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Príncipe Valiente Lecturas nostálgicas
2001: una odisea sentimental

Príncipe Valiente
Harold Foster
Col. Héroes del Cómic
Buru Lan Ediciones, 1972

El tebeo era la aventura, héroes aguerridos y escenarios de cartón piedra, continuarás improbables y villanos de una pieza y novias eternas que despertaban pasiones que no comprendían y jamás eran capaces de encadenar para siempre los sentimientos de sus enamorados. El tebeo era la risa rápida, el consumo veloz, un tropel de desatinos que alegraba el tedio de la infancia y lo mismo se devoraba que se olvidaba en un rincón, o se coloreaba o se recortaba, o se cambiaba por un trompo, un caramelo o una canica.

Y de pronto el tebeo fue una obra de arte. Así lo anunciaron por televisión, en aquellos lejanos tiempos en que las publicaciones de cómics eran publicitadas en las 625 líneas que todavía no existían, puesto que los televisores eran en blanco y negro. "En cada página, una obra de arte". Y era cierto. Príncipe Valiente, de Harold R. Foster, fascículos semanales por veinticinco pesetas y a todo color, coleccionables y encuadernables luego en ocho bellos tomos de desafiante color rojo. Buru Lan Ediciones, 1972.

El tebeo dejó de pronto de ser solamente un entretenimiento infantil. Se convirtió en el equivalente a un libro, en un medio tan redondo y tan perfecto como la literatura a la que ya asomábamos, dejando atrás los libros infantiles que tampoco existían aún, las adaptaciones recortadas de los grandes clásicos. Príncipe Valiente era, sí, un héroe aguerrido como había habido otros héroes antes, pero la mano y la mente maestra que había detrás de sus andanzas (¡y eso que databan de 1937!) le dio características que iban mucho más allá de los convencionalismos del medio. Los villanos no eran de una pieza, sino seres humanos con virtudes y defectos, y alguno de ellos (Urien el rey loco, el tirano Sligon) acababa por resultar agradablemente simpático. La novia no era eterna, puesto que la gentil Ilene moría en un doloroso naufragio, llenándonos de estupefacción e incredulidad, y cuando el corazón roto de Val pudo reaccionar a la catástrofe, ya fue demasiado tarde: había caído en las redes de Aleta, la hechicera, la reina de las Islas de la Bruma, la pequeña y encantadora intrigante con la que, después de un accidentado periplo por el desierto, tras el rapto ante unos pretendientes que entroncaban, sin que lo supiéramos entonces, con La Odisea, acabó por casarse a las puertas de una Roma saqueada por los bárbaros, bajo un roble centenario.

Era un tebeo diferente. La fascinación de los dibujos más perfectos que jamás haya ofrecido la historia de la historieta, la llegada a un Camelot que desde entonces no puede ser sino como lo retrata Harold Foster, la amistad de un caballero pícaro como Sir Gawain, el tutelaje de Merlín el mago, el enfrentamiento y luego la amistad con el otro príncipe, el rubio Arn, y el periplo por la Europa entregada a los hunos, Andelkrag, la ciudad de los caballeros trovadores, la Roma sin honores y vergüenzas, el Mediterráneo donde Val aprendió a ser paciente y, despistado, equivocó el amor. Y antes y siempre, la pura épica del guerrero enfrentado a un destino que -decían- no lo iba a dejar descansar jamás, la llegada del primer hijo en tierras de América, la camaradería del gigante vikingo Boltar, la serenidad del rey Arturo y el propio rey Aguar, el nacimiento de las gemelas Valeta y Karen, y los lentos viajes de una punta a otra de Europa, sorteando peligros, remontando ríos o escalando montañas, mientras la civilización se va a pique y las primaveras y los inviernos se suceden y el paso del tiempo y la naturaleza se va grabando lentamente en las arrugas de los personajes.

Con trece o catorce años, mientras yo devoraba cada semana estas aventuras que me marcarían para siempre, poco imaginaba yo que Príncipe Valiente era algo más que la obra biográfica de un solo hombre. El paso del tiempo me ha enseñado a comprender que la saga aventurera de Val, su periplo vital, sus alegrías y sus desencantos, sus grandes hazañas y sus momentos de miseria son las mismas por las que cualquiera de sus lectores pasarían luego: porque si hay un protagonista en este cómic de cómics es el tiempo, la vida, el fugaz destello de la gloria y el reflejo de tantas características comunes a todos los seres humanos.

Luego, muchas veces, he vuelto a leer y hasta a estudiar aquellos cómics. He comprado la saga de Príncipe Valiente en blanco y negro, en otra edición en color quizá más completa, en un bellísimo tomo a tamaño gigante y en varias versiones inglesas. De todas, sigue siendo la edición de Buru Lan la que prefiero, a pesar de los defectos que he aprendido a distinguir, quizás porque la traducción es la que más me convence, la que más me emociona. Y debe ser significativo que todavía guarde en casa de mis padres esos ocho tomos de color rojo intenso, porque parte de mí todavía queda en aquella casa y entre esas páginas, mientras todos los demás tebeos me rodean mientras escribo.

En cada página, decía la publicidad, una obra de arte. En cada viñeta, lo digo ahora, un espejo de nuestra vida.

Rafael Marín


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