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Alberto CairoLecturas extemporáneas
Fuera de onda
Alberto Cairo


Daniel Jonah Goldhagen
La Iglesia católica y el Holocausto: una deuda pendiente

Antisemitismo vaticano

En ocasiones, lo más peligroso para la integridad personal es darle demasiado bombo a lo obvio. Daniel Jonah Goldhagen lo hizo hace algunos años con un libro áspero, Los verdugos voluntarios de Hitler, y no tardaron en hacerse oír las voces que le acusaban de querer cargar sobre los hombros de los alemanes una responsabilidad colectiva, cuando todos sabemos que las responsabilidades colectivas (como los derechos colectivos) son cuestión peliaguda, porque si bien es bastante sencillo establecer los límites de una persona (¿su piel?) no lo es tanto hacerlo con un grupo humano, por mucha muñeira o arriesku que bailen sus gentes. Sin embargo, Goldhagen en aquella obra no nos hablaba de una responsabilidad global del pueblo alemán, sino de una gigantesca acumulación de pequeñas responsabilidades individuales que, juntas, acababan por dibujar un fresco atroz de lo que fue la etapa nazi. El propio Goldhagen nos recuerda el prólogo de aquel libro:

“Puesto que el análisis aquí efectuado recalca que cada individuo eligió la manera de tratar a los judíos, el método analítico es absolutamente contrario a toda noción de culpabilidad colectiva, contra la que proporciona una argumentación convicente.” (p. 13).

Es decir, lo único que hace Goldhagen es olvidarse de lo que antes eran “estructuras abstractas y fuerzas impersonales” (¿cuántas veces habremos leído aquello del “miedo” de los alemanes ante sus gobernantes nazis o lo de que actuaban poco menos que “obligados” por una propaganda de masas eficacísima...?) y centrarse en las actitudes de los individuos. ¿Le servía a Goldhagen la mera acumulación de anécdotas para elevarse hasta la categoría? Pues en Los verdugos voluntarios de Hitler, sí. Y en La Iglesia católica y el Holocausto, también. Aunque sus “propuestas de expiación de la culpa” sean bastante más discutibles.

El personaje central del libro es Pío XII, el Papa Pacelli, el más controvertido pontífice de los últimos tiempos. Toda la primera parte está dedicada responder a la siguiente pregunta: ¿por qué Pío XII no intervino con energía ante la matanza de los judíos, de la que tenía noticia? Más en concreto: “¿Por qué Pío XII excomulgó en 1949 a todos los comunistas del mundo, entre ellos a millones que nunca habían derramado sangre, pero no excomulgó a un solo alemán o no alemán de los que sirvieron a Hitler -o incluso al propio Führer, nacido en el seno del catolicismo- en ese cuerpo millonario de verdugos voluntarios de los judíos?” (p.61). Goldhagen desmonta una por una las argumentaciones que se han usado para defender al Papa. Por una parte, niega que eligiera “no hacer más por los judíos porque tenía que mantener la neutralidad del Vaticano con el fin de no poner en peligro a la Iglesia”, cuando el Vaticano sea tal vez el estado menos neutral del mundo. Goldhagen destroza este primer amago señalando que el Papa condenó la invasión alemana de Bélgica, Holanda y Luxemburgo de manera radical e inmediata, además de protestar insistentemente contra los malos tratos que los nazis dispensaban a los católicos (incluyendo en su grey incluso a los judíos conversos). La Iglesia no sólo no protestó por la “erradicación” de los judíos, sino que incluso dio legitimidad a un gobierno racista, belicoso y antidemocrático firmando un Concordato, negociado cuando Pacelli era aún secretario de Estado Vaticano.

