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Una mirada a la oscuridad
Una mirada a la oscuridad
Philip K. Dick
Título original: A Scanner Darkly
Trad. César Terrón
Col. Ciencia/ficción nº 38
Editorial Acervo, 1980

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Existe algo fascinante en los últimos trabajos de Philip K. Dick, algo que hace de su obra posterior a su experiencia mística de 1974 todo un punto y aparte dentro de la narrativa fantástica. Ni literatura ni autobiografía, y ambas cosas a la vez, la obra de Dick en sus últimos diez años de vida es un constante tour de force en el que su nivel de compromiso consigo mismo alcanza cotas inauditas. Dick hace introspección sobre sí mismo y toda su vida anterior y, sin dejar de hacer literatura, recapacita sobre su lugar en el mundo, sus preocupaciones. Nos hallamos, así, ante una sucesión de obras, unas peores (La invasión divina), otras mejores (Sivainvi, Radio Libre Albemuth), todas realmente apasionantes e inolvidables.

Nos hallamos en un futuro tan cercano que a veces cabe preguntarse si no lo habremos superado ya. La policía introduce de incógnito a sus agentes en el mundo de los pequeños narcotraficantes y, para preservar su verdadera identidad, cuando se relacionan con otros policías los viste con el llamado monotraje mezclador, que los distorsiona a los ojos de los demás. De este modo, se da una situación completamente esquizofrénica: el mismo policía que, embutido en su monotraje mezclador, sigue las evoluciones de los chorizos con los que ha de acabar, puede llegar a ser, en su doble vida, el propio chorizo que está siendo investigado. Fred es uno de ellos. Su alter ego, Bob Arctor, es un camello de M, Muerte, una droga realmente peligrosa, a la que se vuelve adicto. La novela narra el proceso de deterioro de Fred/Arctor, la constante amenaza de ser descubierto, las dudas acerca de quién puede ser un agente infiltrado y quién un simple yonki delator. En la cuneta irá dejando relaciones (más que amistades), posibles amores que no llegan a cuajar y, sobre todo, su propia integridad física y mental.

Y éste es el gran mérito de Una mirada a la oscuridad. Bajo sus paranoias típicamente dickianas, y a pesar de la tenue envoltura en ciencia-ficción (monotraje mezclador literario que nos impide ver lo que realmente quiere Dick mostrar), late una amarga confesión acerca del propio autor, su vida, sus amistades y el mundo de adictos que pasaron a engrosar la lista de difuntos o, como en el caso de su alter ego Bob Arctor, enfermos mentales incurables, una lista que se nos ofrece al final de la novela y que resulta realmente escalofriante, la traca final para un libro impresionante de principio a fin, escrito con las tripas y toda la rabia de un Dick que, si bien siempre dio algo de sí en sus obras, aquí se superó a sí mismo y volcó todo lo que había dentro de él; no en vano, lo consideraba su mejor obra, su única obra maestra. Un libro con sabor a testamento vital que, sin embargo, tuvo continuidad en trabajos posteriores, acaso más satisfactorios desde el punto de vista literario (notablemente Sivainvi) pero en modo alguno desde el emocional. "No soy un personaje de esta novela; soy la novela en sí", dice Dick en el epílogo. Gran verdad, y el mejor resumen posible de este trabajo imperecedero.

Juan Manuel Santiago

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