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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Los cañones de San Sebastián (sin Anthony Quinn)

Había pensado seguir dando la lata con la mili, pero también me había pasado por la cabeza que debía hacerme un favor y de paso hacérselo a mis tres lectores y medio. Y a mí también. Es decir, licenciarme yo mismo, o sea trincar la cartilla -que aún conservo- y darle un pase por algún bucle temporal de esos tan socorridos, transformarla en un elemento virtual y acabar con el puñetero caqui que tan mal me sentaba, y más cuando en invierno tenía que ponerme el tabardo. Vamos, que pensaba contar una tontería de las muchas que me pasaron en la mili y acabar con veinte meses de cargar con el mosquetón antes de que uno de esos tres lectores y medio de esta columna empiece a decir de mí que soy un jartible, un abuelo Cebolleta... o algo peor.

Como la fecha de entrega de La Memoria Estelar estaba ya ahí al lado -porque hay que ver cómo pasa el tiempo- me dije que de hoy no pasaba. Si no encendí el ordenador para escribirla fue porque ya lo tenía encendido y antes de apagarlo se me ocurrió que debía cumplir con mi obligación, que para eso soy muy exigente conmigo mismo, y enviar el articulito de marras y a descansar unos días, que también es un decir. Porque miren, esto de retirarse a tiempo, o a destiempo según se mire, no crean que es sencillo, que a uno no le sobran las horas y no se pasa el día rascándome el ombligo. Qué va.

Ocurre que ya metido en la ensoñación de un merecido retiro se planifica lo que va a hacer, léase lo que antes uno no podía hacer porque el día sólo tiene 24 horas y el planning se desborda, se piensa que los días serán más largos y, por lo tanto, se obtendrán mayores resultados. Narices, por decir algo fino. El resultado de tanto optimismo es que se intenta hacer muchas cosas y el amplio horario del que ahora se dispone resulta que tampoco cunde como debería cundir, y cunde el pánico porque el cundi no da más de sí, quiero decir que la telera o el manolete no es tan longevo en el tiempo como uno esperaba. Un lío.

Resultado: no se hace lo que se había planeado. Qué va. Además, el virus de la indiferencia y la vagancia se hace presente y nos contamina. Vamos, que nos volvemos unos flojos y llega la pregunta ésa, malévola por cierto, de que ¿para qué tomarnos la vida tan a pecho? A tomar morcilla, se acaba pensando en plan filósofo barato.

A estas alturas sigo sin contar nada de la mili ni de ciencia-ficción. Y es que ando dándole vueltas al tema, buscando cómo explicar que cuando conocí a Rafael Marín y su pandilla de amigos, todos forofos del género, y celebrábamos una reunión a la semana para cambiar tonterías, una tarde acabé hablando de la puta mili, que ya la llamábamos así, no se crean que se lo inventó mi llorado Ivá. Nada de eso.

Pues retomando el hilo, diré que en una reunión con aquella patulea de chavales expliqué lo que pasó la mañana en que por poco el obús del tercer cañón de la batería de Vickers que estaba en lo alto de la muralla del castillo de San Sebastián se nos lleva por delante. Y todo ocurrió, o estuvo a punto de ocurrir, porque los mandos que estaban encaramados en el interior de la torre de control, muy cómodos ellos, planificaron que los impactos de los proyectiles debían coincidir con los pepinazos que largara la batería situada en Cortadura. Dichos cañones se hallaban a unos ocho kilómetros de la Caleta, donde estaba y sigue estando el castillo, el faro y los burgaillos asolapados en las rocas ostioneras.

Para alcanzar tal coincidencia en el tiro había que girar los cañones más de la cuenta hacia la izquierda, quiero decir hacia el oeste. Por lo tanto, el cañoncito que mis colegas y yo teníamos a la derecha -yo era el encargado de apretar el gatillo del pistolete- estaba al ladito, como a unos dieciséis metros mirando hacia Rota.

Como ahora nadie hace la mili obligado, y la mayoría no tiene ni pajolera idea de lo que es un cañón, ni falta que le hace, hay que explicar que cada cacharro del calibre 15,34 estaba servido por cinco artilleros y un primero. El tío del galón amarillo era el que recibía la orden de abrir fuego desde la torre de mando por medio del artillero que tenía en sus manos el teléfono, un cacharro del año de la pera que apenas funcionaba. Un lío. Allí no se enteraba nadie.

De izda. a dcha.: de pie, Macías, Tey y yo; sentados, Pepe Luis, Gargallo, Escot, Quitián, Suárez; tirados en el suelo, Bautista, Facinas

Yo me di cuenta de lo cerquita que estaba el cañón número 2. El nuestro era el cañón número 3, y el 4 quedaba por allá a la izquierda. Pues como siempre, como no puedo estar callado, le dije al primero que se diera cuenta de que la bala de 35 kilos iba a pasar muy cerca de nosotros, por encima de nuestros gorros. Se lo hice saber después de haber alzado el cañón a los grados que el comandante de tiro transmitió desde la torre. El otro compañero que estaba al otro lado del cañón tenía que girarlo, y el chavá, que era de Ubrique, me juró por sus castas que lo había girado bien, que él no tenía la culpa. Pues fue el cabrón del primero y me dijo: Torres, tú te callas. Mi primero, le contesté, que eso nos cepilla, que el pepino nos arrastra con él hasta Cortadura cuando pase por encima. Que te calles, joder, y ponte firmes, que cuando se va a disparar uno no se caga de miedo sino que se pone firmes. Eso fue lo que me contestó el tío, a pesar de que sabía que se podía armar con la boca del cañón número 3 tan cerca de nuestros cogotes.

