"A veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos". Esta frase extraída del cuento de Ray Bradbury "Juguemos a los venenos" da título a Los pequeños monstruos, una antología publicada en una época proclive a esta fórmula editorial; una fórmula cuya innegable virtud era la de recoger el frenesí creativo de una literatura, la fantástica, que tuvo en el cuento, ya fuese inserto en los suplementos de la prensa diaria o en el sumario de una revista especializada, un vehículo privilegiado para asentarse como género. Qué duda cabe que durante el período floreciente de las antologías las había de todo pelaje: más o menos coherentes; las que hacían de compendio de una voz, estilo o generación determinada; o las temáticas, como el caso que nos ocupa.
Pese a lo que nos pueda indicar el título, esta antología no se decanta por una visión especialmente perversa de los infantes, aunque, eso sí, mantiene a la infancia como nexo de unión. El relato de Bradbury es característico del autor: le bastan unos pocos trazos para construir un microcosmos, y escasos personajes para llevar el conflicto o idea central a su esencia. Y en cuanto al estilo, no hay descubrimientos: se vale de la repetición pleonástica y del paralelismo sintáctico, entre los recursos más frecuentes, para dotar a su prosa de una inconfundible eufonía, esta vez a juego con las canciones infantiles de las que aprenderemos un reverso macabro.
August W. Derleth abre con el primer relato de fantasmas de los muchos que aparecen en este volumen. "El metrónomo" se basa en un esquema muy similar a "El gato negro" de Poe, trocando el maullido por un tic-tac en la función de dedo acusador. Afortunadamente, Derleth escora la trama hacia lo sobrenatural (y se aleja pues del racionalismo de Poe), si bien es el oficio del autor, con un crescendo vertiginoso y un clímax insostenible, el que salva a la obra de la mera mímesis. No así en el caso de Cynthia Asquit y "La compañera de juego", excesivamente deudor de Henry James, y del que destacaremos una imagen que si no original sí cabría tildar de afortunada: la del caballito de madera que se mueve al son que le marca su joven e invisible jinete. A medio camino entre las habilidades de Derleth y las de Asquit, se podría situar a Greye La Spina y "El antimacasar", una historia con una ominosa puerta que nunca se abre y que alberga un horror insospechado, y donde la acumulación de "voces roncas", "manos retorcidas" y "bocas contraídas" acaba por contagiar el ánimo del lector.
Bajando un tanto el nivel figuran "Fingida era la arboleda", de Henry Kuttner, sobre una máquina del tiempo y unos extraños juguetes, y "Ellos", de Rudyard Kipling, el creador de Puck, que aquí nos ofrece una amable fantasía.
Punto y aparte merece "Ropas viejas", de Algernon Blackwood, una acongojante historia que solapa y entremezcla distintas vidas y dimensiones en la boca y persona de una niña. Huyendo de tópicos, y con una maestría en la construcción de la trama que desafía el tiempo y desanima a posibles imitadores, Blackwood puntea el relato con horripilantes revelaciones que dejan al lector exánime, por la rotundidad y lo tenebroso del asunto, al tiempo que dota a los personajes de una intensa humanidad en su falibilidad y por la meticulosa descripción de sus pensamientos y temores más íntimos, sin que tampoco descuide cierta ambiguedad, la de la infancia como un estadio particularmente sensible en el que campan a sus anchas la confusión mental y la imaginación desbocada.
Pablo Herranz
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