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Alberto CairoLecturas extemporáneas
Fuera de onda
Alberto Cairo


José Luis Corral
Trafalgar

Mera acumulación de datos

Es un tópico de nuestra prensa el lamentarse de que la historia española, tan rica en hechos susceptibles de transformarse en narraciones, no haya dado una tradición de novela histórica en la que se conjuguen, como sucede en otros lugares, la tragedia, la épica y el drama. En los últimos años, sin embargo, ha surgido un pequeño grupo de autores que, con timidez de explorador, comienza a publicar tras la estela de un Pérez-Reverte cada día más encumbrado con su saga de Alatriste (hasta juego de rol han sacado. Viva el cross-marketing).

José Luis Corral es uno de esos narradores. Con unas cuantas novelas en su haber, todo parece indicar que le ha llegado el éxito tanto por las que se ocupan de una historia ajena (El amuleto de bronce, sobre Gengis Khan), como por las que tratan el pasado de nuestro país: El Cid y Trafalgar. Tenía ya ganas de hincarle el diente a algún libro de Corral, con la esperanza de descubrir a un Bernard Cornwell castellanoparlante.

Pero me he encontrado con un nuevo César Vidal (o con un nuevo Díaz-Plaja, no sé qué será peor). Es decir: con otro escritor erudito, historiador, para más señas, que piensa que una novela puede construirse sólo con la mera acumulación de datos. Los personajes ficticios no tienen peso y los que se corresponden con seres reales (en este caso, Godoy, Carlos IV o Fernando VII) hablan como si alguien los hubiera sacado de un manual de la UNED. He aquí lo que le dice el insigne dramaturgo Moratín al protagonista de la novela cuando ambos se lamentan del mal estado de España, acosada por dos colosos como Gran Bretaña y Francia y corroída desde dentro por una piara de nobles y curas:

“No es usted una excepción en estos convulsos tiempos que nos ha tocado vivir, Francisco. España es toda ella una loca contradicción. Aquí los ilustrados somos conservadores y defendemos la monarquía absoluta como la mejor fórmula de gobierno para los pueblos, aunque nos escandalizamos cuando esas mismas fuerzas conservadoras que defendemos han conducido a nuestras universidades a la decadencia y al retraso con respecto a las europeas; el pueblo pasa hambre y muchas otras carencias, pero se dejaría matar por besar la suela enlodada de los zapatos de su rey; la mayor parte de la nobleza vive ociosa en su molicie, mientras sus heredades pierden valor y sus rentas disminuyen a causa de la falta de actividad económica (...) los comerciantes y artesanos renuncian a buscar nuevos mercados por conservar lo poco que les queda...” (p. 376)

Pardiez, ni que estuviéramos ante un tratado de Tamames... Ese tono de puritano didactismo impregna todo el libro de la primera hasta la última página (diríase mejor ultimísima: 475, nada menos), y su lectura sólo es recomendable para corazones fuertes o, en mi caso, para interesados por la historia militar. Aunque, bien pensado, tal vez ni eso, puesto que el título, Trafalgar, no hace justicia a lo que realmente se nos narra. Si en la antañona novela de don Benito, las musas lo tengan en la gloria, se hacía gravitar el conjunto de peripecias alrededor del punto focal de la batalla, en la de Corral, el hundimiento final de la decadente armada española constituye un mero episodio -bastante bien contado, todo sea dicho- en la azarosa vida del protagonista, Francisco de Faria, guardia de corps y familiar de Godoy. Con la excusa de llegar a la derrota de los almirantes Villeneuve -francés- y Gravina -español- se malgastan 200 páginas (por cierto: el autor no tiene recato en exaltar las virtudes de los soldados españoles, pese a su falta de preparación, frente a los engreídos mandos gabachos, mal rayo los parta; no se defenderán aquí las virtudes de los marinos napoleónicos, pero un poco más de ecuanimidad sería de agradecer). Para contar lo que sucedió después hasta el alzamiento del 2 de mayo, se malgastan otras 200. Quedan en el medio unas 70 de interés.

¿Merece la pena el esfuerzo? Todo depende de lo que sepan ustedes de la época. Si saben poco, y quieren enterarse de lo inútil que era Carlos IV y de lo traicionero que era su hijo -hay quien defiende las virtudes de los best sellers más infectos como medio de aprendizaje-, el libro es prolijo en largas parrafadas con múltiples fechas y en análisis prolijos que más que enriquecer el relato, lo entorpecen. El pecado de la novela histórica: ser demasiado histórica y demasiado poco novela. Francisco de Faria, sus dos amores y su ayudante son meras excusas para llamar a este libro “narración”. Es decir, más cercano al citado César Vidal que a Bernard Cornwell, a (gloria bendita) Gore Vidal o a Robert Graves, a los que no les hace maldita falta de decir que tal cosa “sucedió el 3 de junio de 1806” para que nos sintamos transportados a las eras que nos describen. Sólo como libro de texto funciona Trafalgar, pues. Sus personajes carentes de nitidez la desvirtúan como novela tradicional, y la falta de tensión dramática la aparta de las narraciones de aventuras con trasfondo real. Qué pena.


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