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Alberto CairoLecturas extemporáneas
Fuera de onda
Alberto Cairo


Gonzalo Puente Ojea
Opus minor

El discurso materialista

Mi debilidad por Gonzalo Puente Ojea nace de un hastío. Como asistemático lector de ensayos, estoy un poco cansado de divulgadores simpáticos, amenos y deseosos de contentar a un gran público al que suponen atento a sus argumentos, pero que no les presta demasiada atención, al tiempo que no satisfacen del todo a su verdadero target -adaptémonos a los tiempos que corren-, que son los que ya pasan de lugares comunes. Ese problema, disculpen la digresión, es el que tiene el reciente Dictamen sobre Dios, de José Antonio Marina, un excelente ensayo que habría sido mucho más excelente de haber hecho mayor hincapié en el recurso a las fuentes, y no en la mera habilidad discursiva.

Opus minor. Gonzalo Puente Ojea. Ed. Siglo XXI, 2002

En este sentido, toda la obra de Gonzalo Puente Ojea está cubierta por una pátina de aspereza deliberada, inmune a cualquier tentación vulgarizadora. Anclado en la soberbia justificada del que se sabe experto en algo, el autor nunca ha aspirado a descender al nivel de sus lectores, sino que espera de éstos un esfuerzo por elevarse. Para los apologistas de lo blando, lo útil, lo fácilmente digerible, ello es evidencia de pedantería y elitismo. Para mí, es simplemente sinceridad y honradez para con los que esperamos de este tipo de libros ideas reveladoras y fundamentadas, no meros jugueteos formales conceptualmente vagos, inútiles y evanescentes. Adoro que de cuando en cuando algún autor me ponga a prueba para comprender lo que me cuenta, a pesar de que a veces no lo consiga. En concreto, su penúltimo libro, El mito del alma, me resultó excesivamente árido, por culpa de mis confesas (y dolorosas) lagunas de conocimiento en "ciencias". Por el contrario, su libro más reciente, Opus minor, me ha redescubierto los placeres que me depararon en su momento textos brutales, rigurosos, sinceros y reveladores en cada página, como Elogio del ateismo o Ateismo y religiosidad. (Un error grave, por cierto, en el título, que el propio autor nos comenta en un prefacio encartado con precipitación por los editores: tendría que ser Opus minus).

El principal interés de Opus minor es, también, su debilidad esencial. El deseo de agrupar dentro de unas mismas tapas textos sobre los temas más variados conduce a que algunos de ellos, especialmente los no referidos a temas religiosos, no estén tratados con la profundidad que merecen, y sean meros apuntes para trabajos posteriores (véase el simplismo con el que resuelve el supuesto "conflicto político" del País Vasco). Además, al haber reunido prólogos, epílogos y artículos, la reiteración es inevitable: la divergencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la Fe está explicada en no menos de cinco ocasiones, al igual que la "falacia conativa", que veremos más abajo. En ocasiones, esta reiteración resulta interesante para comprobar la evolución del autor con respecto a ciertos asuntos: por ejemplo, su opinión sobre los agnósticos. En los textos más antiguos, Puente Ojea mantenía una visión amigable de ellos, los hermanaba con los ateos. Sin embargo, en los más recientes, reprocha al agnosticismo que no se arriesgue a afirmar la no existencia de Dios, y que postergue la toma de postura a una futura (e imposible) demostración de tipo científico. El ateo, afirma el autor, es mucho más sincero y duro en este aspecto, porque acepta que "ningún hecho de experiencia probará la falsedad del discurso religioso, porque éste se compone de enunciados respecto de los cuales no cabe imaginar una situación empírica observable que los contradiga. (...) De Dios puede decirse todo -ad libitum- porque no se conoce nada" (p. 61) y nos obliga a extraer consecuencias de ello: tiene la misma validez afirmar que Dios es uno y trino que decir que es un elefante barrigudo que nos observa desde un trono fabricado con mazapán en los confines del cosmos.

