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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Nebulae

Cuando menos lo esperaba, un día vi el primer número de una nueva colección en el escaparate de una librería. Se llamaba Nebulae, y por su diseño y hechura me hizo pensar que era algo distinto a lo que hasta entonces se publicaba. Corría el año 1955 y estábamos a punto de dar un pequeño salto en la economía, faltaban pocos meses para que se estableciera el salario mínimo de sesenta pesetas que convulsionaría a la sociedad española y obligaría a los comerciantes a fijar los precios de sus artículo con unas etiquetas que había que comprar en no sé qué organismo oficial, para que la gente comprobase que nada se había subido después del célebre mes de julio en que la ley había entrado en vigor. Vamos, más o menos como con el euro y el dichoso redondeo ése, tan milagroso que influyó para que las cosas bajaran de precio en vez de subir.

Titán invade la Tierra

Pero hablemos de cosas serias. No tardé en averiguar que la novela, Titán invade la Tierra, de un tal Robert A. Heinlein, estaba escrita por un extranjero, que tras el nombre del autor no había un español obligado a emplear un pseudónimo. El librero me dejó que la hojeara y lo hice consciente de que no podría comprarla porque su precio era nada menos que 25 pesetas, cinco duros, cien reales, más de la mitad de lo que un jornalero por aquellas fechas llevaba a su casa después de todo un día de cargar sacos a la espalda, levantar tabiques o desatascar un husillo.

Con mis ahorros podía comprarla, pero me parecía una barbaridad su precio. Con esas pesetas uno se agenciaba cinco novelas de a duro. Era para pensárselo. Antes de dejarla sobre el mostrador y darle las gracias al dependiente por habérmela prestado un rato, me había enterado que era una colección "seria", que la dirigía un señor llamado Miguel Masriera, doctor ingeniero nada menos, y prometía publicar lo mejor que había en el mundo de ciencia fantástica, como llamaba al género. En la contraportada se anunciaban los próximos títulos: Los negros fosos de la Luna, Los monstruos del espacio y El misterio de los hombres peces. Y se preparaba la edición de: Las arenas de Marte, Exploración del espacio, Expedición a la Tierra y El hombre que vendió la Luna. O sea, que para comprarlos todos había que preparar doscientas pesetas. Una fortuna. Aquella colección era más inalcanzable para mí de lo que años atrás fue Futuro, que iba reuniendo con mucho esfuerzo, comprando algunos números de segunda o tercera mano. Además, también coleccionaba Luchadores del Espacio, porque las aventuras de Miguel Ángel Aznar eran mi pasión. En realidad no compraba todas las novelas de la Editorial Valenciana, ya que los otros autores que la nutrían no me gustaban tanto como G.H. White, y que me perdonen los que años más tarde serían mis colegas efímeros. Salí de la librería sin la novela, a mi pesar.

Esa tarde, para no pensar en el señor Heinlein, terminé de leer la derrota de los esforzados españoles en la guerra contra los thorbods y su huída de la Tierra a bordo del Rayo, en busca de nuevos mundos en los que hincar la bandera patria. Los hombres de silicio estaban a punto de pagar el pato.

Como el escaparate de la librería se había convertido en la meta de mi obsesión, un día salí de casa con cinco duros en el bolsillo, dispuesto a cometer una locura. Compré Titán invade la Tierra. Hasta hice el cálculo para ver a cuántos céntimos salía cada una de las 300 páginas que tenía. Por el camino de vuelta a casa analicé mi compra. La portada era atractiva, me intrigaba. El rostro de la chica me parecía triste, sugestivas las extrañas casas de la rara ciudad futurista que figuraba al fondo, con las tres personas caminando cabizbajas. Lo más atractivo, la escuadrilla de platillos volantes que la sobrevolaba. Por aquella época se hablaba mucho de los OVNIS y había salido un coro que se llamaba Los Marcianos, cuyos miembros afirmaban cantando que habían venido del planeta Marte para saludar a Cádiz y a los gaditanos, los muy pelotas. Hubo otro coro ese año, Los bichitos de luz, que en un cuplé decían que a ellos les importaba un pito los platillos volantes y sus tripulantes, vinieran de donde vinieran, del planeta Marte o de donde fuera. Como el jurado del concurso del teatro Falla se mosqueó, fue eliminado, no sé si por meterse con unos turistas, que en aquella época ya había que cuidarlos, o por mentar el pito en la letra, por escandalizar a cierto sector del público mojigato que llenaba el patio de butacas aquella noche.

