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Rafael MarínComic fantástico
Umbrales
Rafael Marín

50 cómics de fantasía (V)

El Inspector Dan de la Patrulla Volante
de Eugenio Giner, Rafael González y otros
(1947)

Si hay un tebeo que haya ejemplificado como ningún otro la fascinación por la tradición de la niebla londinense y lo tenebroso, por la cultura pulp de un Scotland Yard gótico donde se cruzan ecos del cine de la Universal y el recuerdo de Gaston Leroux, ese tebeo es nuestro y se llama El inspector Dan de la Patrulla Volante, un título rara avis en el panorama de la historieta española de postguerra, un experimento casi contrapuesto a los otros personajes humorísticos que lo rodeaban y que sin embargo ganó una inusitada y merecida fama durante décadas.

Publicado en Pulgarcito a razón de una o dos páginas cada semana, el héroe dibujado con sorprendente maestría por Eugenio Giner supone el triunfo del ambiente sobre la historia. Cierto que hoy podemos leer sus aventuras con cierta condescencia absurda, considerando que sus muchísimos hallazgos narrativos han quedado desfasados por el correr de los tiempos, que sus planteamientos "terroríficos" demuestran una ingenuidad casi poética, pero no podemos olvidar en ningún momento las circunstancias en que el título se desarrolla, ni la portentosa puesta en escena que preludia en veinte años la brutal carga atmosférica de otros títulos capitales de la historieta como Mort Cinder.

El Inspector Dan de la Patrulla Volante

El inspector Dan, heredero de Sherlock Holmes en su mismo teatro de operaciones, secundado por una colaboradora en las labores de investigación que de buenas a primeras pasaría a ser también su novia eterna (la bella Stella) y objeto a rescatar a la vez que rescatadora in extremis del héroe, a las órdenes de un grueso precursor del M jamesbondiano (el coronel Higgins) y, más adelante, obstaculizado por el ridículo comparsa tan característico del tebeo español (el inspector Simmons, alias "El Águila Tuerta de Scotland Yard") es el suma y sigue de la estética en blanco y negro del cine de terror de los años treinta, el koiné perfecto entre el horror y lo policíaco, un pastiche antes de que se supiera lo que son los pastiches. Sus historias son apresuradas, cargadas de manchas de negro y de viñetas múltiples que poco sabían entonces de concepciones de página, pero llenas de un encanto naïf que demuestra que mucho de lo terrorífico en los medios proviene de su relación con la ingenuidad de los atavismos infantiles, con todo lo que está más allá de la sensación de seguridad y comprensión que parece asegurar una bombilla encendida.

Los húmedos callejones y sótanos donde Dan y Stella son atropellados, aporreados, secuestrados, torturados y rescatados alternan con pasillos de museos o laboratorios secretos donde los inevitables sabios locos o magos de ultratumba realizan sus experimentos impíos. Todos los recursos del género del terror están sabiamente utilizados en las historias, desde el susto al descorrer una cortina a la tensión de saberse observado por un monstruo, desde el escenario neblinoso donde rondan los espectros a las callejas donde la sombra de Jack el Destripador lega en otros herederos el sadismo de sus crímenes.

El Inspector Dan de la Patrulla Volante

Es una serie mitómana antes de que se descubriera el significado del término, una mezcolanza de influencias y de apetencias literarias y cinematográficas donde, entre mujeres asesinadas en callejones perdidos e inevitables estrangulamientos (la forma favorita y sempiterna de los asesinos de este tebeo parece ser esa, quizá un reflejo de los tiempos en que la pena de muerte y el garrote vil pesaban en la conciencia de los españolitos supervivientes a fusilamientos y encarcelamientos) pueden identificarse claramente a los mitos del terror como La Momia y a actores como Lon Chaney asomando sus mil caras espantosas. Hombres lobo y seres de pesadilla surgidos de las entrañas de Salisbury Castle, vampiros cinematográficos y reales, museos de cera y cementerios de asesinos, hasta un peculiar enfrentamiento con Fu Manchu en una época en la que quizá no existían los infringimientos de copyright jalonan las andanzas más características del personaje en su época de gloria, antes de que la guerra fría y la sobreexplotación característica lo encauzaran, en manos de un tropel de autores de calidades diversas, hacia investigaciones detectivescas más de andar por casa.

Entre los abigarrados textos y las mínimas viñetas llenas de juegos de luces y sombras que Giner desarrolla a su gusto y forma (puesto que en el campo de la historieta apenas existían precedentes), alguna otra perla inaudita en su contexto: el juego paralelo de montaje entre realidad y ficción, entre silencio cinematográfico y sonido escrito en las viñetas de la aventura “La muerte estrella de cine”, los primerísimos planos de ojos enloquecidos y manos que se alzan como garras para hacer mella en los cuellos que esperan atrayentes como la luz a las polillas.


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