Contra los que señalan que Pío XII “no pudo hacer más” de lo que hizo, o incluso que era un “personaje de su época”, Goldhagen narra las acciones coherentes con la moral cristiana de iglesias como la luterana danesa que, respaldada por prácticamente todo el país, se opuso de forma sistemática a las pretensiones de los nazis durante la ocupación de llevarse a todos los judíos. Los luteranos escondieron a los judíos e incluso los enviaron a países como Suecia, donde estarían seguros. Además, a medida que avanza el libro, va dejando caer que su dedo acusador no va a detenerse en Pío XII, y da un repaso a los mandatarios católicos locales de varios países, como el obispo de Sarajevo, un ser abyecto (entre otros muchos seres abyectos descritos) que en su periódico diocesano de 1941 explicaba con estas palabras las razones por las que se perseguía los judíos:

“Los descendientes de quienes odiaron a Jesús, de los que le persiguieron hasta la muerte, le crucificaron y persiguieron a sus discípulos, son culpables de mayores crímenes que sus antepasados. La avaricia judía aumenta. Los judíos han llevado a Europa y al mundo hacia el desastre moral y económico (...) Satán les ayudó en la invención del socialismo y del comunismo. El amor tiene un límite. El movimiento de liberación mundial que pretende liberarse de los judíos pretende la renovación de la dignidad humana. Dios, omnisciente y omnipotente, está detrás de dicho movimiento.” (p. 119)

Lejos de ser el vómito de un demente, el texto del obispo es uno más entre muchos otros que Goldhagen se molesta en transcribir literalmente con el fin de dar el siguiente paso: investigar de dónde surge el pensamiento de todos esos miserables. Y la conclusión no es demasiado cómoda, a pesar de ser conocida: de la génesis de la Iglesia católica. En efecto, como decía el cardenal August Hlond, de Polonia en 1936, la Iglesia ha percibido desde siempre “que los judíos están librando una guerra contra la Iglesia católica” (p.118). El antisemitismo racista es una derivación decimonónica del religoso, convenientemente transformado por la jerga seudocientífica tan del gusto del XIX.

“Ahondar en el desarrollo histórico (...) del antisemitismo eclesiástico es excavar en el semillero ideológico del que surgieron las ideas que alentaron a los perpetradores del Holocausto (...). El credo cristiano [sostenía] que una vez que Jesús había cumplido la profecía mesiánica del judaísmo, comenzaba una nueva era que sustituía a la judía, ahora anacrónica (...). Los judíos habían de tornarse cristianos (...). Si los hebreos, el pueblo de Dios, rechazaban la divinidad de Jesús y a su Iglesia, entonces, o bien Cristo no era divino y la Iglesia estaba en el error, o ese pueblo se había apartado del camino dictado por Dios (...). El Evangelio según san Juan pone en boca de Jesús las siguientes palabras sobre los judíos: “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros nos las escucháis porque no sois de Dios”. ¿Si no eran de Dios, de quién eran? Según Juan, Jesús reconoce la verdadera identidad y la auténtica naturaleza de los judíos cuando dice: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre.”.” (p.85)

Y es que los textos están ahí para que todo el mundo los lea, no para dejar que otros los interpreten...

En cuanto a afán polémico, bien fundamentado, por mucho que les duela a ensayistas creyentes (César Vidal, protestante, ha escrito encendidos comentarios de este libro), La Iglesia católica... es impecable. Sin embargo, Goldhagen patina en la segunda parte del libro, en la que propone “soluciones” a lo que considera un desencuentro histórico entre dos de las religiones más importantes del mundo. No porque sus propuestas carezcan de interés, sino porque -es mi pesimista opinión- son irrealizables. Más allá de reparaciones morales -que las ha habido, las hay y bienvenidas sean las que vayan viniendo- y económicas -no tan abundantes-, Goldhagen solicita una revisión nada menos que de los pilares fundamentales de la doctrina católica, lo que equivaldría a una reescritura de la Biblia y a una interpretación crítica de los textos que quedaran sin tocar. También llevaría a repudiar textos muy recientes, como la Dominus Iesus (2000), que mantiene a la católica como única religión “verdadera” y llama a hacer discípulos en “todas las naciones”, lo que Goldhagen considera un intolerable “imperialismo”. O a eliminar la condena del “indiferentismo religioso”, la creencia de que toda religión puede conducir a la salvación. O a aceptar de buena gana el pluralismo religioso (que admite hoy en día como mal menor).

