Corría
el año 1983 y los fanticionados americanos dejaban atrás una de sus épocas
más penosas: la terrible década de los setenta en la que fueron muriendo
lentamente las pocas revistas profesionales que existían y la colecciones
especializadas en el género cerraron sus puertas una tras otra. Por el
horizonte asomaban signos de recuperación, mientras la veterana Astounding
Fantascience continuaba contra viento y marea sacando a la calle -casi
siempre con puntualidad- sus seis números al año y Nightfall, la única
colección de libros de fantaciencia que aún seguía en activo parecía ir recuperándose
lentamente.
Era
primavera, si no recuerdo mal y, aprovechando que estaba en Nueva York decidí
visitar a Campbell. A la hora que era, sabía que lo encontraría en su
apartamento, seguramente preparando el siguiente número de Astounding o
enzarzado en alguna discusión con otros aficionados al género.
No
me equivocaba. Con Campbell estaban Isaac Asimov (quien por aquella época ya
había alcanzado un considerable renombre con sus novelas policiacas y sus
ensayos científicos, pero insistía, pese a todo, en volver ocasionalmente al
género con el que había comenzado como escritor) y Orson Scott Card, recién
llegado de su Utah natal y muy satisfecho con la aureola de joven promesa que
había ido creciendo a su alrededor en los últimos años. El pobre ignoraba
todavía que, en este paupérrimo mundo de la fantaciencia, pasas de joven
promesa a pesado carroza en menos que canta un gallo. Lo comprendería poco
después, en realidad, y no tardaría en dedicar todos sus esfuerzos a la
literatura doctrinal disfrazada de novela histórica.
Card
tenía en las manos una de las últimas novedades de Nightfall, una recopilación
de los Premios Ignotus de 1980 a 1982, y parecía usar el libro como prueba en
sus argumentaciones:
-No
son tan buenos -estaba diciendo cuando entré en el despacho de Campbell, tan
caótico y atestado como lo recordaba-. Echadle un vistazo. He leído cosas de
autores americanos que no tienen nada que envidiar a esto.
Hablaba
con tranquilidad, en un tono suave y reposado que, sin embargo, no conseguía ocultar
del todo su tendencia a pontificar. Lo cierto es que Card no me caía demasiado
bien: le había visto en un par de convenciones del género y desde el primer
momento me había inspirado una cierta desconfianza. Aparentemente no era más
que un joven corpulento, tranquilo y amable, pero por debajo de aquello había
una especie de arrogancia, de sentido de superioridad moral que a menudo me
irritaba.
-De
acuerdo -le respondió Asimov después de saludarme con la cabeza-. No son tan
buenos, y estoy seguro además de que la edición americana de la antología
habría mejorado mucho si me hubieran dejado prologarla, pero se las han apañado
para que el resto del mundo crea que sí.
-Ajá
-dijo Campbell-. ¿Y por qué? Ése es el meollo de la cuestión. ¿Qué fue lo que
ellos hicieron y nosotros no?
Nadie
se tomó la molestia de ponerme en antecedentes sobre la conversación. Las cosas
en casa de Campbell eran siempre así. Uno entraba, su mujer te hacía pasar a su
despacho y te unías al asunto tal y como lo encontrabas, sobre la marcha y en
caliente.
-Son
un país pequeño. Políticamente no pintan nada en el mundo: demonios, fueron tan
idiotas que se metieron en la Segunda Guerra Mundial recién salidos de una
guerra civil. Y sin embargo tienen media docena de revistas, publican centenares
de libros al año y se atreven a calificar a sus Convenciones de Mundiales. ¿Por
qué?
-Suerte
-respondió Card-. Estaban en el lugar adecuado en el momento oportuno.
Asimov
se encogió de hombros. El tema no parecía interesarle demasiado, pero en
realidad no me engañaba. Unos años atrás me había confiado que hacía tiempo que
había abandonado toda pretensión de vivir de la fantaciencia. La novela
policiaca, la divulgación científica y su carrera como conferenciante eran más
que suficientes como para asegurarle unos ingresos holgados: y le divertían
casi tanto como escribir fantaciencia. El quid del asunto era esa palabra:
casi. Así que supongo que por eso no había dejado del todo el género y seguía
yendo a los congresos. Bueno o malo aquel era su mundo, su familia, el lugar
donde le gustaba colgar su sombrero.
-Harlan
tiene una teoría al respecto -dijo, tras pensarlo unos segundos-. Pero, ya
sabéis, Harlan tiene teorías sobre casi todo.
Asentí
con la cabeza. Las sobremesas en las cenas de los congresos, con Ellison
detallándonos sus paranoias conspiratorias, solían ser uno de los clímax de
cualquier USAcon que se preciara. Pequeño, menudo y fibroso, con una energía
que su cuerpo parecía incapaz de contener, se las apañaba para imaginarse las
tramas más descabelladas y volverlas plausibles.
-¿Y
cuál es? -dijo Card, volviéndose a Asimov mientras Campbell encendía uno de sus
apestosos cigarros.
-Muy
simple, en realidad. Apenas resulta digna de Harlan -dudó unos instantes-.
