Me
va a disculpar David Panadero, pero hoy le voy a invadir un poco el terreno
y hablaré de un libro que, si estuviera editado en España, ya habría
merecido un comentario en Cosecha
Roja. Pero la mezcla de géneros es lo que tiene, y, en ciertas
ocasiones, secciones como esta carecen de sentido; no al hablar de esta
novela en particular, pero sí al abordar la obra de determinados autores,
como por ejemplo Bernardo
Fernández y, por extensión, otros escritores mexicanos que iniciaron
su andadura en la literatura fantástica y que, paulatinamente, han ido
escorándose hacia el género policíaco.
La visión que tenemos de la ciencia-ficción mexicana,
tal como le llega al fandom español, es forzosamente sesgada e incompleta.
Apenas existe flujo de autores y contenidos, salvo alguna obra o relato
puntuales: Patricia Flores Figueroa y En
tierra cruenta (Minotauro), Gabriel Benítez y Fluyan
mis lágrimas (Grupo Editorial AJEC) Bernardo Fernández y Gel
azul (Parnaso), algún relato de José Luis Zárate, Mauricio-José
Schwarz, Gerardo Sifuentes o Paco Ignacio Taibo II... Ni que decir tiene que
Gerardo Porcayo, Arturo César Rojas y Alberto Chimal, como si no
existiesen... Cosa que nos perdemos, porque son buenos narradores... Poco más
encontrará el lector español, salvo que empiece a rastrear las
publicaciones especializadas y descubra ensayos de Miguel Ángel Fernández
Delgado y Gabriel Trujillo Muñoz, de quien, por cierto, el año pasado
apareció un libro en España, Mexicali
City Blues, editado por Belaqua, y del que tarde o temprano hablaré en
esta sección.
No obstante, y a tenor de lo poco que se ha podido leer
de estos autores por estos pagos, me temo que la mayoría entraron con
fuerza en el terreno de la ciencia-ficción, porque, a finales de los
ochenta y principios de los noventa, era la manera más válida de plasmar
la realidad mexicana (como dice Bernardo Fernández, pocas ciudades hay más
ciberpunks que México D.F.), pero, con el tiempo, la ciencia-ficción ha
dejado de ser el instrumento idóneo para denunciar las desigualdades
sociales y reflejar el proceso de cambio existente allí, y en su lugar ha
irrumpido con fuerza la literatura policíaca. Si, como decía Sabina, las
niñas ya no quieren ser princesas, me da la impresión (insisto: sesgada,
por las escasas obras que llegan a España) de que los autores mexicanos que
cultivan los géneros literarios ya no quieren ser William Gibson ni Bruce
Sterling, sino Henning Mankell y Yasmina Khadra. O, simplemente, ellos
mismos, y para ello se encuentran más cómodos en el terreno de la novela
negra.
Dudo que a este fenómeno sean ajenos dos tipos de
mestizaje: el intrínseco a la sociedad mexicana, por supuesto, y el
cultural, esa mezcla de géneros tan diversos como el fantástico y el
policial que están propiciando acontecimientos como la Semana Negra de Gijón.
Bajo el mecenazgo de Paco Ignacio Taibo II, y aprovechando la existencia de
editoriales que publican a ambos lados del Charco, los autores mexicanos de
género policíaco han empezado a llegar a España, y han irrumpido con una
fuerza que los ha llevado a disputarse con Argentina y Cuba la hegemonía de
la novela negra latinoamericana. Una buena muestra de este fenómeno es la
concesión del premio Hammett a Cadáveres
de ciudad, de Juan Hernández Luna, en la presente edición de la Semana
Negra... o el Memorial Silverio Cañada, concedido a la mejor primera novela
policíaca del año, que se llevó Tiempo
de alacranes, de Bernardo Fernández, en la Semana Negra del 2006.
En rigor, no deberíamos afirmar que Tiempo de alacranes es la primera novela de Bernardo Fernández,
sino su primera novela policíaca... aunque eso tampoco sea del todo exacto:
"Gel azul" es una novela corta que contiene muchos elementos del género,
aunque nuestro primer impulso sería adscribirla al género de ciencia-ficción,
ya que la acción se desarrolla en un futuro no muy lejano. Lo que tiene de
chandleriano "Gel azul", lo tiene Tiempo
de alacranes de Barry Gifford. Y adscribir la obra de Bernardo Fernández
a un género concreto no le hace justicia, ya que ha cultivado el relato
para niños, la ciencia-ficción, la novela negra y el diseño gráfico.
Partiendo de dos personas reales, en los que se inspira
para crear los personajes del Güero y Obrad, Bernardo Fernández urde una
trama alocada y triste, frenética y real, en la que retrata la convulsa
sociedad mexicana, el mundo del narcotráfico, la corrupción, el alcohol y,
en especial, el lenguaje popular. La utilización del lenguaje, una de las
grandes aportaciones del ciberpunk mexicano a la ciencia-ficción en lengua
española (movimiento en el que Bernardo Fernández jugó un papel
determinante, tanto por sus obras -que se pueden leer en las recopilaciones
¡¡Bzzzzzzt!!
