Digámoslo claro: El
Padrino no iba sobre la mafia, no era una crónica del ascenso y caída
de una familia de la cosa nostra, sino
algo muy distinto. Era, en realidad, una nueva muestra de esa larga tradición
literaria de ensalzamiento del buen bandido: Robin Hood, el Capitán Blood, Dick
Turpin, Curro Jiménez... finalmente, Michael Corleone.
Era, por tanto, un cuento, en la
mejor acepción de la palabra y, como los buenos cuentos, no pretendía ser
realista, aunque sí intentaba decirnos unas cuantas cosas sobre nosotros
mismos. Cierto que no estaba muy bien contado (me temo que Puzo era un mal
escritor que, pese a todo, dio con una buena historia que no supo narrar todo lo
bien que se merecía) pero eso se solucionó cuando Francis Ford Coppola la
traspasó al celuloide y todos pudimos ver y hacer nuestras las aventuras y
desventuras de la familia Corleone. Porque, además del cuento del buen bandido,
El Padrino es también la
crónica de una familia que, más que italiana, parece griega, como si el
destino aciago fuera algo implantado en sus genes desde el momento mismo de su
concepción.
En resumen: un culebrón.
Palabra que, bien lo sé, tiende a tener un matiz peyorativo (al igual que su
equivalente americano, el soap opera
que, por cierto, acabó bautizando uno de los subgéneros más populares de la
ciencia ficción: el space opera),
pero no nos vamos a preocupar a estas alturas por cosas como la dignidad o la
respetabilidad, ¿no es cierto?
Eso era la novela de Mario Puzo:
un culebrón, un buen culebrón, con todos los ingredientes para hacer que se
quedase grabado de inmediato en la imaginación del público. Y las sucesivas
versiones para la pantalla de Coppola no sólo no ocultaron ése aspecto sino
que, en cierto modo, hicieron de ello, de su condición de culebrón familiar,
el pivote alrededor del que giraba la historia.
El balance de las tres películas
es irregular, aunque sin duda la primera película es un clásico del cine por
derecho propio y se ha vuelto algo que casi podríamos calificar de atemporal.
La segunda tiene momentos memorables, es cierto y, sobre todo, un montaje que la
hace funcionar (seguir toda la trama de Michael en la segunda película sin
interrupciones se hace aburrido; algo que pudimos ver cuando se hizo un montaje
cronológico para televisión hace unos años). En cuanto a la tercera, aún
siendo la más floja de las tres, tiene los suficientes "toques Corleone"
para resultar un digno colofón a la saga. Confieso, además, que siento
debilidad por ese momento en las escaleras del teatro, cuando Michael descubre
que su hija ha muerto (y que, probablemente, ha muerto por su culpa) y suelta
toda la culpa y el dolor que lleva más de treinta años acumulando. Esa
secuencia en que el personaje intenta gritar y no puede es, para mí, uno de los
momentos más intensos de la historia del cine.
Como decía, ahí se había
quedado la cosa, en apariencia. Coppola supo ver las posibilidades de la
historia que Puzo había contado con cierta torpeza en su novela y creó con
ella tres películas que, con todos sus defectos, quedarán grabadas en nuestra
memoria para siempre.
Hizo algo más, de hecho.
Convirtió a los Corleone en iconos culturales y los asentó con firmeza en la
imaginación popular. En estos momentos, Vito, Sonny, Fredo o Michael (sobre
todo el último y el primero) son tan reconocibles como Supermán, Tarzán o
Sherlock Holmes y, como ellos, tienen ciertas frases definitorias (no, no diré
nada de una oferta que no podréis rechazar), ademanes y tics que los
identifican el primer golpe de vista y, sin duda, un universo de ficción
propio: una suerte de historia alternativa donde lo trágico y lo romántico son
el timón narrativo y que, me temo, poco tiene que ver con la mafia real, sin
duda mucho más miserable, mediocre y mezquina; más parecida a lo que podemos
ver en Los Soprano,
probablemente.
Y una vez que algo o alguien se convierte en un icono
popular, no se le permite morir. Conan Doyle lo sabía muy bien, y los herederos
de Mario Puzo no lo ignoran.
De ahí han surgido dos nuevas
novelas sobre la familia Corleone y seguramente surgirá alguna más, al menos
mientras la franquicia resulte rentable.
La primera novela, El
Padrino: El retorno, se
las apaña con cierta habilidad para no resultar una pieza deslavazada pese a
los hechos que narra: básicamente el periodo que transcurre entre la primera y
la segunda película, algún hecho paralelo a ésta última y algunos
acontecimientos posteriores a ella. Todo aderezado, no podía ser menos, con algún
flashback sobre el patriarca Vito y su
ascenso en la organización mafiosa.
Mark Winegardner, autor de las
dos secuelas, es bastante mejor escritor que Puzo, y se nota, pero no es capaz
de dar con una historia que tenga la fuerza y la garra (ni el hálito trágico)
de El Padrino original. Se
limita a cumplir, como cualquier otro escritor de franquicias, con lo que se
espera de él: hacernos volver a un escenario de ficción que nos gusta y
devolvernos personajes que, en su momento, nos atrajeron.
No hace un mal trabajo, y
enhebra su trama con habilidad, hay que concedérselo; sospecho que en parte
hace bien su labor porque lleva dentro un fan de la saga original al que le
encanta que le permitan jugar con ella. Vamos, que bajo ese aspecto de
respetable profesor universitario hay algo no muy distinto de un friki de Star Wars que se pone a escribir una novela sobre la familia
Skywalker.
Sabe describir situaciones y
personajes y su caracterización, no sólo de los personajes, sino de su época
y su ambiente es impecable. Es cierto que al acabar el libro uno tiene la
sensación de que éste no es el todo el Michael que uno ha construido en su
imaginación, pero se le acerca lo bastante para resultar satisfactorio.
Más o menos.
Acaba de salir la segunda
secuela: El Padrino: La venganza.
En ella, y siguiendo la tradición de la saga de enhebrar la historia de la
familia Corleone con acontecimientos importantes del pasado reciente, se habla
del asesinato de Kennedy (transmutado aquí en Shea, igual que Sinatra se
convirtió en Fontane en la novela original) organizado por una mafia que no ha
obtenido del presidente lo que esperaba obtener. De este modo, la trama de la
historia va avanzando hacia la tercera película y, a lo largo de la novela van
apareciendo personajes que tendrán su importancia en ella y desapareciendo
otros que no están presentes en el tercer film. Es decir, como en la anterior,
esta novela intenta llenar los huecos entre las películas y aprovecharlos para
contar una historia y tratar de hacerla interesante.
Michael es de nuevo el héroe de
la peripecia. El hombre que, una vez más, intenta hacer lo mejor y acaba
causando lo peor. El destino habitual de los Corleone, vaya.
Ambas novelas son lecturas
agradables -más que otras franquicias que he leído últimamente-, pero también
perfectamente olvidables, en realidad. Aunque bien escritas y, en general, bien
llevadas, no dejan de ser más de lo mismo. Alimento para fans ansiosos por
volver a sus universos de ficción favoritos, básicamente.
Tienen un efecto positivo, eso sí.
Leerlas me hace desear ver de nuevo las películas de Coppola. Aunque sólo sea
por eso, ya merecen la pena.
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