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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Urdir una historia no es tan sencillo

A veces me retraso en esto de escribir una nueva entrega de La Memoria Estelar, y el editor de Bibliópolis me lo recuerda y me pide que sea puntual, porque quiere subirla tal día, aunque luego es él quien se le va por los cerros de Úbeda y el artículo aparece algunas fechas después. Cosas de los editores, ya saben. Algún día hablaré de ellos, que como en la viña del Señor hay de todo.

Siempre que el jefe me envía un correo electrónico para refrescarme la memoria, le respondo que el capítulo o el artículo de marras, que aún no tengo nada claro si es una cosa u otra, está en marcha y se lo mandaré en breve. Generalmente cumplo lo que prometo y a los pocos días se lo lanzo por Internet, pero más de una vez me ha ocurrido que no tenía ni pajolera idea de lo que iba a contar de esos tiempos en los que a la ciencia-ficción no sabían cómo llamarla. Ni siquiera había escrito la primera línea. No piensen que todo es coser y cantar. Qué va.

Ya he contado cómo conseguí publicar mi primera novela de a duro en la colección Luchadores del Espacio. Su larga gestación me ha hecho recordar lo que al principio de mi carrera -no se rían, que ya me estoy riendo yo- me costaba urdir un argumento. Todavía me cuesta, pero algo menos. Terminar y publicar mi esa novela fue importante para mí, ya que recordando un proverbio chino, me dije que el paso más importante para recorrer el camino siempre es el primero, porque sin éste no es posible dar el segundo.

Así pues, abierto el proceloso sendero, y a pesar de que la colección se clausuró al poco de haber publicado Un mundo llamado Badoom, me dije que ya podía ponerme a pensar en la segunda novela, que había otras editoriales a las que llamar a la puerta.

Y con la Iglesia topamos, amigo Sancho.

¿Cómo se puede escribir una novela sin tener una idea previa? Lo peor es que quise dar un salto en el vacío y escribir nada menos que para Nebulae. Ahí es nada. ¿Por qué no? Otros autores españoles ya se me habían adelantado, por ejemplo un tal Domingo Santos, a quien unos años más tarde conocería. Este autor, que por aquel entonces no sabía si usaba su verdadero nombre, me llevaba un buen trecho de ventaja, pues si yo había terminado de escribir una novela a los 22 años y la había visto publicada a los 23, él ya contaba con varios títulos publicados, nada menos que dos o tres en la gran colección de Edhasa.

Enfrentado a mi pequeña, pero eficaz para aquellos tiempos, Olivetti Studio 46, y un mazo de folios que entonces no se llamaban DIN A4 ni pamplinas, un día me senté dispuesto a escribir el primer capítulo de lo que yo esperaba que fuera un novelón de doscientas páginas como poco. Una hora después seguía en babia. Dos horas más tarde cerré la máquina, para que no se llenara de polvo, y me fui a buscar a la novia, que me esperaba para ir al cine de verano.

Mientras veía a Franco en el NODO inaugurar un pantano y luego volver al Pardo escoltado por su guardia, que ya no era la mora, me decía que eso de encontrar un buen argumento era más difícil de lo que había imaginado. Con Un mundo llamado Badoon la cosa no había sido sencilla, pero salí adelante. Había emprendido el camino del proverbio chino, pero al intentar dar el segundo paso el maldito pie derecho no me hacía caso.

Porque en esto de escribir un cuento o una novela más o menos larga, si uno no tiene un tema, una historia, un argumento de cojones, está perdido.

No es que no recordara, para que me sirvieran de inspiración, las novelas que tenía leídas, ni había olvidado los miles de cuentos y relatos que había devorado, sino que tenía la sensación de que sus autores habían vaciado el tarro de las esencias de la ciencia-ficción en su provecho y no me habían dejado nada sobre lo que escribir.

No sé si me explico.

Había descubierto que otros autores de a duro, los que una semana escribían una del oeste, a la siguiente una de miedo y a la tercera otra de lo que fuera, a veces plagiaban descaradamente o echaban mano a la leyenda del rey Arturo y transformaban a los caballeros de la Tabla Redonda en caballeros cósmicos. Como ya me había inspirado bastante en los imperios galácticos de Asimov y Heinlein para Un mundo llamado Badoon, echando al aliño un poco de Murieron con las botas puestas y Gunga Din, me dije que debía estrujarme el cerebro un poco, que así no iba a llegar a ninguna parte. En esto de no llegar a ese sitio, que aún no tenía muy claro cuál podía ser, parece que tuve un acierto, porque ahora echo la mirada atrás y no sé cuántos pasos he dado por ese camino tan erizado de espinas que un día me propuse recorrer.

Franco y sus pantanos no me ayudaron a encontrar un argumento, qué va. Terminó el NODO, vi la película, que no me acuerdo cuál era, dejé a la que hoy es mi mujer en su casa, porque en esos tiempos había que devolverla a las once, y me volví a la mía, a sentarme de nuevo ante la Olivetti puñetera y contemplar la hoja de papel debidamente ajustada al carro. Tres cigarrillos más tarde, me fui a la cama, llevándome la última novela que había comprado, tampoco recuerdo cuál era.

