Como buena parte de
las obras que buscan el "impacto gótico", la elegante sordidez de una
decadencia mórbida, Dorada consigue en distintos momentos fascinarme e
irritarme. Dado que Shepard parece haberse planteado en esta novela de vampiros
el culminar una suerte de acabóse del subgénero, fascinación e irritación se
hacen especialmente acusados por momentos en estas páginas, y mis sentimientos
respecto a Dorada no acaban de resultar positivos pese a su calidad. En
cualquier caso, vayan por delante mis respetos por la ambición del autor, y por
el cumplimiento casi íntegro de las que se adivinan como sus intenciones
iniciales.
Los dos elementos
con los que Shepard justifica que su calidad le coloca por encima de la media
del género chupasangres contemporáneo son los personajes y la ambientación.
Respecto a los primeros, baste decir que me queda la sensación de que si el
Lestat de Anne Rice se encontrara a uno de los habitantes del castillo Banat, se
haría caquita en los pantalones, sin más. Respecto a los colmilludos de las
noveluchas blandiporno para jovencitas al uso en la actualidad, mejor ni
pensarlo. Los vampiros de Shepard carecen del más mínimo asomo de moral, y no
se reblandecen -si es que lo hacen- ante la carne más de diez minutos seguidos
-lo que tardan en un repaso, vaya-. En general, se comportan con la lógica
carente de escrúpulos de quien se sabe inmortal y muy poderoso. Y sus mentes
degeneran de la forma en que se intuye que lo haría la cabeza de alguien,
humano en el fondo al fin, situado en esa posición.
El autor admite sin
paliativos la naturaleza sobrenatural del vampiro, llevando su posible origen y
las consecuencias finales de su desarrollo hasta territorios casi lovecraftianos.
Y se hace muy góticamente fuerte en la descripción de los efectos de la
longevidad, en la pérdida del sentido común por parte de personajes como el
Patriarca, el siniestro líder de la comunidad. O en la ambigüedad de
Alexandra, la vampira con la que el protagonista vive un retorcidísimo affaire.
A su vez, elude problemas al dar el protagonismo a un recién llegado, con lo
que puede mantener una línea de pensamiento más o menos comprensible, a la vez
que esboza la evolución de una mente sometida a las pasiones y tambaleos de la
condición vampírica.
El otro aspecto, el
de la ambientación, es el que lleva a Dorada a momentos memorables. El
castillo Banat, en el que se desarrolla la acción, es el equivalente siniestro
a las descomunales naves de Iain Banks: un recinto dentro del cual hay
habitaciones que tienen su propio foso y puente levadizo, con su acceso adornado
con cariátides de varios metros de altura. En el subsuelo del castillo habitan
cientos de humanos, que han desarrollado su propia sociedad ignorantes de la
existencia fuera del lugar; gentes que nacen, se reproducen y mueren como
ocasionales víctimas para que los vampiros se alimenten. Shepard aplica con
brillantez la hipérbole en sus imágenes para producir una auténtica sensación
de vértigo, chutes de sentido de la maravilla en estado puro. Algunas de las
prolongadas descripciones de Shepard resultan ciertamente embriagadoras, todo un
testimonio de su talla como narrador.
En el debe, como
digo, está a cambio el argumento. En el delicado equilibrio que Shepard debe
mantener al llevar la morbidez y la locura de sus personajes hasta la exacerbación,
que le hace caminar en alguna ocasión sobre el delgado filo que separa lo
tremendo de lo tremebundo, el autor crea una trama por momentos incomprensible,
trufada con lo que me parece un exceso de cháchara grandilocuente. Admito la
coherencia de emplear ese tipo de recursos con estos personajes situados en este
entorno, la imbricación de esta línea de trabajo con el género al que Shepard
quiere a la vez homenajear y llevar a sus últimas consecuencias, pero no puedo
evitar por momentos sentirme fatigado con tanta alharaca, tanta lógica difusa y
tanta finta dentro de la finta.
La historia en sí,
la muerte de una humana que había sido criada para producir la más exquisita
de las sangres, no termina de cerrarse. La investigación a cargo del
protagonista no es más que una excusa para su periplo por el castillo, y si
reducimos la novela a su esqueleto, la conclusión es que se trata de un armazón
muy endeble. Pero, por el camino, Shepard nos habrá dejado con la boca abierta
media docena de veces. No podrá negarse de que Dorada es, pues, una
novela que deja huella, por mucho que su lectura resulte en algunas páginas
farragosa.
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