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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Bienvenido, míster PC

Pues ocurrió que de la noche a la mañana me encontré en el paro. Los bolsilibros, las dichosas novelitas de a duro, pasaron a mejor o a peor vida, que eso está por ver. Quién sabe, cualquier día vuelven. Cosas más raras se han visto.

Finiquitada la coleccion Galaxia 2000, con dos novelas inéditas por publicar de la serie Hongara, y otra tres de la serie los kerlhes, que pensaba continuar con la reedición de las novelas publicadas por entregas en Nueva Dimensión, me quedé cruzado de brazos. Como ya he dicho, nunca me había sentido más a gusto en una colección de bolsilibros como en Galaxia 2000, porque al fin había encontrado unos editores que me dejaban hacer lo que me saliera de las narices; no me ponían ninguna clase de cortapisa. Si quería publicar cosas del Orden Estelar, pues adelante, me decían. Sin proponérmelo se me ocurrió la saga de Hongara y me lancé a escribir novelas sobre este universo. Pues nada, hombre, haz lo que quieras, me animaban los jefes. Un día les propuse enlazar lo que pasaba en la Tierra durante la llegada de los kerlhes con las aventuras de Darío Siles. Pues tira para delante, que la colección es casi tuya, tío, fue su respuesta. Así daba gusto, de veras. El sueño duró como dos años o así, a lo largo de los treinta números de portadas azules que alcanzó la colección, que un servidor había enaltecido al cincuenta por ciento con mis dos nombres de guerra.

Pero las ilusiones se fueron al carajo. Qué se le va a hacer, me dije pensando en Cuba, que por mis mayores yo sabía desde que era pequeño que lo que allí ocurrió fue muchísimo peor.

Durante algún tiempo busqué las copias de las dos novelas de la serie Hongara, que había enviado a la editorial poco antes de la clausura, porque no hubo manera de que me las devolvieran, se quedaron con ellas y con bastantes duros, como también he dicho. Para que te fíes. Sus títulos, El signo de Wrangull y Nelhar de Laninkia, se resistían en aparecer. Unos años después reanudé la búsqueda y nada, no había manera de encontrarlas. Lo que son las cosas, porque no hace mucho, preparando la inminente mudanza, rebuscando en los montones de carpetas repletas de amarillentos originales, aparecieron las muy canallas. Yo estaba seguro de que debían de andar solapadas por ahí, pero me esquivaban. Ya son mías, me dije, un día de estos, cuando no tenga nada mejor que hacer, me las leeré, que sigo sin acordarme de lo que escribí, lo juro, y si no se me encienden las mejillas tal vez reúna todos los títulos de la serie Hongara en un solo libro. Total, unas 500 páginas de nada, del género fantástico con toques de ciencia-ficción. Si han soportado el paso de los años, es posible que encuentre un editor. Al tiempo.

Pues estaba escribiendo en que me incorporé a la larga cola de parados en esto de escribir novelas de a duro, y como para solucionar nuestro problema laboral el Gobierno no había abierta ninguna oficina que nos consolara, me dije que debía tomármelo con calma, ya que por aquel entonces el mundillo de la cf en este país estaba peor que ahora, o sea chungo de verdad.

Recuerdo que un día, antes de que Galaxia 2000 fuera enterrada en la fosa común de los bolsilibros, Domingo Santos me mostró con orgullo el pedazo de ordenador que se había comprado, creo que era un mamotreto de Commodore, pero entonces lo vi como una virguería, porque con él se podía escribir, mirar en la pantalla las paridas que a uno se le ocurrían y corregir todo lo corregible. La hostia. Éste es el futuro, pensé. Pero cuando Santos me susurró al oído lo que le había costado aquella maravilla, creo que achicó la voz para que su mujer no se enterase de la pasta que había tenido que pagar, me entraron temblores. Por aquellos tiempos un ordenador, que comparado con los de hoy era una mierda, costaba un riñón y parte del hígado. Así que decidí seguir con mi Olimpia de margarita, que tampoco estaba mal. El negocio de escribidor no recomendaba hacer fuertes inversiones en material de trabajo.

No recuerdo exactamente qué hice durante los dos años siguientes, que los pasé casi sin dar golpe, porque no había manera de colocar una novela en ninguna editorial; aparte de algún cuento que otro, que escribía para no perder la costumbre, no parí nada de interés, si es que alguna vez lo he hecho en mi vida. Puedo apostar a que hay por ahí más de un elemento que dirá por ahí que no. Bueno.

Para suerte o para desgracia mía, la época de vagancia no duró mucho.

Yo seguía obsesionado con eso del ordenador, con un procesador de texto; pero los ordenadores no bajaban de un kilo. Por aquel entonces creía que eso de la informática era coser y cantar, ilusión que me hice a pesar de que nunca me ha dado por aprender lo primero y para lo segundo no me querría ni la peor chirigota de Cádiz.

Un día llegó a mis manos la propaganda de un ordenata llamado Amstrad, diseñado exclusivamente como procesador de texto. Y no costaba un millón, ni medio, ni siquiera un cuarto de kilo, sólo ciento noventa y tantas mil pelas. Jodé, me dije, esto tiene otro color. Pero cuarenta mil duros de entonces eran todavía mucha pasta para liarme la manta a la cabeza. Esperé. Mira por donde, al poco tiempo bajaron de precio, cuando ni siquiera habían aparecido en el mercado, quedando su precio alrededor de treinta mil duros. Por fin lo vi en una tienda, me hicieron una demostración y me lancé al ruedo sin un mal capote. Y elegí el mejor de los dos modelos, el de doble disquetera, ya puestos...

Cuando me lo llevaron a casa y quedó instalado en la mesa de mi despacho, me sentí un poco más feliz que el día anterior, cuando arrié los billetes.

