La
distopía, la plasmación de un futuro aparentemente dichoso pero que encierra
un sistema opresivo e injusto en su interior, construido a base de proyectar
tendencias políticas y métodos socioeconómicos contemporáneos analizando sus
últimas consecuencias, ha sido una de las mayores (si no la mayor) aportaciones
de la narrativa de ciencia-ficción a la literatura. No en vano, gran número de
lectores y de críticos no consideran a 1984 o Un mundo feliz como
novelas de género, sino que las integran en el canon sin ningún tipo de
singularidades ni complejos.
Concisamente, podemos decir que la distopía nació como
una respuesta negadora de las narraciones utópicas de finales del XIX y
comienzos del XX, en un momento en el que la Primera y Segunda Guerra Mundial y
la convulsión social y política de la época demostraban que los sistemas
perfectos distaban mucho de poder ser reales, y que escondían tras de sí un
sometimiento y una anulación mayor que la que trataban de evitar. La gran Nosotros,
de Yevgueni Zamiatin (1921-1924), es la obra seminal del subgénero, en tanto que
contiene todas sus claves e inaugura un sendero antes explorado de manera
parcial.
Con el paso de los años y de los libros, la distopía
adquirió consistencia propia y pudo despegarse de un modo muy hermético de
negación y de una estructura bastante rígida. Además de una mayor preocupación
por el desarrollo de la trama de ficción y una evolución en esa encorsetadora
estructura (retrato ingenuo, desengaño, retrato crítico), se focalizaron
aspectos concretos de los mundos retratados o se introdujeron otros temas de la
ciencia-ficción de manera integrada.
Jennifer Gobierno, de Max Barry, posee varias de las
características más intrínsecas de la distopía: un supuesto "mundo
feliz" excluyente y anulador proyectado, un personaje perfectamente
integrado en el sistema que se desengaña, es capaz de desentrañar la red ideológica
y política que lo sustenta, pone sus mecanismos de manifiesto al lector y,
finalmente, se rebela contra él. Sin embargo, su gran acierto en el terreno de
la distopía es que recoge la herencia del subgénero y, al mismo tiempo,
incluye las conclusiones sobre los cambios socioeconómicos y políticos
producidos en nuestro mundo en las últimas décadas. Así, la crítica al
capitalismo de Max Barry es mucho más incisiva y compleja que la plasmada con
anterioridad, del tal manera que podemos afirmar que Jennifer Gobierno
supone la evolución y la actualización de la distopía en el mundo del
Pensamiento Único y del neoliberalismo desenfrenado.
A nivel ideológico, cabe destacar la sopesada proyección
de los métodos de la economía liberal. En el universo de esta obra, el
gobierno ha desaparecido -mejor dicho, se ha "privatizado"- y todo se
rige por el libre mercado (y se permite que "la gente haga lo que quiera"...
si tiene dinero para ello, claro). La vinculación con la empresa, la anulación
del individuo por ella es tan fuerte que las personas adoptan el apellido de la
corporación para la cual trabajan, como John Nike, James ExxonMobile, Hayley
McDonald’s o la misma Jennifer Gobierno; un hecho mucho más verosímil a día
de hoy que la reducción a números que planteaba Nosotros. El entorno
laboral está caracterizado por la subcontratación, la competitividad, las
jerarquías y la presión y el estrés. También, los colegios son propiedad de
empresas de otros sectores no educativos (como McDonald’s o Pepsi, por
ejemplo), por lo que su programa está totalmente condicionado por éstas, y
orientado, claro, hacia el consumo de sus productos y su particular perspectiva
de la Historia (y de sus rivales económicos).
Se da un culto extremo al dinero, pues no en vano éste
determina completa y radicalmente la vida de las personas y la compra compulsiva
es habitual como fin en sí misma, como recompensa, forma de ocio o evasión de
problemas. Todo depende de la cantidad de dinero que tengas o por cuánto seas
capaz de endeudarte. Así, no existe nada gratuito, ni siquiera en términos de
asistencia social, pensiones o educación; hay una privatización total de los
sistemas sanitarios (lo primero que se pregunta al solicitar una ambulancia es
el número de tarjeta y si puede costearse el servicio). La Policía igualmente
es una empresa privada, y ofrece sin pudor sus servicios no sólo para detener
delincuentes, sino también para llevar a cabo asesinatos. Sus funciones también
son asumidas (previo pago, evidentemente) por la Asociación Nacional del Rifle,
que nos manifiesta -y alerta sobre- la privatización de lo militar.
Precisamente, todos estos aspectos son los que permiten
volver a ubicar la distopía en el presente, prosiguiendo perfectamente el
camino ya trazado por el subgénero. De hecho, Mercaderes del espacio es
el antecedente y referente explícito de esta obra, y al libro de F. Pohl y C.M.