Años atrás, cuando no llevaba un real en los bolsillos y me paraba en los escaparates de las librerías para contemplar esta o aquella novela, atraído por su portada de colorines, trataba de descifrar de qué iba la cosa. Como no tenía una piedra Rosetta que me ayudara, me aviaba con la actitud del protagonista de turno cargándose al también monstruo de turno, y con la chica de siempre al fondo, ligerita de ropas y chillando como una descosida. O con la portada de un ejemplar de Futuro, preguntándome por qué la fulana llevaba el pelo teñido de rubio y el capitán Rido apuntaba a no sabía quién, porque no aparecía por lado alguno.

Les aseguro que la contemplación de portadas era un excelente ejercicio mental. Luego, cuando compraba la novela, me daba cuenta de que no había acertado ni el reintegro, pero la imaginación había volado a sus anchas.

Unos días después, terco yo como nadie, frente a la máquina verde de escribir (la compré con este color por no esperar a que en la tienda recibieran una gris, que era la que más gustaba), puse un nuevo folio y escribí el título. A mí me parecía una tontería empezar la novela escribiendo el título, pero lo había visto en más de una película, yanqui por supuesto, y me dije que si los autores más conocidos del mundo empezaban poniendo cómo se iba a llamar su novela, era un procedimiento de obligado cumplimiento. Sólo me faltaba la pipa, pero tenía a mano un paquete de Chester y encendí un cigarrillo. Como había hecho la mili, ya tenía permiso para fumar en casa desde hacía un año.

Por la cabeza me habían rondado algunas ideas. En alguna parte había leído que algunos autores primero escribían un guión de la novela. Este sistema siempre me pareció un poco chungo, como si le quitara emoción al trabajo del autor.

Escribí en la página: Los dioses olvidados.

Antes de que más de uno se diga que en aquellos lejanos tiempos ya empezaron a desbocarse mis neuras con el tema, le diré que por los sesenta me importaba un pito los curas y las religiones. Pasaba de ellos y de ellas. Simplemente, me gustó el título. Algún día escribiré algo que tenga bastante que ver con él.

No sé cuánto tardé en escribir las más de doscientas páginas que al final tenía la novela, y de ella sólo recuerdo que iba de una raza la mar de mala que, como siempre, quería conquistar la Tierra y sus aledaños, y que el argumento iba de unos bichos bidimensionales a los que no podían ver los terrestres cuando se infiltraban entre ellos. Un rollo.

Tuve un atisbo de sinceridad conmigo mismo y no la envié a ninguna editorial. Me dije que algún día la retomaría y la transformaría en una novela de verdad, en una novela guay. No lo he hecho. Mejor. Era un petardo, lo juro.

Dejé lo de las novelas ambiciosas y me dediqué a los cuentos y a los relatos. Y a los tebeos. De nuevo quise ser dibujante de historietas y envié muestras a las editoriales, que como era de esperar me las devolvían con el consabido tenemos exceso de originales, señor Torres, pero apreciamos en su trabajo indudables méritos para que más adelante se dirija a nosotros, confiando que para entonces las circunstancias hayan variado, sean favorables, etc., etc.

Volví a escribir. Terco que es uno.

Alguien me habló de Nueva Dimensión, una revista que acababa de aparecer. La busqué, la encontré y la compré. Los nombres me sonaron. Mira, me dije, el Domingo Santos es uno de los directores responsables, o lo que sea. También estaban un tal Luis Vigil y un tal Sebastián Martínez. La revista tenía empaque, pensé después de haberla leído.

Como el cerebro ya funcionaba un poco mejor en el asunto de encontrar ideas, les mandé unos relatos. De uno de ellos, cuyo argumento había aprovechado del corte de páginas que tuve que darle a Un mundo llamado Badoon para que tuviera la extensión que me pedían en Valenciana, el tal Domingo Santos me dijo que él podía incluirlo en una antología de Edhasa. Qué bien, me dije, ya estoy en marcha. Y como les envié más relatos, me publicaron "Un novicio para su Grandeza" en ND, y otro, "Centro de Violencia Controlada", me lo colocaron en un libro de Acervo. Y, además, me los pagaron. La leche. Ya había dado varios pasos por el camino ése. Por agradecimiento, fui comprando todos los Nueva Dimensión que salían, y también porque me gustaban, que si no...

Esto es pan comido, me dije. Y me puse a idear tramas para novelas, más bien para novelas de a duro, en las que empecé a trabajar como un cosaco borracho, pero sin perder de vista la mítica colección Nebulae, porque seguía soñando en ver mi nombre en uno de sus números algún día.

Estuve a punto de conseguirlo, de veras. Incluso firmé el contrato. Menudo salto iba a dar yo. Y me habían prometido como adelanto nada menos que mil duros.

Pero esto lo contaré cuando empiece a destripar a los editores; no a todos, claro, que algunos se salvan, aunque por poco. Nadie es perfecto.


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