La edición en castellano de esta antología llega con una década de retraso. Su interés no ha disminuido con el paso de los años, pues su tesis no es otra que demostrar merced a un nutrido catálogo de dispares talentos que el gótico todavía existe, si bien alejado ya de las fórmulas decimonónicas. Es decir, que fiel al espíritu que no a la letra, cabe hablar de un gótico contemporáneo. Pese a alguna ausencia significativa y probablemente obligada, los seleccionadores Morrow y McGrath no se han amilanado en su pretensión de ofrecer un recorrido lo más amplío posible del terror actual: nada menos que veintiún autores configuran la muestra, recurriendo a fragmentos selectos de novelas en el caso de las firmas consagradas, entre las que se cuentan John Hawkes, Ruth Rendell, Peter Straub y Anne Rice (presente a través de un pasaje de Entrevista con el vampiro).
El resto de la antología es tan irregular que demanda una postrera criba o selección, si es que se desea sacrificar el valor testimonial de la obra (a la hora de recoger cuantos más autores, mejor) en aras de la calidad. Con todo y en términos generales, en los cuentos presentados prevalece la búsqueda formal por encima de la trama. Así, Martin Amis en "Horridía" se entretiene creando nuevos vocablos al colocar horri como prefijo. Una horribroma en principio horrigraciosa -una facecia, en verdad- que llega a resultar cansina en su tautológico juegueteo. Entre la pirotecnia formal y la huera experimentación podríamos citar a Paul West y su "Banquo y la banana negra: la feroz delicia del horror", o lo que es lo mismo, nueve lacerantes páginas en la que se suceden sin casi interrupción una ristra de frases interrogativas. La actualidad es la opción que mantiene sin excesiva fortuna Kathy Acker en "J", un esbozo del sida como plaga de nuestros días. Por el guiño metagenérico se decide Jamaica Kincaid y su "Ovando", de vuelo mirífico y arcaicaizante cuño, mientras que en "La tumba de las historias perdidas" William T. Vollmann hace lo propio al reservar al mismísimo Edgar Allan Poe (Eddie) el papel protagónico; entrañable a la fuerza si se lo compara con la revisitación soez e irreverente del mito de Blancanieves de "La reina muerta", escrito por Robert Coover.
Por otra parte, el estilo impresionista en granate y tonos cárdenos domina algunos lienzos e imágenes de mórbido agradecer: los miedos y la explosión de color incontenible de "Sangre", de Janice Galloway; la visiones fugaces de "La cuidapeces" y "Playa Rigor", de Yannick Murphy y Emma Tennant, respectivamente; la mirada perdida de una niña que amplifica y distorsiona retazos de la realidad circundante para fundirlos en un crisol de pavores cotidianos en "¿Por qué no vienes a vivir conmigo? Ya es hora", de Joyce Carol Oates.
Los climas opresivos son la tónica imperante en los notables "Acaso no sabía ella", de Scott Bradfield, y "Newton", de Jeannette Winterson, una recreación del american gothic, los asfixiantes retratos de poblaciones sureñas y del Midwest, en los que no hay resquicio para la intimidad y donde esa gran familia a la que aspira cada uno de estos villorrios es expuesta de forma grotesca y monstruosa, y que encuentra su culminación con una costumbre inconcebible a nuestros ojos de forasteros: plastificar a los muertos; horroroso cenit de este universo cerrado.
Entre lo mejor de la antología se sitúa la cleptomanía como pulsión irrefrenable de "La ruta de Nadeja", debido a Bradford Morrow, uno de los seleccionadores, a la altura de de su colega Patrick McGrath, que en "El olor", de corte clásico, no pierde el pulso ni por un instante (la frase "atraído hacia el olor como una mariposa nocturna al candil" es toda una declaración de principios). Y, cómo no, completa el trío de ases Angela Carter y "El mercader de las sombras", una pequeña joya ambientada en Hollywood, que retrotrae a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) y que corrobora lo intuido en la gran pantalla: que la fábrica de sueños se alimenta de los telares, de las aspiraciones de sus artífices; que los "juguetes rotos" perviven desmadejados y olvidados en góticas mansiones.
Pablo Herranz
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