El eje de toda la obra de Puente Ojea es la religión, partiendo de los motivos que llevan a la especie humana a dotarse de ella, siempre bajo la forma de una sublimación de soluciones imaginarias a conflictos con el entorno. Alrededor de ese eje giran todas las "ideas-fuerza" que maneja. La primera de ellas, que no es intuición suya, pero que desarrolla con notable habilidad, es que el elemento central de cualquier hecho religioso no es la existencia de un Dios o de varios, sino la invención del alma. Sin almas, sin animas, no habría creencia, porque en esa maravillosa fantasía espiritual el ser humano vuelca toda la frustración provocada por el inexorable tránsito hacia la extinción, y toda la esperanza de que más allá de dicho hiato exista "algo mejor". Dicha invención del reino de lo suprafísico tiene una segunda utilidad inconsciente: "El hombre se daba cuenta de que había elementos que no controlaba y había que darles una explicación, aunque fuera seudorracional, pero con pretensiones de racionalidad" (p. 364, en una entrevista con Frank G. Rubio). Así, el anima es una argamasa perfecta para rellenar las fisuras de una visión omnicomprensiva del entorno. El ser humano es víctima de su propia tendencia a la homeostasis vital, herida por la incapacidad de explicar ciertos fenómenos. Ni que decir tiene que Puente Ojea predice que la religiosidad se retirará paulatinamente de las áreas en las que todavía tiene poder a medida que los logros de las neurociencias vayan calando en la opinión pública y ello conduzca a la eliminación de la idea de alma. Por supuesto, concluiremos, la asunción por parte del ser humano de la realidad exclusivamente material de la existencia solucionará discusiones mundanas comunes, como el derecho al aborto o el uso de células madre embrionarias en investigación: si el alma no existe, no hay ninguna razón para considerar ser humano a ese cúmulo de células indiferenciadas en los comienzos de la gestación. (Es fundamental, por cierto, recordar esto: las células primeras pluripotenciales no son nada, o, mejor dicho, pueden llegar a convertirse en cualquier cosa, lo que zanja cualquier discusión sobre estos asuntos, salvo que se recurra al argumento del alma, que es lo que se suele hacer hoy en día).

Por otra parte, otro reflejo del uso de la fe como fuente de inteligibilidad de lo físico es la eterna (y absurda) pregunta sobre el "sentido" del universo. Puente Ojea resuelve este falaz problema de una manera irónica y elegante: "Las cosas no tienen per se un sentido, además de su mera existencia. Las cosas son lo que hay, sin más. Sólo adquieren un sentido que las trascienda en el seno de la praxis humana. No hay un porqué ni un sentido de las cosas sino el que adquieren en el ámbito de la conducta del ser humano, en cuanto medios o fines dentro de acciones concretas" (p. 58). Y aún más: "El universo de todos los existentes no es un existente, no es un objeto de la realidad empírica. Afirmar lo contrario es incurrir en un craso realismo nominal o conceptual". (p. 59). Más claro, agua.

En relación con la invención de lo suprafísico por pura ansia de tranquilidad ante lo que nos rodea está la "falacia conativa", otra de las constantes en Puente Ojea, y una de las más sugerentes y feuerbachianas: "Se cree, en último término, lo que se desea creer, porque se supone que el deseo de algo implica la existencia real de este algo". La falacia conativa es una hipótesis de difícil refutación. Basta con discutir con algún creyente para comprobarla: tarde o temprano, dependiendo del arraigo que la fe tenga en él, llegará el argumento definitivo para la creencia: cree porque necesita creer, lo que quiere decir que su fe se basa en un desideratum acrítico y alienante, una huída ante la muerte como futuro inevitable y ante la vida como camino en el que de cuando en cuando se producen tropiezos, cuyos efectos sobre el ánimo pueden mitigarse con el recurso a la explicación o a la ayuda sobrenatural.

Todavía no se han convencido de curiosear en su librería? Para terminar, entonces, déjenme transcribirles un párrafo de la página 110: "El antirracionalismo y anticientifismo de muchos apologetas de la fe suele presentarse como la defensa del humanismo. (...) La mayoría de los autocalificados "humanistas" ignoran casi todo de la situación actual de las ciencias, y se mueven en el seno de categorías del pensar que congelan toda posibilidad de sustituir las amortizadas representaciones tradicionales por los resultados del inmenso avance del conocimiento de la naturaleza. Se continúa considerando como gente culta a quienes no sólo desconocen la metodología científica y un cierto nivel de lenguaje matemático, sino que ni siquiera se han procurado la indispensable información que ofrecen cualificadas obras de alta divulgación (...). Estos humanistas de hogaño se nos presentan como las verdaderas almas sensibles, abiertas al prójimo, generosas, disponibles para las nupcias espirituales con el gran Todo, con la energía divina del cosmos, a lo que nunca podrán conducir las vías de la racionalidad y la ciencia rigurosa". Chapeau.


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