Los
reseñadores de cualquier forma de arte vivimos de hacer creer a nuestros
lectores la mentira de que siempre hay un montón que decir sobre la obra a la
que dedicamos nuestra atención. Por buena, por mala, por vacía o por repleta
de contenidos. Pero no es cierto. La mayor parte de la producción cultural
navega por un territorio más anodino. Al fin y al cabo, ¿cuántos libros se
publican al año en España? ¿Cientos de miles, un millón? No cabe esperar que
ni siquiera la mitad de ellos merezca realmente ser tomado en cuenta. La mayor
parte habrán sido publicados porque no están mal. Por llenar un catálogo,
porque su temática tiene un grupo de interés que les hace viables
comercialmente, por amistad con el editor, por prestigio del autor labrado en
otras obras ya publicadas...
Este último caso es el que afecta a Los dientes de los ángeles. ¿Por qué escoger, por mi parte, como
selección del mes una novela poco relevante? Efectivamente, porque Jonathan
Carroll me interesa, y mucho, tras la lectura de sus obras previamente
publicadas en España: El país de las
risas, El mar de madera y El museo del
perro. Aunque este abril aparecieron varios títulos relevantes, cuya
valoración leeré en Bibliópolis:
Crítica en la Red por parte de otros compañeros, me incliné
por Los dientes de los ángeles, y me
equivoqué.
No, no hablamos de una mala novela. Ni siquiera una de las
que se leen con dificultades, que resultan antipáticas para el lector.
Simplemente, Los dientes de los ángeles
no vale mucho. Como en las obras citadas previamente, Carroll apuesta por la atmósfera
para crear un ambiente de progresivo extrañamiento -sin llegar a los extremos
de El mar de madera- en un entorno
contemporáneo. Sin embargo, aquí algo falla. Es posible que el origen del
problema esté, precisamente, en que la ambientación de la obra parece tener
matices autojustificativos. El autor reside en Viena desde hace años, y es en
la capital austríaca donde se desarrolla buena parte de la historia. Pero
precisamente la visión de Europa que brinda Carroll, la de estadounidenses
rodeados de una cultura más vieja que la propia, parece quedarse continuamente
en lo circunstancial, en lo folklórico.
El matiz fantástico del relato es sutil. El artificio es
que la muerte se aparece en sueños a determinadas personas antes de su
encuentro final. Les permite hacerle preguntas, pero si los humanos no son
capaces de entender las respuestas, reciben a cambio castigos en forma de
terribles cicatrices. La acción gira en torno a dos personajes que terminarán
por coincidir para el cierre del relato. Wyatt, un homosexual enfermo con un cáncer
terminal, recibe ese don del hermano de una amiga, que le obliga a viajar a
Viena. Arlen, por su parte, es una ex estrella de Hollywood que, ahíta de la
vida vacía del mundillo del cine, opta por un retiro alpino y termina por
enamorarse de un fotógrafo que la rehuye.
Carroll emplea toda una batería de recursos para darnos
cuenta del avance de la historia: hay narración en primera persona, hay cartas,
reproducción de cintas grabadas... Lejos de dificultar la lectura, emplea de
forma solvente las distintas opciones. Es capaz de mantener las diferentes voces
de manera creíble. Pero... ay, simplemente, lo que cuenta no tiene chicha. La
muerte se aparece de manera caprichosa encarnándose en distintos personajes, y
habla de forma fatua. Los personajes, lastrados por una humanidad un tanto
meliflua -o, por decirlo de otra manera, bastante estadounidense acomodada-, no
terminan de caerme bien, y me termina por resultar indiferente la forma en que
afrontan el reto final.
La inclusión de elementos contemporáneos -como la guerra
en los Balcanes- añade algo de atracción a la historia, pero a medida que me
adentraba en ella, me pesaba la convicción de estar enfrentándome al
equivalente en la obra de Carroll al Leviatán
en la de Paul Auster: un trabajo especialmente valorado por el autor, con buena
recepción en la crítica estadounidense por determinada empatía con la visión
de las cosas local, pero falto de auténtico empuje. Una novela olvidable de un
autor de calidad que, como corresponde a su talla, no resulta un desastre, pero
no va a ningún sitio. (Aunque los grandes, en rigor, sí pueden tener meteduras
de pata mayúsculas. Ya que estamos con Auster, véase la descacharrante Viajes
por el Scriptorium, que también podría titularse Cómo
el exceso de elogios me hizo perder la cabeza y dar a publicar impudicias y
chorradas).
Sería injusto cerrar esta reseña sin, para variar, comentar
favorablemente el trabajo de traducción de esta ocasión. A diferencia de
tantos otros títulos de La Factoría, no hubo nada en este libro que me
rechinara y distrajera de la lectura. La posibilidad de que el libro haya
quedado aplanado por la traducción me parece mínima. Simplemente, me temo,
estos dientes no estaban afilados, y si otras novelas posteriores de Carroll
fueron publicadas antes que ésta fue por buenas razones.
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