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El ascenso de Endymion
El ascenso de Endymion
Dan Simmons
Título original: The Rise of Endymion
Trad. Carlos Gardini
Col. Nova nº 120
Ediciones B, 1998

El ascenso de Endymion es la cuarta y última novela de la serie comenzada en 1989 por el autor con la ganadora del premio Hugo Hyperion. Que Simmons es uno de los mejores escritores actuales del género no lo duda nadie. En mi opinión, el conjunto formado por Hyperion y La caída de Hyperion constituye la obra cumbre del género de la ciencia-ficción de todos los tiempos, por eso era interesante para mí comprobar cómo iba a intentar el autor seguir maravillándonos en una continuación que se ofrecía bastante cerrada.

La primera parte del binomio continuador, Endymion, resultó ser una grata narración de aventuras, convertida por el ameno estilo del escritor en un maravilloso retablo descriptivo del universo que ya conocíamos. Algunas de las imágenes incluídas en la novela permanecerán en mi memoria largo tiempo, tal es la maestría descriptiva de Simmons (de la cual, por cierto, deberían aprender escritores como Gregory Benford). También se lanzaron al aire varias incógnitas para su futura solución, y se dejó entrever por dónde iban a ir los tiros en el episodio final, pero en general no se aportaban muchas novedades. Ese último capítulo en el que debían desarrollarse nuevas ideas y solucionar los temas pendientes es El ascenso de Endymion.

La novela comienza cuatro años después de donde acabó la anterior. Durante las primeras cien páginas asistimos a la puesta al día de los protagonistas, de nuevo en acción, y a la nueva configuración del espacio humano dominado por Pax, del que ya conocíamos algunas cosas. Los capítulos se suceden entre las enormemente gráficas descripciones de los mundos que visita Raul Endymion y las intrigas que se suceden en la dirección del imperio humano de Pax. A los capítulos que contienen las hazañas individuales de Endymion le suceden capítulos corales que recuerdan claramente el espíritu de La caída de Hyperion.

El ritmo se acelera de una manera trepidante hasta llegar al capítulo decimotercero, un capítulo de los más grandes que un servidor haya leído en esto de la ciencia-ficción, comparable a los tres que cierran magistralmente la inolvidable trilogía de las Fundaciones de Asimov. La maestría en el manejo del diálogo y lo que en este episodio se expone (la explicación del Tecnonucleo sobre lo que pasa) llevan al lector al asombro más absoluto. Con gran coherencia se da una vuelta completa a todo lo que se tenía aceptado como bueno, y uno se da cuenta que esto no es una continuación, sino parte de un libro escrito en cuatro volúmenes. Hasta el sentido completo de Endymion cambia con las verdades del Tecnonucleo.

Así continúa la lectura hasta que nos topamos con la página que abre la segunda parte del libro. A estas alturas, sin haber llegado aún a la mitad de la novela, uno está convencido de estar ante una obra maestra, y de repente...

El comienzo de la segunda parte nos sumerge en otro libro distinto. La aceleración con la que el lector llega a este punto, y lo que encuentra a partir de él, se encuentra con tal cambio de ritmo que su atención pega un estrepitoso frenazo. Da la sensación de que Simmons hubiera tenido que dejar de escribir para dedicarse a otras ocupaciones durante un tiempo, porque durante casi doscientas páginas cae en la más reciente moda norteamericana y nos introduce en una cultura orientalista situada en un mundo constituido por picachos. La falta de acción más absoluta, envuelta en la reiterativa descripción de este mundo (incluyendo capítulos que no tienen nada que ver con la trama principal y que sobran completamente), realizan el milagro impensable: Simmons se hace pesado. Pero el atropello no acaba ahí. La historia ha saltado repentinamente cinco años, y cuando uno busca el porqué, sólo se le ocurre un motivo: que Aenea, la niña mesías, tenga más de veintiún años; es decir, que sea sobradamente mayor de edad según las normas estadounidenses para que algo inevitable, hacer el amor con el protagonista de treinta y dos años de edad, no levante llagas morales.

