[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ editorial ] [ nosotros ]
El señor de la luz Lecturas nostálgicas
2001: una odisea sentimental

El señor de la luz
Roger Zelazny
Título original: Lord of Light
Trad. Carlos Gardini
Minotauro, 1986

Volver la vista atrás para abarcar todo lo leído se convierte muchas veces en una experiencia pavorosa ante la magnitud de aquello que hemos olvidado. Son tantos y tantos los libros que han desaparecido bajo las grises cenizas del tiempo, que los que han sobrevivido brillan, si cabe, con una luz más intensa y deslumbrante. Y aun dentro de éstos siempre hay algunos que nos resultan más queridos que los demás. Para mí, El señor de la luz, de Roger Zelazny, es uno de esos libros. Recuerdo que fue un amor a primera vista, uno de esas lecturas que te enganchan desde el principio y que eres incapaz de abandonar...

"Fue en la estación de las lluvias...

Fue en la época en que arrecian las lluvias...

Fue en la temporada de las lluvias cuando las oraciones de los monjes se elevaron, no mediante la pulsación de las nudosas cuentas o la rotación de las ruedas, sino mediante la gran máquina de orar del monasterio de Ratri, diosa de la Noche."

¿Cómo no amarlo? En apenas unas páginas, Zelazny consiguió introducirme magistralmente en las características de su universo, un mundo regido por el panteón de las divinidades hindúes en el que Mahasamatman, el dominador de demonios, lucha como aliado de las fuerzas de la oscuridad para liberar al hombre de la tiranía de las leyes del karma impuestas por los dioses con mano de hierro. En efecto, El señor de la luz vuelve a contarnos la historia de Siddharta, el Buda, pero desde una óptica ciertamente peculiar, en un mundo en el que no todo lo que se ve es lo que parece.

Estilísticamente, el libro siempre me ha parecido una pequeña joya. Escrito con una prosa dulce, en ocasiones profundamente poética y con unas reminiscencias claramente orientales, Zelazny pulsa un gran número de registros a lo largo de la narración. A veces se muestra irónico, como en esa hilarante escena en que Siddharta pide al sacerdote que le ponga por teléfono con dios. A veces melancólico, como cuando Sam y Kali recuerdan sus tiempos como domadores de mundos y el amor que compartieron entonces. Y a veces el relato adquiere unos tintes increíblemente épicos, como en la magnífica escena del combate entre Rild, el estrangulador enviado por Kali para matar a Sam (y que acaba, sin embargo, convirtiendose en su paladín) y Dharma, la Muerte. Plagado de detalles, desde las citas de libros sagrados con las que se abre cada cápitulo a la elección de los nombres de los personajes, a lo largo de sus páginas destaca particularmente el profundo retrato que se hace de la personalidad de Sam, el nuevo Buda, y de las miserias y las grandezas de un hombre que pudo convertirse en dios, pero prefirió no serlo.

Pero donde el libro consiguió fascinarme completamente fue en el modo en que Zelazny es capaz de crear un mundo dentro de su mundo, revelando sutil y paulatinamente los detalles de un universo mucho más vasto y rico que el que sirve de escenario a la narración. Como en uno de esos dibujos de Escher en el que un cambio de perspectiva refleja una imagen completamente diferente a los ojos del observador, llega un momento en que el lector se da cuenta de que el relato de las épicas batallas entre dioses y demonios en realidad encubre una historia distinta. Una historia en la que los dioses son los tripulantes de una nave interestelar destinada a colonizar un remoto planeta lejos de una Tierra casi olvidada. En la que la rueda del karma es el fruto de una tecnología, mezcla de clonación y grabación de recuerdos, desarrollada para poder llevar a cabo ese viaje interestelar. Una historia, en fin, en la que los malvados demonios en realidad resultan ser los auténticos habitantes del planeta derrotados por los humanos, seres de energía que han evolucionado más allá de sus ataduras materiales pero que sin embargo de vez en cuando añoran sus antiguos cuerpos. De este modo, Zelazny transforma El señor de la luz en uno de los mejores ejemplos que recuerdo de la llamada ley de Clarke: cuando la tecnología es lo suficientemente avanzada, resulta indistinguible de la magia. Y el modo en el que todas las sutiles pistas acaban ensamblándose (como la revelación de la autentica identidad de Nirriti, el dios oscuro, y su ejército de zombies) para convertir una historia mitológica en algo realista e inevitable resulta una experiencia apasionante.

Muchas veces, después de leer un gran libro sus ecos quedan resonando en nuestra memoria a través del tiempo, como música que vuelve a nosotros volando sobre el viento del olvido. La historia de Maitreya, el Señor de la Luz, es sin duda una obra de gran riqueza que invita a pensar. Dentro de sus páginas podemos encontrar una profunda reflexión sobre el poder y la libertad, sobre los peligros de la tecnología y los problemas de la colonización interestelar, sobre la clonación, la inmortalidad y sus servidumbres. Pero ante todo, para mí siempre será un libro de tapas oscuras que me hizo soñar y cuyo recuerdo atesoro en mi memoria con la dulce melancolía de aquello que deseamos y no podemos alcanzar jamás.

Cristóbal Pérez-Castejón


Archivo de 2001: una odisea sentimental
[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ editorial ] [ nosotros ]