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La selección del mes
Julián Díez


Jonathan Carroll
El mar de madera

Onirismo cotidiano

El mar de madera

Uno de los grandes males que ha causado la tontificación de las vanguardias artísticas que sufrimos en la segunda mitad del siglo XX es el hecho de arrebatar la creación original de las garras del público. Es más, convertir cualquier subversión artística en el patrimonio de un núcleo de enterados cada vez más metarreferencial, cerrado y despectivo hacia la cultura popular, en franco contraste con la dualidad, como creadores arriesgados y hombres públicos, de los grandes de la primera mitad del siglo XX: pongamos Picasso, Dalí, Gómez de la Serna o García Lorca, por citar ejemplos conocidos de todos (aunque fueran sobre todo los disparates del Dalí recaudatorio, posiblemente, los que abrieran camino a lo que vendría después).

Hoy, en palabras del siempre legible Carlos Boyero, "lo moderno resulta sospechoso". Lo peor es que, además, buena parte de los logros obtenidos por las vanguardias se han convertido, en la mente del consumidor de cultura medio, en etiquetas peligrosas, que en ocasiones pueden ser empleadas por espabilados epatantes sin nada que contar de verdadero interés para justificar sus pajas mentales. Basta darse un vuelta por cualquier feria de Arco para comprobar que los peores enemigos de los creadores originales son los amigos de galeristas que consiguen exponer sus chorradas, desvirtuando el conjunto y dando además estupendas excusas para hacer tábula rasa con todo el arte moderno a los epígonos del realismo contumaz, el garbancismo carpetovetónico, la literatura de ideas y otras poses de ésas que sirven para justificar -sin quedar como un panoli ante uno mismo- la propia falta de cultura y preparación para degustar algo más complejo. Si no existieran los manguis del arte moderno podría darse de lado a esos reaccionarios como lo que son; pero esos caraduras les brindan la coartada que necesitan para seguir convirtiendo su ignorancia en un falso remedo de la denuncia del niño que vio desnudo al emperador.

Todo esto viene a cuento, aunque pueda parecer que mis textos son cada vez más digresivos, cuando hablamos de El mar de madera, de Jonathan Carroll, y en general de la obra de este singular fantasista. El tipo de literatura que practica Carroll sólo es viable como el estadio final de comprensión de todos los fenómenos de vanguardia, por parte de un escritor perceptivo y capaz que los utiliza para sus propósitos. Y que decide continuar en esa línea no por la vía del experimentalismo quizá estéril a estas alturas (¿de veras alguien cree que queda algún tabú por romper, algún hito por superar?), sino precisamente por el acercamiento de los verdaderos triunfos de esas vanguardias a una literatura accesible, popular, rica. Por el uso, en suma, de esos mecanismos refinados con fines específicos, que no se conseguirían de forma igualmente satisfactoria con una literatura más convencional.

En resumidas cuentas, lo que quiero decir es que esta es una novela que consigue ser simultáneamente surrealista y asequible; experimental y amena; cercana y extravagante. Aunque según numerosas referencias no es la mejor de Jonathan Carroll, y aunque seguramente sea una obra que no hará gracia a muchos lectores, es digna de una lectura reposada. Llena de momentos de verdadero goce.

No voy a entrar en detalles del argumento; la fuerza de esta historia está precisamente en su reiterada capacidad para sorprender, para dejar literalmente descolocado a cualquiera. Porque lo que hace Carroll es aferrarse al surrealismo, a una capacidad descriptiva e imaginativa onírica de gran impacto visual, para saltarse cualquier barrera de género y contarnos una historia en la que no hay otras reglas argumentales que la propia magia deslumbrante de su imaginación. Todo puede pasar en El mar de madera: una versión más joven del protagonista puede aparecer a desayunar a su casa, él mismo puede verse en el futuro y sentir desde dentro lo que es ser un anciano. Pero eso no supone que la narración sea inconexa; tan sólo que el narrador está sometido a un devenir de acontecimientos que le sorprenden tanto como al propio lector. Desde su condición de sheriff de una pequeña localidad estadounidense, Frannie McCabe ha terminado por desarrollar una existencia plácida, después de encontrar un hueco en la vida junto a su esposa Magda y la hija del primer matrimonio de ésta. Pero la aparición del cadáver de un perro que parece resistirse a ser encerrado resultar ser la clave de acceso a una realidad distinta a la nuestra, con una lógica totalmente fuera de nuestros esquemas mentales. McCabe reacciona como lo haríamos cualquiera de nosotros: intentando mantener la cabeza más o menos alta frente a las continuas sorpresas, vueltas y revueltas que le rodean, y que se resumen en una pregunta que su yo más joven le lanza mediada la novela: ¿cómo se puede remar en un mar de madera?

Insisto en que, lejos de las dificultades que uno podría suponer en una novela tras los comentarios que acabo de hacer, esta es una obra diáfana, en la que la única dificultad es la de seguir el ritmo creativo del autor. Los personajes, en particular, están trazados con una mano verdaderamente magistral. Hay genuina ternura en la palabra de Carroll cuando habla del McCabe adolescente, iracundo contra todo, o de la esposa de McCabe, una mujer que gusta del amor y de las alegrías de la vida. Además, hay ritmo y diversión. Sobre todo vitalidad, una vitalidad encomiable, en la que no faltan luces ni sombras, como en el propio devenir cotidiano. Su propia falta de ambición, una cierta longitud para los elementos expuestos y algunos valles de interés son los únicos peros que poner a esta novela, que por sus propios supuestos no puede alcanzar nunca la categoría de obra importante, pero que sí es un divertimento de primera línea, intelectualmente exigente y brillante.

El mar de madera es un libro disfrutable y hermoso de un escritor del que sólo conocíamos hasta ahora su excelente novela de terror El país de las risas: en rigor, una obra más ambiciosa y redonda que ésta. En todo caso, si realmente lo que te importa como lector es el placer y no las etiquetas, si te gustan las montañas rusas para el intelecto, es un libro para no perderse.

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