El problema es que si uno llega a esos extremos, ¿por qué no solicitar también la revisión de todas las religiones que, como la católica, sienten la tentación de la hegemonía no sólo moral, sino también política? Porque entonces tendríamos que meternos de lleno con todos los monoteísmos “de libro”, que, en estos asuntos, no se diferencian tanto del católico, por mucho que éste tenga una cabeza tan visible y vocinglera como el Vaticano. Claro que el propio Goldhagen reconoce que “todas las religiones propenden a la intolerancia recíproca” y, dejándose llevar por el signo de los tiempos, que “la religión más peligrosamente intolerante de nuestro tiempo, tanto en general como para los judíos en particular, no es el catolicismo, sino el Islam”, perdiendo de vista dos hechos fundamentales: uno, que, si es cierto que el Islam es “peligroso”, es porque existen estados teocráticos, es decir, que dicha religión es políticamente hegemónica en ciertas partes de la Tierra, y que cuando otras religiones gozan del mismo estatus en otros países, actúan exactamente de la misma manera, puesto que sus raíces intolerantes son muy similares (es triste decirlo, pero las religiones sólo son medianamente positivas para la comunidad cuando sus jerarcas se sienten amenazados por la indiferencia social). Y dos, que hablar del Islam como de un saco impermeable en el que tienen cabida desde los wahabitas saudíes hasta los musulmanes laicos es como mantener que Hans Küng tiene la misma catadura moral que el obispo de Mondoñedo, el integrista José Gea Escolano.

Muy discutible, también es la curiosa idea que tiene Goldhagen de Israel como patria para todos los judíos, que debe ser reconocida de hecho y de derecho por la Iglesia católica, que hasta ahora lo considera casi “un mal menor”: “En este mundo de estados-nación, son solamente los pueblos que tienen un Estado-nación los que gozan de plena protección política, en especial cuando el estado democrático, como es el caso de Israel. Todo el que niegue este derecho a los judíos hoy en día sin negarlo al mismo tiempo a todos los demás pueblos (...) es antisemita”. Pues vaya, acabo de descubrir al antisemita que llevo dentro. Porque una cosa es defender a Israel como estado democrático -y no, mucho ojo, como estado democrático judío, que es de lo que Goldhagen habla- frente al acoso terrorista (sin suavizar las críticas a gobernantes actuales y pasados) y otra es reconocer que los “pueblos” tengan “derecho” a poseer estados. ¿Para qué? Hay judíos en Estados Unidos plenamente integrados como ciudadanos (tienen, pues, un Estado que los acoge y defiende), hay judíos en Alemania, en Francia, incluso en las muy católicas España e Italia, países todos ellos democráticos y respetuosos con la libertad y el pluralismo religiosos. Los “pueblos” no tienen “derecho” a nada. Las personas, sí. El propio Goldhagen cae en la trampa de la que advierte en el prólogo de Los verdugos voluntarios de Hitler. Se olvida de los individuos y pasa a otorgar categoría de “existente” al colectivo.

Así, el remate del libro es lo menos satisfactorio, por precipitado y quimérico. Sin embargo, la línea principal de argumentación de Goldhagen contra la Iglesia católica y su obcecación en no arrepentirse con sinceridad de los errores pasados pierde poca fuerza. Porque es muy sencillo pedir perdón al mismo tiempo que se procede a la elevación a los altares de Pacelli (tiempo al tiempo). Y es que el antisemitismo aún ronda por los pasillos vaticanos: ahí tenemos al moderno torquemadita Ratzinger, quien hace unos meses, ante la ristra de casos de pederastia descubierta entre mandatarios católicos de EEUU, acusó a la prensa norteamericana de estar dominada por unas “fuerzas en la sombra” que no identificaba, siguiendo el dicho aquél del entendedor y las palabras. Porque todos sabemos qué religión profesan presuntamente los dueños de la prensa del imperio, sobre todo los de los diarios más influyentes, como el New York Times...


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