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El Instante Aleph
El Instante Aleph
Greg Egan
Título original: Distress
Trad. Adela Ibáñez
Col. Gigamesh nº 8
Ediciones Gigamesh, 2000

La ciencia-ficción, como todos los géneros, ha tenido siempre temas recurrentes, ideas, recursos e incluso gadgets que se han popularizado a tal nivel que pocos han sido los autores que no han acabado tirando de ellos. Ahora, por ejemplo, estamos en los tiempos de la nanotecnología y, sobre todo, de los misterios de la física cuántica. No hay autor que se precie que haya publicado ciencia-ficción de principio de los noventa a esta parte que no haya recurrido a la espuma cuántica en alguna de sus novelas, ya sea para apoyar, en la mayoría de los casos, una parte de la trama, ya sea para armar, en una minoría, la base sobre la que gira todo el argumento. Hay incluso una tercera opción: se llama Greg Egan, y su escandalosa radicalidad imaginativa le lleva a horadar los límites de la realidad, empujándole a crear su propia cosmogonía, como en El Instante Aleph.

Mucho es lo que se ha alabado y apoyado al escritor australiano en los últimos años en nuestro país, sobre todo desde la intelectualidad del fandom, pero lo curioso es que la razón para ello, su riqueza en el estudio de la metafísica especulativa, ha logrado que se oscurezca cara al público el resto de sus bondades como autor, que son varias. Porque El Instante Aleph, además de un estilo narrativo desenvuelto, posee una riqueza de personajes y una variedad de ideas "menores", más ancladas en tierra, que constituyen un corpus de mayor peso que la TOE (siglas inglesas de la Teoría del Todo) en sí, tema central del libro.

La trama es bien sencilla. Un periodista decide tomarse un descanso y cambia su próximo trabajo, un estudio sobre la nueva enfermedad llamada Angustia, por otro cuyo destino está en Anarkia, un estado utópico del Pacífico Sur. Lo que parecía una labor fácil -entrevistar a una de las candidatas a conseguir la verdadera TOE- se convierte en una pesadilla en la que correrá peligro su vida y la del mismo Universo.

La presentación de varios sexos y las partes que componen el reportaje ADN basura son un canto a la libertad individual, tanto mental como física, un alegato libertario a favor de la propia elección de cómo queremos ser en ambos aspectos. El dominio de personajes de Egan es ejemplar. Huyen del cliché en todo momento y aunque luchan por adaptarse a la cambiante situación, no lo logran del todo, cruzando diálogos que nunca son de cartón piedra, y que destilan realidad e incomprensión. Andrew Worth, el protagonista, es un perdedor que lucha por adaptarse a una sociedad que emocionalmente se le escapa y en la que no encuentra su sitio, sitio que curiosamente acaba ganando -a mayor gloria de Norman Spinrad- en el más amplio ejercicio de onanismo mental que jamás se haya visto. Como aderezo, Egan hace honores a la contraportada de la novela y deja bien claro en qué bando milita, dedicándose a ridiculizar conscientemente, en un marcado ejercicio de proselitismo racionalista, a todas aquellas organizaciones o maneras de pensar que se amparan en mitos y dioses para atacar a la ciencia.

Curiosamente, si la novela tiene algún punto oscuro hay que buscarlo allí donde todo el mundo alaba a Egan; en este caso, en lo referente a la TOE o Teoría del Todo. El problema de las especulaciones metafísicas del autor australiano es que en algunos tramos su narración se sofistica hasta extremos angustiosos debido a un marcado manierismo cientificista; y si bien estos tramos son necesarios, obligan a una lectura repetida para atisbar siquiera los conceptos que quiere hacer llegar al lector. Egan manipula los hallazgos más recientes de la ciencia y los utiliza con la persuasión de un vendedor, hasta el punto de convencer al lector de que la magia quizás sí existe.

Acabando donde comencé, intranquiliza desde un punto de vista autóctono lo que una mente brillante -hablamos de escritores de ciencia-ficción- puede hacer con los misterios de la cuántica: hacer pasar como ciencia-ficción algo que huele a fantasía, sabe a fantasía y parece fantasía. ¿Será fantasía?

Santiago L. Moreno

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