Título original: Hard
Candy
País y año:
EE.UU., 2005
Dirección: David Slade
Duración: 103 min.
Guión: Brian Nelson
Intérpretes: Patrick Wilson (Jeff Kohlver), Ellen Page (Hayley Stark), Sandra Oh
(Judy Tokuda), Odessa Rae (Janelle Rogers), Gilbert Jones
Producción: David Higgins, Richard
Hutton y Michael Caldwell.
Música: Molly Nyman y Harry
Escott.
Fotografía: Jo Willems.
Montaje: Art Jones.
Diseño de producción: Jeremy Reed.
Dirección artística: Felicity Nove.
Estreno en EE.UU.: 14 de abril de 2006.
Estreno en España: 12 de mayo de 2006.
El
género cinematográfico está malacostumbrando a los buenos aficionados al
terror. Por un lado, está distribuyendo y difundiendo masivamente películas de
terror dirigidas a un público adolescente, entendiendo a éste como un grupo de
espectadores inmaduros fácilmente impresionables, que se venden con la etiqueta
de "terror" hasta el punto de apoderarse de ella. Por otro, ha
explotado lo explícito en los recursos visuales y sonoros con tal extenuación
que ha llegado a insensibilizar al espectador (sonidos chirriantes y repentinos
para provocar sustos, seres feos y repugnantes, montaje discontinuo de escenas
para generar desasosiego, etc.). Qué difícil es hacer hoy una película de auténtico
terror; una película de ésas que sugieren, que horrorizan por lo que deja
entrever, por lo que el público alimenta en sus cabezas.
En
ese sentido, Hard Candy es una notable y arriesgada propuesta. Se trata
de una película de terror psicológico, aunque realizada sobre materiales en
principio hasta contraproducentes: es una película luminosa, sin efectos
sonoros meritorios, cuyos interiores se graban en una casa diáfana, con
personajes en principio agradables, magistralmente ambigua. Aun así, se
construye una obra asfixiante, retorcida, perversa y aterradora. En la superación
de esas dificultades, de esos retos que el propio director se ha impuesto (nada
le habría impedido elegir otros actores, otra fotografía, otros escenarios)
radica gran parte del valor de esa película. Además, obviamente, de una
excelente ejecución, donde debemos destacar el papel de la actriz Ellen Page,
cuya interpretación, que destila dulzura y maldad al mismo tiempo, es una de
las claves del film.
Como
historia de relato negro, desde un plano criminal, la obra deja sueltos
demasiados cabos, por lo que se puede deducir que la orientación no es ésa,
pues demanda la suspensión de la incredulidad en ese aspecto, sino la indagación
en la tensión e incertidumbre de la tortura.
Desde
el inquietante comienzo, en el que vemos cómo un hombre que ronda la
treintena se cita con una muchacha de catorce años, la película juega con nuestra
propia proyección del horror, con que nosotros somos capaces de imaginar cosas
más terroríficas que lo que pueden mostrarnos las cámaras. La función de éstas
es sólo mostrarnos hechos sugerentes, disparar nuestras mentes en una
determinada dirección.
Los
primeros cuarenta y cinco minutos son realmente memorables en ese sentido.
Escena tras escena, David Slade y Brian Nelson juegan a desconcertar a los
espectadores, haciéndoles cambiar de parecer. Éstos no saben qué es cierto,
qué es mentira, cuál de los dos personajes que acaparaban casi absolutamente
la atención de la cámara está siendo engañado o es un perturbado. Los
secretos de ambos que se sugieren, mediante indicios totalmente
malintencionados, confunden al público y avivan la trama.
A
través de la palabra (por tanto, de la evocación, de los signos), entramos en
la mente y mundo de los personajes. Las conversaciones entre ambos
protagonistas, que ocupan prácticamente la totalidad del metraje, son un
ejercicio notable de palabra llevada a escena. Realmente configuran un universo
propio de hechos y valores. O eso creemos, y eso intentan hacernos imaginar sus
autores. Las certezas se construyen y destruyen a cada minuto, lo que genera un
desasosiego extraordinario en el público.
Pasada
la mitad de la película, la historia decide un rumbo, deshecha en parte ese
juego entre la confusión por la hipotética perversión de los personajes y,
aunque manteniendo esa ambigüedad hasta el final, donde el relativismo se hace
extremo, explora cómo manejar la tensión dramática mediante la tortura. De
ese modo, la esperanza y la desolación se alternan, el pánico ante las
situaciones límite y la atrocidad se apodera del espectador y la indagación en
la perversión y la maldad de los personajes cobra el protagonismo absoluto.
Incluso la ambigüedad también es moral: ¿son correctas las acciones de los
personajes? ¿Pueden permitirse? ¿Hay alguna justificación para ellas? ¿Existe
la redención?
La
escalada de tensión es continua, pero muy bien sostenida por Slade, en parte
gracias a la labor de Ellen Page, y el cierre climático supone un excelente
colofón para un ejercicio de exploración psicológica espléndido.
Así, por tanto, Hard Candy es un película
arriesgada, original e inteligente, que juega con espolear al espectador y con
indagar en la esencia del terror contemporáneo: que el verdadero horror está
encerrado en nosotros mismos.
Alberto García-Teresa
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