Pero eso no es todo. La verdadera idea motora de este volumen aparece aquí: es lo que Aenea llama el Vacío Que Vincula. La explicación de qué es se ofrece en esa desafortunada segunda parte del libro, y está a su (escasa) altura. El concepto de una dimensión de emociones alternante con el espacio tiempo y a la que se llega principalmente por amor hace que vengan a la cabeza de uno las notas de aquella canción de los Beatles, "All You Need Is Love", y es que la mística y la ciencia-ficción, para mi gusto, nunca han casado. Uno recuerda con espanto, a mitad de esa parte de la novela, las palabras de Simmons: "Con este libro he querido demostrar que el amor es una fuerza universal". Y uno se echa a temblar; el término "hippie" resuena en la mente. Ruega al dios de la ciencia-ficción que la respuesta verdadera sea la dada por el Tecnonucleo, y no la de la joven mesías. El rezo recibe la misma respuesta que todos los rezos de la historia.

Inmensamente fastidiado, uno sigue leyendo, y lo que antes hubiera pasado de largo ya no lo perdona. Simmons por fin decide continuar con la acción, y en un combate realmente intenso, como sólo él sabe describir, el que ha sido hasta ahora mero comparsa y un pobre tonto se basta él solito para acabar a puñetazo limpio con una criatura que le reventó las tripas al legendario Alcaudón (el verdadero motor oculto de toda la serie) en el anterior libro.

Llegamos a la tercera y última parte y la acción se torna de nuevo desenfrenada. Simmons decide echar mano de los pesos pesados, y hace aparecer por arte de magia a los protagonistas de los dos primeros libros. Estos le dan más emotividad a la narración, pero el lector, con la mosca tras la oreja, se empieza a preguntar qué hacen aquí, y la verdad es que algunos no hacen nada; ni Rachel, ni Kassad, ni el Cónsul (meramente testimonial su aparición en dos páginas) tienen justificación.

Creo que he dicho ya que Simmons es un escritor como la copa de un pino. Gracias a eso consigue hacernos entrar de nuevo en el libro, aunque ya esté tocado de muerte. De nuevo, la descripción de las batallas espaciales es majestuosa. Aciertos como la Biosfera -una esfera de vida alrededor de una estrella- y sobre todo la Pasión de la mesías Aenea, semejante en casi todo a la verdadera, hacen que el final sea realmente apoteósico, lágrimas incluidas. El universo resultante acaba retrotrayéndonos a las novelas de hace varias décadas, en las que se podía viajar por el espacio con sólo la fuerza del pensamiento. El desenlace y la solución final son ampliamente satisfactorios, o al menos eso parece al cerrar El ascenso de Endymion.

En conclusión, una novela que se sostiene sólo gracias a la maestría estilística de su autor y que iba para obra maestra y lamentablemente se queda en simple divertimento. A diferencia de sus antecesoras, cuando se piensa un poco, se encuentran bastantes incongruencias, y sobre todo, se hace patente que esta novela no estaba pensada, que ha ido haciéndose sobre la marcha en la cabeza del autor. Conceptos como las parcas, de las que no volvemos a saber nada; o la libreyección, que podía haber ayudado a escapar a la mesías sin necesidad de Endymion; el hecho de que Nemes venciera fácilmente al Alcaudón en el anterior libro, y no utilice el arma con la que venció en éste; el uso de los míticos personajes de las primeras novelas sin venir a cuento; la ubicación del Tecnonucleo, que Simmons vende como sorpresa, olvidándose que ya lo comentó en el tercer libro, etc., todo empuja a repudiar la novela. Sin embargo, El ascenso... gusta y deleita, porque Dan Simmons nos engaña mediante la escritura y esa inagotable imaginación que sabe desplegar como nadie.

El ascenso de Endymion es una entretenida novela que podía haber sido grande, muy grande, pero que se estropea por el empecinamiento del autor en querer demostrar algo. Si Paz interminable, competidora y ganadora del Hugo en el mismo año, fue un libro de forma aburrida y gran fondo, El ascenso de Endymion, curiosamente, es todo lo contrario.

Santiago L. Moreno

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