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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada


Títulos, nombres y demás

El otro día mi amigo, el ahora aficionado a la ciencia-ficción, y también a la fantasía, me preguntó si me había inspirado en esa píldora llamada Viagra para dar nombre a los guerreros Wyhargas de Ankar, esos seres humanos y no humanos que eran enrolados a la fuerza para formar legiones de fanáticos soldados, en plan cyborg, con las que sus crueles amos se convertían en dueños y señores de un imperio estelar. La pregunta me la hizo con la acostumbrada dosis malicia, claro.

Intenté convencerle de que no era así, porque el laboratorio que lanzó su milagroso y apreciado producto al mercado lo hizo unos años después de que fuera publicada la primera novela de la no concluida segunda trilogía de Las islas del infierno, exactamente en 1993. O sea, que ya había llovido lo suyo.

Es que a veces uno carga con un sambenito que ya, ya.

Como mi amigo no quedó del todo conforme con mi explicación, le conté cómo se me ocurrió bautizar con la palabreja Wyharga a los medio descerebrados mercenarios sin paga, los hacedores de un imperio que, con el paso del tiempo, querdaría en nada, cuando sus promotores echaran marcha atrás al darse cuenta de lo malvados que eran y a partir de entonces se dedicaran a la contemplación y a vivir en la paz que negaron a sus esclavizados pueblos. Esto de que los malvados dejen de serlo, me temo, sólo puede ocurrir en los universos de la ciencia-ficción, porque en la realidad mundial de nuestro mundo no he encontrado un caso parecido. O sea, que a veces algunos autores nos pasamos en nuestras fantasías, y en vez de ejercer de pesimistas pecamos de optimistas. Pero es que en este género, como muchos ya saben, casi todo vale si el lector, que suele ser más benévolo de lo que parece a primera vista, da su visto bueno a nuestras historias.

La explicación que le di a mi amigo fue la siguiente: otros colegas no sé lo que hacen (aunque barajo varias teorías al respecto), pero en mi caso me pongo a escribir y cuando me veo en la necesidad de dar nombre a este o aquel personaje recién inventado, o a este o aquel mundo que necesito para dar una cierta solidez a la trama, por ejemplo, me paro, enciendo un cigarrillo y me dedico a pensar, proceso al que imprimo la mayor velocidad posible para poder reanudar la escritura cuanto antes, que el tiempo es oro y este metal hoy en día está en alza y la onza troy ronda casi los setecientos euros. Pero sigamos. A mi amigo le dije que la noche antes -a mí la tele me inspira, miren qué cosas- estuve viendo una peli sobre el zar ese que dicen que modernizó un poco la Rusia de la época. Como tuvo que darle caña a una casta privilegiada llamada los boyardos para afianzarse en el trono, hice algunas alteraciones a esta palabra y al final quedó Wyharga para definir a los guerreros al servicio de los ankaris. Así se sencillo.

La aclaración terminó de convencer a mi amigo de que no me inspiré en esa pastilla azul que con tanto empeño pretenden vendernos esos tíos tan jartibles que con sus spams inundan nuestros ordenadores a diario, un producto que ofrecen a precio de saldo que vaya usted a saber con qué está fabricado. Miedo me da pensarlo.

Mientras terminábamos de tomarnos el café, le conté otros secretillos, simples ellos, que he utilizado, y sigo utilizando, a la hora de pergeñar mis novelas. Mi paciente amigo terminó preguntándome qué sistema utilizaba yo para poner nombre a mis personajes, tanto femeninos como masculinos. Menos mal que no quiso saber cómo bautizaba a los alienígenas. Quizá no lo hizo porque ya era tarde y había que levantar el campo, salir de la cafetería y darnos una caminata por el paseo marítimo hasta la hora de comer, momento en que debíamos dar cuenta a nuestras respectivas santas, que para entonces ya debían estar esperándonos para comer.

Que nadie tome como patrón a la hora de bautizar a personas, cosas, naves, mundos y civilizaciones, el que utiliza un servidor, que no se crea que es el que maneja la mayoría de los autores, que ya saben ustedes que cada maestrito tiene su librito, y que uno tiene sus defectos y tal vez me convendría usar otros métodos. Pero es que coger un boli y rellenar folios con nombres bonitos me cansa y a estas alturas me cuesta cambiar de sistema, que más vale tener uno que ninguno. Es que a veces soy anárquico, en el buen sentido de la palabra, y siéndolo me siento un poco más cómodo.

Antes de despedirnos mi amigo me preguntó si yo ponía título a mi cuento o novela antes de empezar a escribir. Mi respuesta fue rápida: No. Pero añadí de inmediato: En la mayoría de las veces no. Y es cierto. Creo que en el más del noventa por ciento de mis paridas literarias el proceso de darles título (y eso que elegir uno bonito y sugerente es muy importante) nunca fue primordial para mí. Generalmente los he elegido cuando ya andaba por el penúltimo o último capítulo, y en ocasiones cuando ya había escrito la palabra "Fin", que para mí es la más bonita de todas para una novela o un cuento. Para otras cosas, no. Seguro que no. Ya me entienden.

Como no todas las Memorias Estelares van a hablar del pasado, permítanme que les hable del futuro, que haga un paréntesis y no me refiera nada al presente.

Pues nada, que ha debido ser por culpa de ese calorcillo que nos está colando este año con suavidad, o yo qué se. El caso es que ya he escrito las primeras páginas del primer capítulo de la segunda parte de Los vientos del olvido. No es que con esta noticia yo confíe en que habrá un clamor de alegría, que esto por el momento no me importa. Se lo dije a mi amigo antes de despedirnos, sin quedar en vernos el día siguiente porque él tenía un asunto que solventar. A él ni le alegró ni le entristeció la nueva ¿buena?, pero aprovechó el tiempo de descuento para lanzarme una puya, suave ella, y va y me pregunta: ¿Ya le has puesto título?

Como casi esperaba la pregunta, le respondí: Le he puesto título, sí, pero provisional, para localizar el archivo.

Procuré decirle hasta mañana o hasta otro día y desaparecer, porque estaba seguro de que iba a pedirme que le dijera el título elegido por el momento, hasta que se me ocurriera el definitivo. Me salvó la campana. Camino de casa, fui barajando algunos, porque al archivo lo había titulado con el poco comprometido nombre de "Proyecto", que fue el único que se me ocurrió cuando fui a guardarlo.

Espero que se me haya ocurrido un título mejor cuando volvamos a encontrarnos.


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