Kornbluth se le achaca, en el propio texto, que se queda, digamos, demasiado
corto en sus previsiones: "Todas esas viejas novelas de ciencia-ficción
eran iguales: auguraban que el futuro estaría dominado por algún Gobierno cabrón
y opresor. A lo mejor eso era creíble en 1950, cuando parecía que el mundo podía
acabar siendo comunista. Pero hoy eso no se lo creía nadie. En Mercaderes
del espacio dominaban el mundo dos empresas de publicidad, y eso estaba más
cerca de la verdad actual. Pero aún así, había muchas normas que tenían que
cumplir las empresas. Si esos tíos controlan todo el dinero, se preguntaba John,
¿quién les iba a impedir hacer todo lo que quisieran?".
Con todo, la crítica más directa se hace contra los
sistemas de marketing; un mundo en el que Max Barry se hallaba involucrado antes
de dedicarse a la escritura. En un mundo asfixiado por los estímulos
comerciales y consumistas, implacable en su práctica de vender una marca como
un estilo de vida, las técnicas de seducción comercial deben llevarse al límite.
Así, en la novela, una empresa de calzado deportivo llega al extremo de "negarse
a vender el producto. Los consumidores se vuelven completamente locos" y, a
continuación, provocar asesinatos entre media docena de compradores para
aumentar el ansia de posesión: "la gente perderá el culo por nuestros
productos", explica alegremente un directivo.
La falta de escrúpulos y de ética de las multinacionales
y sus empleados ("lo que hay que plantearse es cuánto cuesta") sólo
es una pieza más en el engranaje del universo liberal de Jennifer Gobierno.
Sin embargo, sin alcanzar esas hipérboles, asusta verdaderamente descubrir en
nuestro entorno diario indicios que apuntan tendencias que el escritor plasma
consolidadas en su relato.
Por otro lado, la violencia juega un importante papel en la
novela, no sólo como un vehículo para sostener la trama. La agresividad de las
técnicas neoliberales de marketing lleva a la violencia física, incluida la
militarización (punto álgido de la crítica de Barry), pero el autor también
se encarga de neutralizar la posible solución o respuesta que puede dar el
terrorismo. El escritor, por tanto, se encarga de valorar negativamente ambos
extremos; ambos degeneran en violencia y arruinan a los individuos que los
utilizan.
Querría también destacar el par de páginas que utiliza
el autor para explicarnos las bases de ese mundo, en boca de una niña pequeña
que realiza una exposición en clase. Ella también pone de manifiesto, mediante
extravagantes conclusiones no exentas de lógica infantil (que bien pueden darse
en adultos), los defectos de un sistema en el que aún persiste el Estado o las
ideas igualitarias. La extrema ingenuidad de los planteamientos, su inocencia y
convicción, envueltos en el pavor de contemplar un adoctrinamiento tal,
constituyen un episodio verdaderamente álgido y memorable, tremendamente simbólico.
En cuanto al desarrollo de la novela, el narrador hace un
uso continuo de la fragmentación del relato en breves secuencias, sostenidas
por abundantes diálogos y conducidas por una trama de suspense y novela negra;
una técnica cinematográfica y de best seller que facilita mantener la
atención del lector viva en todo momento. Barry despliega varios personajes
que, más que cumplir una función simbólica (representando distintos estratos
y tipos sociales), son empleados para vertebrar el argumento del libro, basándose
en la tensión generada por el conflicto entre personas autoritarias y personas
sumisas. Así, el autor sitúa a los personajes (con algunas figuras complejas, como
los protagonistas, y con un elenco de secundarios no excesivamente planos) no
por su capacidad enunciativa, no por mostrar aspectos de su mundo ficcional,
sino por su capacidad narrativa. En ese sentido, la novela resulta poco
exigente, aunque contrasta con la profundidad sociológica que adquiere en
numerosos pasajes, su correcto dibujo de personajes y una excesiva contención
en el uso de descripciones de hechos simbólicos. Además, el ritmo, ágil,
trepidante en muchas ocasiones, encaja con la agresiva sociedad representada
(laboral y publicitariamente), por lo que se produce una ajustada
correspondencia con el discurso.
Pero esto es importante también desde otra perspectiva.
Demuestra que el escritor no ha querido escribir una novela de denuncia
solamente, sino que ha buscado, además, crear una novela ágil y atractiva
para el lector medio: emplea, por tanto, prácticas de ciertos sectores de la
izquierda al apropiarse de los métodos que denuncia -la sociedad de consumo y,
en concreto, la comercialidad- para hacer llegar mejor su crítica.
El resultado de todo esto es, como hemos afirmado, una
importante actualización de la distopía; un subgénero que parece recuperar
ligeramente su atractivo para los creadores, a juzgar por las
recientes Oryx y Crake, de Margaret Atwood, Globalia, de Jean-Christophe
Rufin o La gran necrópolis, de Juan Ignacio Ferreras, de las que nos
ocuparemos próximamente. La ciencia-ficción necesita no perder su singular
condición y particularidad crítica, y este subgénero es una de sus
herramientas más útiles en ese sentido.
Archivo de Mundo Espejo
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