Hmmm. Podría escribir una quintilla jocosa sobre el tema: There was a little
boy, / Harlan was his name, / who used his tongue as a toy... Bueno, mejor
lo dejamos. El caso es que Harlan ha situado el nacimiento de la fantaciencia
moderna en dos momentos clave. Y ha llegado a la conclusión de que, si uno no
hubiera tenido lugar y el otro hubiera sucedido en nuestro país ahora seríamos
la nación dominante en el género. Tiene sentido, en realidad, ya sabéis que la
fantaciencia nació en Inglaterra: Swift, Mary Shelley, Wells... Su idioma
natural fue, al principio, el inglés. Verne no era más que un periodista mal
informado que ni siquiera sabía engarzar los datos científicos de una forma
coherente. Además, carecía del componente de especulación social indispensable
para...
-Al
grano, Ikey -masculló Campbell mientras mordisqueaba su cigarro-. Ya nos
soltarás la conferencia otro día.
Asimov
arrugó el ceño ante el apodo, pero no dijo nada. Respetaba demasiado a Campbell
(al fin y al cabo había sido su primer editor) para llevarle la contraria en
público.
-El
primer momento es la publicación de Cuentos de vacaciones de Santiago
Ramón y Cajal. Eso marcó el nacimiento de la narrativa breve de fantaciencia, y
encima la volvió un tema respetable de cara a la crítica literaria. Al fin y al
cabo, Ramón y Cajal fue Premio Nobel.
-Y
el segundo supongo que fue la llegada de Gernsback a España poco antes de la
Guerra Civil -dijo Card.
Asimov
asintió y esbozó una sonrisa en dirección a Card.
-Exacto.
Lo que muy poca gente sabe es que Ramón y Cajal estuvo a punto de no publicar
sus cuentos. Creo que se avergonzaba de ellos y que originalmente los publicó
en una edición privada que hizo circular solo entre sus amigos. Fue uno de
ellos el que se empeñó en buscarle un editor. Ahora imaginaos que eso no
hubiera ocurrido: no habría habido otros escritores que tocasen el género
intentando emular a Ramón y Cajal. España no contaría con una tradición
fantacientífica y cuando empezaran a aparecer las novelas de a duro no se las
consideraría como hermanas menores de un género respetable, sino como basura
para semianalfabetos.
-Hmmm
-masculló Campbell-. Vale. España no sería quien llevase la voz cantante en
fantaciencia. Puede que incluso ni siquiera fuese tenida en cuenta en ese
aspecto. Pero entonces sería cualquier otro país, o ninguno. No necesariamente
el nuestro.
-Ahí
es donde entra el segundo momento. Gernsback estuvo a punto de emigrar a los
Estados Unidos.
-Venga
ya.
-Está
documentado, John. O eso dice Harlan. De hecho afirma que es incomprensible que
haya ido a España.
-¿Incomprensible?
-dijo Campbell-. Su mujer era española, ¿no?
-Ahí
está precisamente la gracia del asunto. La forma en que la conoció fue un
cúmulo de casualidades tan grande que Harlan dice que estuvo a punto de hacerse
creyente al descubrirlo: solo Dios puede manipular las posibilidades con tanta
arrogancia.
Card
permaneció impasible ante el comentario, pero había en su cuerpo cierta rigidez
que me indicó que el comentario no le había resultado gracioso.
-Así que imaginaos. Gernsback no conoce a su mujer, no se casa y se va a España con
ella y no funda los Cuadernos de fantaciencia. En su lugar emigra a
Estados Unidos y crea aquí una revista. Además, Harlan dice que es más que
probable, teniendo en cuenta la época, que no fuera una revista literaria con
pretensiones de respetabilidad, sino más bien un pulp, como los
policiacos o los western que estaban de moda en los años treinta. Así
que la fantaciencia (ahora que lo pienso, ni siquiera se llamaría así) habría
evolucionado aquí y de un modo muy distinto a como lo hizo en el mundo real.
-Sonrió, supongo que recordando el rostro de Ellison mientras le había contado
la historia-. Según Harlan todos seríamos escritores famosos y millonarios, organizaríamos
los congresos mundiales del género y entregaríamos los Premios Gernsback, que
otros países, entre ellos España, traducirían y publicarían en sus respectivos
idiomas; y que yo prologaría, por supuesto. De hecho, Harlan dice que hoy la
serie televisiva de culto no será La Saga de los Aznar, sino Caravana
hacia las estrellas.
-¿Qué
es eso? -preguntó Card.
-No
es raro que no lo conozcas. Fue un proyecto de Roddenberry, el de El asfalto
de los Ángeles, en los años sesenta. Rodaron el piloto pero fue rechazado
por todas las cadenas televisivas. Creo que Nimoy era uno de los protagonistas.
-En
fin -dijo Campbell mientras apagaba el puro en un cenicero rebosante-. Soñar es
gratis, supongo.
-O
no -respondió Card-. Ahí hay material para un relato.
Una
chispa brilló en los ojos de Campbell.
-No.
Hay material para dos -dijo, dando un golpe sobre la mesa-. Está bien, esto es
lo que haremos. Vosotros dos escribiréis cada uno un cuento basado en esa idea.
Será estupendo, el viejo maestro y el joven prometedor juntos en las páginas de
Astounding. Ja. Va a ser un número cojonudo.
Sin
embargo, ese cuento nunca se escribió. Asimov apenas volvió a escribir
fantaciencia en los años que siguieron y Card enseguida se cansó de estar
condenado a ser para siempre la gran esperanza blanca del género.
A
veces, sin embargo, me pregunto qué habría pasado si hubieran escrito esos
cuentos.
(Traducción de Rodolfo Martínez)
Archivo de Mentidero 5
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