Ciudad Interface
y El
llanto de los niños muertos- como la revista SUB, que codirigió junto con Pepe Rojo), adquiere en Tiempo
de alacranes la condición de personaje protagónico. La narración
transcurre al ritmo de narcocorrido, con alusiones continuas a los Tigres
del Norte y los Tucanes de Tijuana. Cada personaje está dotado de una voz
propia, en una recreación formidable del lenguaje de la calle, pero el
aspecto más llamativo, lo que hace de Tiempo
de alacranes una estupenda novela experimental, a la par que un
testimonio de la riqueza léxica de nuestro idioma y de las bondades del
mestizaje, es el tempo y el enfoque con que Bef maneja los puntos de vista.
Cada personaje está dotado de un punto de vista que difiere, no sólo en la
percepción de la realidad externa, sino en la manera de narrar. Alberto Ramírez,
el Güero, se expresa en primera persona, en un estilo muy vivo,
chandleriano si se quiere, relativamente limpio de modismos (y ese
relativamente significa que se puede entender sin ser mexicano). Checo, el
compadre del Güero, habla en diálogo con un supuesto entrevistador, un
torrente de ideas en forma de parrafadas de tres páginas, con una sintaxis
endiablada y un lenguaje trufado de localismos. De Tamés y el Gordo, los
dos matones que buscan al Güero, sabemos en tercera persona, como si fueran
unos secundarios cuyos pasos estuvieran predeterminados por el narrador
omnisciente, que se expresa en un correcto castellano. El general Díaz
Barriga, corrupto, también habla en declaraciones a un supuesto
entrevistador, con un tono paternalista y amigo de refranes y circunloquios.
Las noticias extraídas del diario Reforma
están escritas con un tono sensacionalista, casi más propio de las
redacciones del periódico Hush-Hush,
que escribía el personaje encarnado por Danny de Vito en L.
A. Confidential. Las líneas de pensamiento de Obrad, el refugiado
bosnio que se asocia con Lizzy y Fernando, dos narcojúniors
en un viaje, digno de Asesinos natos,
que los lleva desde Canadá hasta el norte de México, es un caos de
sensaciones, en cursiva, deconstruido más que desestructurado, un puro vértigo
de chispazos que funciona por asociación de ideas y nos muestra una mente
al borde de la insania, una máquina de matar a punto de entrar en acción.
El lenguaje propio de cada personaje lo define como
tal, así como el estilo en que se narran sus andanzas: del Güero sabemos
que es el punto de vista principal, porque narra en primera persona, lo cual
nos puede arrojar cierta luz sobre el desenlace de su trama. Es un personaje
crepuscular, a la manera de un Harry el Sucio dirigido por Robert Rodríguez.
Hastiado de su vida de matón, decide jubilarse, pero recibe un último
encargo que, de manera inevitable, se complica. Arrepentido, deja vivir a la
víctima, con tan mala suerte que, al intentar devolverle el anticipo a su
empleador, la oficina bancaria en la que se ha detenido es atracada por la
banda integrada por Lizzy (hija de un poderoso narco), Fernando y Obrad. Los
atracadores son unos chapuceros, de modo que el intento termina como el
rosario de la aurora, con el Güero secuestrado, el dinero sin depositar, el
Señor (el empleador del Güero) lanzando en su búsqueda a Tamés y el
Gordo, y, en definitiva, dando lugar a una trama repleta de persecuciones,
en la que abundan los tiros certeros (tanto los ficticios entre los
personajes como los de Bernardo Fernández hacia la política mexicana), los
emisarios del capo narcotraficante se autodestruyen en treinta segundos pegándose
tiros en la sien, las casas de putas son el escenario de matanzas
policiales, los atracos se saldan con cabezas voladas, los moteles de
carretera son mudos testigos de flirteos prohibidos y peligrosos, las hijas
de los narcos tienen miedo y se encaprichan de perdedores, los refugiados
balcánicos son confundidos con gringos y resulta prácticamente imposible
distinguir a los defensores de la ley de los narcos, a los policías de los
sicarios, a los procuradores de los militares que defienden el estado de las
cosas, a un coche tuneado de una carroza fúnebre, una razzia
policial de un ajuste de cuentas entre bandas (pues, en última instancia,
los medios y fines de ambas son los mismos) y una noticia puramente
divagatoria de una manera muy sui
generis de interpretar lo que ha sucedido en realidad. Tiempo
de alacranes se erige en el retrato coral, muy breve y frenético, de
una sociedad herida de muerte por el narcotráfico, la violencia juvenil, el
alcohol y la corrupción, y lo hace con un lenguaje brillante y un pulso
narrativo casi cinematográfico, que lo hicieron merecedor del premio
nacional de novela Una Vuelta de Tuerca en su edición del 2005 y la
publicación en la editorial Joaquín Moritz, filial del Grupo Planeta en México.
Todo esto viene a cuento de que, por primera vez desde que existe esta sección,
estoy hablando de un libro inédito en España, pero que viene avalado por
premios (uno de ellos, concedido en la Semana Negra de Gijón), buenas reseñas
y el hecho de que el autor ya ha sido publicado en nuestro país. ¿Quién
se atreve a editarla en España?
Archivo de
La Quinta Columna
|