Quizá no debería contar el desengaño que me llevé ese día, porque aquel ordenador, tan chungo hoy, me obligó a ingerir más de una aspirina. Por mucho que el vendedor me explicara lo que yo tenía que hacer, me hacía un lío y no daba pie con bola. De vergüenza, vamos.

A costa de muchas horas de mirar la maldita pantalla de fósforo verde y de darle a las teclas, me fui haciendo con los trucos que encerraba el dichoso Amstrad. Un mes más tarde, después de muchos ejercicios prácticos, me dije que ya podía empezar a escribir una novela. Una tarde me senté ante el devorador de dioptrías. Como años antes hacía frente a la Olivetti, la IBM o la Olimpia, sin tener ni pajolera idea de lo que iba a escribir. Era un ejercicio mental al que estaba habituado, que había desarrollado con frecuencia en mi etapa de autor de a duro; perdón, de novelas de bolsillo.

En algunos momentos en que tenía que enviar algo a Bruguera y la mente estaba en blanco, echaba mano al ardid de invertir el argumento de una novela ya publicada. Me explico. Es un ejemplo, que conste, que la idea argumental no es nada original. Si la Tierra tenía que soportar una invasión alienígena, invertía la trama y eran los jodidos extraterrestres los que trataban de conquistar un planeta del que sólo tenían una vaga idea acerca de sus habitantes, que la habían obtenido, para no variar, mediante la escucha de las emisiones de radio nativas. Los BEMs siempre aprenden nuestro idioma poniendo atención a Onda Cero o la SER, o maman el inglés a través de la BCC o la CNN. Allá ellos. Por eso siempre acaban trasquilados.

El caso que es que también tenía en el archivo de la mente algunas ideas desarrolladas en las novelitas de a duro, aquéllas que después de ponerles la palabra fin parecían gritarme que el argumento podía haber dado más de sí. Pongo otro ejemplo, quizá más claro: cuando escribí Los herederos de la humanidad me dije que al asunto se le podía dar la vuelta, como si fuera una tortilla, y durante unos años no eché al olvido semejante prueba de sagacidad por mi parte.

Pues la tarde en que encendí mi maravilloso Amstrad, lo puse a punto con el disco de arranque para iniciar el programa y prendí un cigarrillo, recordé que no hacía mucho había iniciado una novela en la que pretendía contar lo que había pasado en la Tierra a causa de lo que ocurrió en Los herederos de la humanidad. Si alguien no haya tenido la suerte de leer este bolsilibro, diré que los buenos y los malos son transportados a un futuro lejano de la Tierra, con casa y todo, y luego pasa lo que tiene que pasar en una novela de veinte reales.

Armado con los recuerdos de aquellos herederos de nuestra puñetera humanidad y del primer capítulo de la novela nonata, me puse a teclear en el Amstrad.

Más o menos estábamos en los últimos meses de 1986, no sé exactamente si era septiembre o noviembre. Uno no se va a acordar de todo, ¿no?

El primer capítulo lo concluí esa misma tarde. Lo peor fue que al grabarlo, como aún no estaba muy ducho en los tejemanejes de la informática, lo perdí. Me cabreé con el Amstrad. Al antediluviano artefacto había que ponerle otro disco en la segunda disquetera, y no sé lo que hice, si lo introduje al revés o di a la tecla que no debía. El caso es que mi trabajo desapareció de la pantalla para siempre.

No me amilané, y al día siguiente, porque aún estaba fresco en la memoria, en la mía, no en la del Amstrad, recreé el dichoso capítulo, pero cambiándolo un poco, claro está. Fue a causa de este error de principiante, que el borrador se lo tragara el jodido ordenador, que al principio de la novela Las islas del infierno el editor Rosenman no pasea por Regent Park, mirando el puñado de tierra gris surgido unos años antes, sino que entra en la oficina de su editorial. Su fiel secretaria va y le dice que un tío con una pinta muy rara, que acaba de irse, había preguntado por él, afirmando haber regresado del otro lado.

Al pobre Amstrad, del que tan mal he hablado más arriba, debo agradecerle que de su rudimentaria alma surgiera el cable que me echó para que yo pudiera urdir eso que para algunos es un pedazo de trilogía y para otros, espero que los menos, algo que no está mal viniendo de quien viene. O sea, de mí.

Terminé el primer capítulo, ya lo he dicho, el que siempre es el más importante de toda obra, porque si no se escribe éste es imposible llegar al día en que uno, resoplando y apestando a tabaco, ponga la apetecida palabra fin.

Llegué a la conclusión de que trabajar en un cacharro que te permite corregir y gastar un poco menos de papel que utilizando una máquina de escribir era algo genial. Me lo repetí mientras arrancaba los bordes a las páginas, ordenándolas como Dios manda, que por aquellos días se utilizaba papel continuo para la impresora matricial, que era más lenta que la saga de los Rius. Pero entonces para mí todos los elementos del Amstrad eran una maravilla.

¿Se preguntan qué hice con la flamante novela? Pues la encuaderné y la envié a una de las poquísimas editoriales donde se podía enviar una novela de cf.

Cuando salí del edificio de correos ya me rondaba la idea de que la historia daba para mucho. Como aún era joven y creía no sólo en mí sino incluso en la humanidad, empecé a soñar que con ese comienzo yo era capaz de escribir no sólo dos novelas más, sino tres o cuatro.

Despachado el paquete con el original, comenzó el período más angustioso para un autor: esperar la respuesta del editor.

Al llegar a casa guardé el resguardo del certificado que había enviado a Ediciones Martínez Roca.

Pero esta es otra historia.

La contaré en la próxima Memoria Estelar.


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