intereses. Otros elementos propios de los clásicos del subgénero presentes son las enormes televisiones murales envolventes o la política consciente de evitar la lectura de libros de Farenheit 451.

Sin embargo, esa excesiva influencia provoca que el libro sea totalmente previsible, puesto que se amolda a los patrones ya establecidos casi con perfecta exactitud.

A pesar de ello, Ferreras plasma una aportación particular, que es en verdad el gran acierto de La Gran Necrópolis. Se trata de la solución que plantea para la sobreproducción actual y para mantener la escalada consumista: se deben adquirir objetos de consumo para ofrecérselos a los muertos, regulado todo ello por ley. De esta manera, el culto a los muertos, que alcanza el cariz de religión de Estado, cobra una perspectiva alienante muy sugestiva: "dice que existe una inversión, eso es lo que dice, una inversión: que las malditas sombras han robado la vida a los que estamos vivos, y que los que estamos vivos tenemos que vivir como muertos".

Otro aporte destacable es la filosofía del "inmovilismo", la corriente ideológica dominante, que muestra muy expresivamente las bases del pensamiento conservador. Su horizonte es el principio "que todo cambie para que todo siga igual", y de este modo plasma también la amargura y el desengaño revolucionario de otras distopías.

Y, finalmente, una idea innovadora más es que la vida se determina por la capacidad de trabajo. Una persona que no puede ya trabajar a pleno rendimiento es eliminada (de manera indolora y aséptica, pero asesinada), lo que resulta verdaderamente aterrador, pero que es aceptado con sumisión en la novela.

En ese sentido, el trasfondo de su sociedad es la pérdida de libertades en aras de protección y seguridad y la garantía del sistema de producción y (sobre)consumo. Sin embargo, se crean algunas incongruencias en su mundo que se convierten en lastres de relevancia cuando se mantiene un apego demasiado determinante con los grandes títulos del subgénero, tan coherentes y cohesionados. Por ejemplo, no logra transmitir cómo la población es capaz de soportar un sistema tan opresivo y caprichoso, con una represión tan brutal (como se recoge en principio), y, a pesar de ello, ésta no entra en funcionamiento contra el movimiento subversivo hasta que es muy tarde.

Además, se presta demasiada atención al avance de la revolución, a vaticinar el conflicto, a adelantar una tensión que el relato no transmite. Igualmente, la atención prestada a la revuelta está descompensada con el retrato de la sociedad y con los resultados narrativos que obtiene el autor de ella.

Por otra parte, es reseñable que el autor introduce algunos elementos simbólicos sugestivos, como la descripción física de El Gran Administrador. Éste es, para unos, una "persona alta, fornida, de ojos azules, pelo rizado y una ligera cojera del pie izquierdo", y, para otros, "un ser asexuado pero un tanto peludo, ni muy alto ni muy bajo, de ojos azules pero miope, y sin cojera de ninguna especie, aunque sí afectado de parálisis en la mano izquierda".

Por todo ello, el libro deja la sensación de que se trata de una obra sin desarrollar, con muchas ideas plasmadas pero en cuya realización no se pasa de un esbozo. Sin embargo, esto ha sido realizado con plena consciencia: ésa ha sido la intención del autor. Según nos comentó el propio Ferreras en una tertulia para la revista Hélice, su idea de novela, y que plasmó en este volumen, escrito hace ya treinta años, es que sugiera más que cuente. Personalmente, entiendo que ese principio sirve para la poesía y para el relato, pero no precisamente para una novela, donde es el desarrollo, el recorrido, lo relevante y singular. En cualquier caso, el resultado de La Gran Necrópolis en ese sentido es que la historia se resiente por falta de empatía; que se produce una distensión por la ausencia de sentido dramático de la narración y la falta de transmisión de las sensaciones de los hechos contados.

No deja de ser un mérito, a pesar de todo, contribuir a la distopía con un relato español, aunque presente un excesivo mimetismo con sus clásicos. Sigue siendo realmente preocupante (por cuanto de conformidad con los modelos sociales imperantes implica) lo poco cultivado que ha sido y es este subgénero en nuestra narrativa [1]. Y es precisamente por ese mismo motivo por el que debemos ser exigentes también desde un plano artístico, y demandar a los autores que se adentren en estas aguas de la cf crítica calidad literaria e indagación sociológica. La complacencia sólo sirve para una adormidera relajación. Y tenemos herramientas y artesanos capaces y suficientes para también aportar en este terreno.


Notas:

[1] En ese punto, la otra distopía española actual en muchos años, Cazadores de luz, de Martín Casariego, finalista del premio Nadal 2005, resulta mucho más satisfactoria, porque aporta conceptualmente a esa tradición, no sólo se incorpora a ella, y asume riesgos literarios, como no tratar de empatizar con el lector mediante un protagonista frío e hipócrita.

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