[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ editorial ] [ nosotros ]
Rafael MarínComic fantástico
Umbrales
Rafael Marín

50 cómics de fantasía (XXVIII)

Corto Maltés
de Hugo Pratt
(1967)

Fue quizá el último icono de la historieta más allá de antifaces o capas de colores: un héroe (o un antihéroe) donde se sumaban los sueños del adulto y las lecturas de la infancia, la mezcla absoluta y maravillosa de la literatura de aventuras de todos los tiempos, del cómic, del cine. Un marino anarquista que tuvo y tiene la suerte o la desdicha de estar en el lugar inoportuno en el momento inadecuado, para ser testigo de las anécdotas de la historia y de las miserias y los pies de barro de muchos de esos hombres que han configurado la historia. Su engarce con el siglo veinte es tan absoluto, su fusión con el paisaje es tan lograda, que se consigue que no parezca un héroe de ficción, sino real, una vuelta de tuerca al juego de mezclar lo vivido y lo deseado, y es abundante la bibliografía y la documentación que, a posteriori, nos demuestra no que pudo estar allí, sino que de hecho estuvo, y fue auténtico.

Corto Maltés

Corto Maltés, el marino sin barco que se presentó atado a una balsa a la deriva en La balada del mar salado, la novela río donde un veterano Hugo Pratt se dio por fin el capricho de contar lo que quería sobre el océano Pacífico, la Gran Guerra y el romanticismo decadente de una época que moría saqueando sin escrúpulos y con mucho amor escenas dispersas de películas de sesión continua y de novelas de aventuras y los trazos de pincel de maestros de la historieta como Milton Caniff o Frank Robbins. Con su físico inconfundible de guapo desencantado de la vida y su nombre ridículo de café de estraperlo, Corto Maltese (un nombre que personalmente prefiero a su versión castellana) se ganó en seguida un hueco en el corazón de los lectores de todo el mundo. Era y es un perdedor, un hombre de principios y a la vez un pirata, superviviente a duras penas en amores y también, casi siempre, fardo apartado en el camino de la búsqueda de tesoros frustrada y continua que es su vida.

A través de su personaje, Hugo Pratt hizo al principio una bella radiografía del siglo veinte y de los convencionalismos de la historia y la aventura, a los que en ocasiones dio la vuelta. Vagabundo y testigo más que actor de su propia odisea, Corto Maltés vive en el respeto a los demás porque en el fondo quisiera no meterse en líos, pero su alma de poeta revolucionario y, sin duda, el contacto con todos esos personajes reales a quienes su creador pone en un pedestal o, simplemente, baja a su sitio, tienen un peso inevitable en su formación como persona.

Hemos visto a Corto Maltés en los Mares del Sur, como el heredero nato que es de los relatos de Stevenson o Conrad. Y lo hemos visto también deambulando por la jungla amazónica, y siempre un poco más lejos lo recordamos en la guerra de las trincheras, en las brumas de Albión, que también se llama Inglaterra, y en los desiertos de África y las nieves de Siberia y los fumaderos de China y los patios de Venecia. Dicen que Pratt quiso que Corto se quedara ciego en la guerra civil española, y que muriera loco en Chile en los años sesenta, pero no llegó a contar el final de su personaje, que quedó como un mito de la eterna juventud que siempre permea sus historias.

El mejor Corto Maltés es ese Corto apegado a la realidad, el Corto que busca tesoros y pelea con su eterno enemigo/compañero Rasputín o conversa con Aristóteles Onassis o comparte una botella con Ernest Hemingway: el Corto Maltés que era un aventurero descargado de ideales, sálvese quien pueda de sí mismo, enamoradizo de adolescentes en flor, responsable de llevar a buen puerto las utopías ajenas para quedarse siempre en las manos con un nuevo sueño roto. Los encuentros con lo fantástico de esa primera y mejor época del personaje no descargan su validez como fábula política, llenando la aventura de la magia indispensable que dicen que existe más allá de la infancia.

Corto Maltés

Sin embargo, quizás influido por un personaje que le debe mucho, Indiana Jones, el marino de Malta pronto dejaría de ser un testigo de la historia para convertirse, ay, en un continuo buscador de tesoros fabulosos, contagiando de hermetismo y cabalismo sus historias. A medida que el personaje se zambulle en tarots extraños y su autor descuida el dibujo (pero volviendo a Corto cada vez más bello, más varonil, más icónico), toda la magia de la ensoñación por la aventura se pierde por culpa de esa aventura algo absurda de buscar solamente la ensoñación de la magia. O, dicho de otra manera: el papanatismo de volcar a la historieta una vocación hermética rompe por desgracia la baraja de lo que el personaje era. Tras la larga aventura siberiana, el Corto que amamos y conocimos, el Corto con quien nos hubiera gustado tomar una grappa o a quien nos habría encantado escuchar relatando historias se convierte ni más ni menos que en el conducto para narrar, o no narrar, aventuras cargadas de incomprensibles detalles místicos que ahogan, por zambullirse en la paranoia fantástica como si de verdad existieran todas esas supuestas conexiones cosmogónicas, el atractivo del héroe (o el antihéroe) que un día fue.

Y fue, ni más ni menos, el más digno heredero de la literatura de aventuras, el pirata bueno que amaba de lejos a las princesas, un tunante de buen corazón y mirada de hielo. Lo que siempre quisimos ser, con sus patillas y su aro en la oreja y su gorra ladeada y su levita azul marino, el ladrón de afectos que todavía nos enamora.


Archivo de Umbrales
[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ editorial ] [ nosotros ]