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Julián DíezNovedades atractivas
La selección del mes
Julián Díez


Lucius Shepard
Dorada

  
Apocalipsis gótico

Como buena parte de las obras que buscan el "impacto gótico", la elegante sordidez de una decadencia mórbida, Dorada consigue en distintos momentos fascinarme e irritarme. Dado que Shepard parece haberse planteado en esta novela de vampiros el culminar una suerte de acabóse del subgénero, fascinación e irritación se hacen especialmente acusados por momentos en estas páginas, y mis sentimientos respecto a Dorada no acaban de resultar positivos pese a su calidad. En cualquier caso, vayan por delante mis respetos por la ambición del autor, y por el cumplimiento casi íntegro de las que se adivinan como sus intenciones iniciales.

Los dos elementos con los que Shepard justifica que su calidad le coloca por encima de la media del género chupasangres contemporáneo son los personajes y la ambientación. Respecto a los primeros, baste decir que me queda la sensación de que si el Lestat de Anne Rice se encontrara a uno de los habitantes del castillo Banat, se haría caquita en los pantalones, sin más. Respecto a los colmilludos de las noveluchas blandiporno para jovencitas al uso en la actualidad, mejor ni pensarlo. Los vampiros de Shepard carecen del más mínimo asomo de moral, y no se reblandecen -si es que lo hacen- ante la carne más de diez minutos seguidos -lo que tardan en un repaso, vaya-. En general, se comportan con la lógica carente de escrúpulos de quien se sabe inmortal y muy poderoso. Y sus mentes degeneran de la forma en que se intuye que lo haría la cabeza de alguien, humano en el fondo al fin, situado en esa posición.

El autor admite sin paliativos la naturaleza sobrenatural del vampiro, llevando su posible origen y las consecuencias finales de su desarrollo hasta territorios casi lovecraftianos. Y se hace muy góticamente fuerte en la descripción de los efectos de la longevidad, en la pérdida del sentido común por parte de personajes como el Patriarca, el siniestro líder de la comunidad. O en la ambigüedad de Alexandra, la vampira con la que el protagonista vive un retorcidísimo affaire. A su vez, elude problemas al dar el protagonismo a un recién llegado, con lo que puede mantener una línea de pensamiento más o menos comprensible, a la vez que esboza la evolución de una mente sometida a las pasiones y tambaleos de la condición vampírica.

El otro aspecto, el de la ambientación, es el que lleva a Dorada a momentos memorables. El castillo Banat, en el que se desarrolla la acción, es el equivalente siniestro a las descomunales naves de Iain Banks: un recinto dentro del cual hay habitaciones que tienen su propio foso y puente levadizo, con su acceso adornado con cariátides de varios metros de altura. En el subsuelo del castillo habitan cientos de humanos, que han desarrollado su propia sociedad ignorantes de la existencia fuera del lugar; gentes que nacen, se reproducen y mueren como ocasionales víctimas para que los vampiros se alimenten. Shepard aplica con brillantez la hipérbole en sus imágenes para producir una auténtica sensación de vértigo, chutes de sentido de la maravilla en estado puro. Algunas de las prolongadas descripciones de Shepard resultan ciertamente embriagadoras, todo un testimonio de su talla como narrador.

En el debe, como digo, está a cambio el argumento. En el delicado equilibrio que Shepard debe mantener al llevar la morbidez y la locura de sus personajes hasta la exacerbación, que le hace caminar en alguna ocasión sobre el delgado filo que separa lo tremendo de lo tremebundo, el autor crea una trama por momentos incomprensible, trufada con lo que me parece un exceso de cháchara grandilocuente. Admito la coherencia de emplear ese tipo de recursos con estos personajes situados en este entorno, la imbricación de esta línea de trabajo con el género al que Shepard quiere a la vez homenajear y llevar a sus últimas consecuencias, pero no puedo evitar por momentos sentirme fatigado con tanta alharaca, tanta lógica difusa y tanta finta dentro de la finta.

La historia en sí, la muerte de una humana que había sido criada para producir la más exquisita de las sangres, no termina de cerrarse. La investigación a cargo del protagonista no es más que una excusa para su periplo por el castillo, y si reducimos la novela a su esqueleto, la conclusión es que se trata de un armazón muy endeble. Pero, por el camino, Shepard nos habrá dejado con la boca abierta media docena de veces. No podrá negarse de que Dorada es, pues, una novela que deja huella, por mucho que su lectura resulte en algunas páginas farragosa.

 

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