Con Hannibal Lecter, Thomas
Harris creó un personaje inolvidable. Y lo hizo en dos novelas en las que el
papel del doctor caníbal no pasaba de secundario. Secundario de lujo en la
segunda, El silencio de los corderos,
y presencia escasa pero determinante en El dragón rojo, la primera.
Y sin duda Lecter es un personaje magnífico: un auténtico
monstruo, tan peligroso e inquietante como fascinante y atractivo. Es un
predador entre ovejas, tan superior a ellas que ni siquiera se molesta en
demostrarlo; una criatura para la que el bien y el mal, tal como los entendemos,
carecen de sentido y que no se siente, ni probablemente lo sea en el fondo,
parte de la especie humana. Eso, unido a sus maneras impecables, esa mezcla de
buena educación casi británica y de sutil superioridad pedante (por no
mencionar su conocimiento enciclopédico de casi todo y su ingenio y previsión
para salir de las situaciones más apuradas) hicieron de él un icono popular
enseguida.
Por desgracia, su creador cometió
el error imperdonable de tratar de explicarnos al monstruo en la tercera novela,
esa Hannibal que pretendía
ser la obra definitiva sobre el doctor Lecter y que no logra remontar el vuelo
durante la mayor parte de sus demasiadas, pretenciosas e infladas páginas.
Harris no parece consciente de que Lecter funciona en buena medida por todo lo
que no sabemos de él; y que nos fascina no tanto porque desconozcamos el motivo
de que sea como es sino porque, en realidad, eso no importa. Como buen monstruo,
debe carecer de explicación. Hannibal no se hizo, sino que nació: una criatura
de aspecto humano que, sin embargo, no es humana, ni en sus motivaciones ni en
sus deseos.
Sin embargo, en la tercera
novela, vamos viendo, aquí y allá, atisbos de cómo el doctor ha llegado a ser
lo que era, qué lo hizo convertirse, de un muchacho inteligente y curioso, en
esa versión aristocrática del Hombre del Saco.
La novela no es mala sólo por
eso, sino porque a lo largo de ella Harris parece haber olvidado todo cuanto
aprendió acerca de cómo escribir y desarrollar una buena historia. Aunque el
libro tiene varias secuencias que, tomadas aisladamente, funcionan (sobre todo
la horripilante cena que es el clímax de la historia) tiene también otras que
van de lo ridículo (como cuando, para demostrar lo malvado que es un personaje,
le hace provocar el llanto a un niño para beberse después sus lágrimas en un
martini) a lo directamente pretencioso. Una pretenciosidad, por otro lado, de
chaval de instituto que intenta demostrarles a sus mayores lo culto que es
(especialmente bochornosa resulta la "conferencia" sobre Dante que
Hannibal da ante un plantel de expertos en Florencia).
Sin embargo, uno casi podría
haberle perdonado el haber escrito una obra pretenciosa, llena de cultismos
baratos y facilones y bastante aburrida si, al menos, hubiera sabido manejar a
su personaje.
Pero no. No sólo Lecter se nos transmuta en una persona
"normal" convertida en un monstruo por las circunstancias de la vida,
lo que ya despoja de buena parte de su ropaje mítico al personaje, sino que de
pronto se convierte en una especie de justiciero que castiga con la muerte (y
posterior ingesta) a los chabacanos, los mal educados y los groseros.
No contento con haber estropeado
de ese modo su personaje, Harris se embarca después en una suerte de "Hannibal
año uno" donde nos cuenta de forma pormenorizada cómo y de qué manera el
doctor Lecter se acaba convirtiendo en el monstruo caníbal que conocimos en la
primera novela.
Y, al hacer eso, y hacerlo del
modo en que lo hace, no sólo convierte a Hannibal en un superhombre (lo cual no
tiene por qué ser necesariamente malo: es un monstruo y, por tanto, debería
poder hacer cosas que un hombre encontraría imposibles) sino, lo que es mucho
peor, en un superhéroe. Porque Hannibal,
el origen del mal sigue, punto por punto los pasos de cualquier
historia canónica sobre el origen del superhéroe y hay momentos en que casi
parece una nueva versión de Batman: la infancia feliz truncada por un
acontecimiento traumático, los años de maduración, aprendizaje y
entrenamiento, la venganza, la final aceptación de sí mismo...
El Hannibal Lecter que vemos aquí
ya tiene poco del monstruo, del predador mítico de ademanes impasibles y
perfectos, de dicción cuidada y pose entre altanera y educada que conocíamos
en las dos primeras novelas. Es, simplemente, un joven en el proceso de
convertirse en un vengador justiciero. Iba a decir en un "vengador
enmascarado", pero al menos en la novela, Lecter no se hace con un uniforme
identificativo, si bien la película no ha podido evitar caer en la referencia
visual facilona y nos regala un momento con el joven Lecter probándose una máscara
japonesa que recuerda al bozal que posteriormente llevará en El silencio de los corderos. Hemos de agradecer que, al menos,
esta novela no esté tan inflada como la anterior, aunque eso no la impide caer
en los mismos tics de americano que se cree culto porque ha visto un par de
documentales sobre Europa.
Confieso que, para mí, estas dos últimas novelas de
Hannibal Lecter son espurias, no forman parte del canon que lo convirtieron en
uno de mis monstruos favoritos. No, esa criatura a mitad de camino entre un
enfermo mental y un superhéroe oscuro no es "mi" Hannibal.
Porque esa criatura es, al fin y
al cabo, humana y comprensible. Y el doctor Lecter, recordadlo bien, no lo es.
El completismo de fan, por
desgracia, nos lleva a consumir ciertas cosas que no resultan adecuadas para
nuestra salud. Tal es el caso de las dos últimas novelas de Thomas Harris (al
igual que el de sus infectas adaptaciones cinematográficas). Son los riesgos
inevitables de querer más.
Qué le vamos a hacer.
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