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Solaris Lecturas nostálgicas
2001: una odisea sentimental

Solaris
Stanislaw Lem
Título original: Solaris
Trad. Matilde Horne y F.A.
Minotauro, 1998

Siempre me he sentido orgulloso de mi condición de arrendatario de sueños. Considero que mi imaginación es tan limitada que cualquier fulano con el menor atisbo de genialidad será capaz de ofrecerme una metáfora mil veces superior a las pequeñas ficciones excrementicias que de cuando en cuando rumio en monótonos trayectos en metro o en solitarios paseos rumbo al trabajo. Me fascina la textura de leyenda de la buena fantasía, de la buena ciencia-ficción y del buen terror. Por eso adoro Solaris. Por eso, el día que terminé (horas después de haberla empezado) la que todavía hoy considero mejor novela de género que he leído nunca, me dije: no es posible que haya nada más allá de esto. El arrendador nos da permiso para atisbar los secretos de la maestría, los recovecos de la infinitud. Stanislaw Lem, ese gran "somniateniente", el gran Lem, no ha llegado nunca a acercarse tanto a la divinidad como con este libro, a pesar de que parece haber sacado toda su obra de una fragua ultraterrena.

Solaris, la novela, es un paisaje. Oh, soy consciente de que es mucho más (una reflexión sobre lo extraño del universo y de lo insignificante que es el ser humano en él, una colección de pequeñas bromas, como la de la disciplina que estudia el planeta...), pero no me importa en absoluto. Para mí, como lector, Solaris es el paisaje de un planeta-océano, al igual que El mundo de cristal de J.G. Ballard es un encuadernado de docenas de páginas cuya única misión es servir de humus para una jungla refulgente de aterradora tranquilidad. Solaris es uno de los mejores ejemplos que conozco para defender que hay ciertas novelas a las que el argumento les sobra, que convierten cualquier conato de estructura narrativa en una vulgaridad porque su potencia radica en la conmovedor de sus imágenes, en lo terrible de sus criaturas. El océano de Solaris es un niño que juega con su propio cuerpo en un obsceno ritual masturbatorio, un artista que se esculpe a sí mismo en una eterna orgía de colores y formas sin más sentido que su mera existencia, un continuo rebullir de arquitecturas imposibles. ¿Para qué necesitamos un argumento si basta con que Lem se abandone al placer de soñar por nosotros y obligarnos a viajar más allá de las estrellas, muy adelante en el tiempo, confirmando que el sentido de la maravilla no es más que un atavismo adolescente enclaustrado en la memoria a largo plazo, cuya resurrección puede ser alimentada por la fábula? Como habitante de sueños ajenos amo esa resurrección porque me recuerda que más allá de la imaginería forzada de tantos y tantos asalariados de la aventura y la prospectiva, todavía hay gente, como Lem en su momento, que entiende que la ciencia como materia de ficción carece de sentido por sí misma. Sólo se dignifica cuando trasciende la peripecia cochambrosa, mediocre, y se nos transforma en esa leyenda pura cuyo marmurio confortante reverbera en la memoria y nos reconcilia con la vida.

Cuando terminé Solaris, como he apuntado más arriba, me dije que no podía haber nada más allá de sus páginas. Todavía estoy esperando que alguien me demuestre lo contrario.

Alberto Cairo


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