Eso de quedarnos firmes era mucho pedirnos, claro. No es que tembláramos, no. Tampoco era para tanto. Pero es que mi compañía era la que limpiaba los cañoncitos de mierda, y sabíamos que estaban medio jodidos por mucho acero inglés que llevaran en el ánima, y la verdad es que no nos fiábamos. Unos días atrás los habíamos sacado de batería con los diferenciales y los escuchamos crujir de una manera que no nos gustó nada de nada. Además, eran muy viejos, más que Lepe, como medio siglo llevaban a cuesta sus cureñas. Me dijeron que antes habían pertenecido a un crucero que desguazaron, no sé si antes o después de la guerra de Cuba. Me pasaron por la cabeza muchas cosas, que si podía reventar, que si el proyectil que disparase se nos iba a venir abajo en vez de irse a la gran puñeta, más allá de Cortadura, y jodernos el resto de la mili. Por aquellos días ya sólo nos faltaban seis meses para coger el portante y largarnos para no volver a la Caleta ni a pescar cangrejos. Ni para mirar la lucecita del faro por las noches, con lo bonito que resultaba verlo así en verano. Eso, para no volver por la Caleta en tu vida por mucho que se disgustara el bueno de Quiñones, que por aquellos años aún no se daba sus garbeos por la arena de la playa para limpiarla de la basura que dejan los hijos de puta de siempre.

Total, y para acabar, que llegó el momento de disparar. El sieso del primero nos mandó a ponernos firmes, él se puso más tieso que un palo, incluso saludó cuando escuchó la orden de prepararnos para abrir fuego, porque el reglamento exigía que cuando se enviara un pepino al enemigo había que saludar, como si este gesto implicara que si les caía la bomba en los huevos se enfadarían menos. En la mili hay cosas muy raras. No sé ahora, pero entonces sí que las había.

Pues a lo que iba. Disparó el cañón 1. Pum. Como estaba lejos, no nos afectó, pero leche de ruido que formó. Casi nos deja sordos. Ni siquiera nos habían dado orejeras. Que se te fastidiaran los tímpanos, pues jódete, parece que nos dijeron cuando preguntamos si nos las darían. No sé si es que no las tenían o no les dio la gana buscarlas, tal vez porque ya estaban apolilladas. Leche, el ruido que forma un cañonazo, y el calor que reparte por todas partes el muy cabrón.

Pues va y disparan el cañón que estaba a nuestra derecha y otra vez pum, pero más fuerte, y más calor, más miedo que te recorre por el cuerpo. El primero, lo vi de reojo, dejó de saludar, casi se cae, se puso pálido, se volvió cadavérico. Al muy capullo le pasó el pepino más cerca, y encima estaba al descubierto. Yo al menos estaba en el interior, protegido por el blindaje. Y así y todo las pasé canutas.

Pues como había que acabar con la demostración, la torre nos ordenó que abriera fuego el cañón número 3, o sea el nuestro. Por mi santa madre que no sé cómo atiné a enganchar el gatillo y apretarlo, y tampoco sé cómo el primero, que había vuelto a ponerse tieso, me gritó fuego, porque yo creía que el tío se había ido de vareta y no se podía tener en pie. Pues sí, apreté el gatillo convulsivamente y dije algo así como que al carajo. Era la primera vez en mi vida que disparaba un cañón tan gordo.

Madre mía.

Todavía recuerdo que sentí como si debajo de mis pies el foso se llenara de fuego, se atiborraba hasta el borde con una onda de calor que me subió a la altura de las pelotas. Como cerré los ojos cuanto apreté el gatillo, sólo vi al segundo siguiente cómo el aire que nos rodeaba se volvía de color rosa o algo así.

Creo que incluso me olvidé de respirar y no recuperé el deseo de hacerlo hasta que el cuarto cañón hizo pum. Se acabó el ejercicio. No hubo más cañonazos. Tanto jaleo para tan poco. Es que los proyectiles eran caros y no había demasiados. Menos mal.

Luego me enteraría por los compañeros que estaban de servicio en la torre de mando que el coronel y sus secuaces se dieron cuenta demasiado tarde de que no era posible que el fuego de la batería del castillo coincidiera con los tiros de la batería de Cortadura. Para que se reunieran en el mar los pepinazos tenían que pasar por encima del barrio de Santa María y recorrer la avenida, algo que cabrearía mucho a la gente. También aprendí que lo peor de un ejercicio de tiro es que al día siguiente había que limpiar los cañones por dentro con agua caliente y jabón. Menudo trabajo nos esperaba.

Bueno, todo esto viene a cuento de que Rafa y los demás contertulios se jartaron de reír cuando lo conté; pero él, Rafa, anotó en su memoria la anécdota y la utilizó más tarde para rellenar unas páginas de Lágrimas de luz. O sea, que lo mal que yo lo pasé le valió al tío de inspiración. Lo cuento porque no hace mucho Rafa me dijo que no olvidara de contar lo del cañoncito y lo que le ayudó a que su Hamlet Evans de los cojones explicara en sus memorias que en el futuro, durante la Conquista, los jefes seguirían siendo tan capullos como ya lo eran en mis tiempos, y me temo que ahora.

Después de contar esto no sé si licenciarme, dejar de una vez la puta mili y ponerme a escribir sobre ese mundo más normal que es la ciencia-ficción.

A ver qué pasa.


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