Pero sigamos con lo importa.

Los negros fosos de la Luna

¿Quién puñetas era Robert A. Heinlein?, me preguntaba, esquivando a los peatones que no me dejaban leer en paz mientras me dirigía de vuelta a casa. No era el pseudónimo de un español, de ello ya estaba seguro tras haber leído la presentación que hacía de la novela el señor Masriera. De la traducción del inglés se había ocupado un tal Antonio Rivera. El título original era The Puppet Masters. A mí nunca me dieron coba los autores españoles que se ocultaban tras nombres extranjeros. ¿Por qué lo hacían? Qué gente más rara, pensaba. Yo nunca lo haría, me juraba a mí mismo cuando soñaba que algún día, si no dibujaba historietas, emularía a George H. White.

En la tranquilidad de mi cuarto, sentando cómodamente en el cierro, dando la espalda al teatro Andalucía y mirando de vez en cuando hacia la calle Columela, que cruzaba la calle Sacramento en la que vivía, empecé a leer lo que me había dejado arruinado.

Me costó avanzar en la lectura, lo confieso. Mi primer contacto con Heinlein no fue todo lo glorioso que yo esperaba a cambio de cinco duros. Claro que la novela me interesó desde el principio, pero me enfrentaba de golpe a otra manera de plantear una historia, y si esperaba que la invasión a la Tierra de los seres se Titán fuera la clásica, con sus batallas siderales y sus andanadas de rayos desintegradores, me llevé un chasco tremendo. Aquella era una invasión silenciosa, los extraterrestres no vestían relucientes trajes de plata ni tenían cara de chino, y no había mujeres entre ellos que se enamoraran del protagonista. Nada de eso. El chico, un tal Sam, era un agente secreto, y al jefe la misteriosísima agencia federal para la que trabajaba lo llamaban el Viejo, que era su padre en realidad. La chica se llamaba Mary. Entre los tres comienzan a investigar en un platillo volante construido con maderas y cartón por unos granjeros muy listos, para cobrar a los incautos por visitarlo. Pero el Viejo no pica, y cuando van a entrar, dice que no y se marchan. Otra decepción, pues yo esperaba que le echaran un vistazo. Claro que todavía no sabía que una vez dentro le habrían capturado, porque los invasores eran unas asquerosas medusas que se pegaban a la espalda de los humanos y se apoderaban de sus mentes. Una invasión la mar de rara. Aquellos bichos se iban apoderando de los puestos claves del gobierno, o sea que volvían a lo políticos más malos que los parió su señora madre. Al llegar a esta altura de la novela entendí por qué las personas que caminaban mustias en la portada tenían jorobas.

Cuando terminé la novela me quedé un poco perplejo. Leche, me dije, esto de la ciencia fantástica es otra cosa para los yanquis. Más adelante me fui enterando que en Estados Unidos el género tenía millones de seguidores y era donde más novelas se escribían y se publicaban en el mundo, de marcianos y de mundos exóticos y fantásticos, incluso de intrigas galácticas, telépatas y cosas muy extrañas, y que había muchos más autores que aquel Bradbury que escribió unas Crónicas marcianas en las que no salía una gente tan rara como ahora acompaña al Sardá. Sí, me informé debidamente de que en Estados Unidos a los autores y a los lectores de la ciencia-ficción no los consideraban bichos raros, como ocurría aquí, donde a quienes nos gustaba viajar a otros mundos con la imaginación nos tomaban por chiflados. Tanto era así como nos miraban que una vez entré en Cerón, papelería en la planta baja y librería en el primer piso, y pude comprobarlo en mis propias carnes. El dueño del negocio, el señor Cerón, era también el propietario de la imprenta Exceliser, donde se imprimía La Información del Lunes, periódico semanario que suplía el día después del domingo al Diario de Cádiz; porque entonces los periodistas descansaban un día y como había que informar a la gente de los resultados del fútbol, pues la asociación de la prensa se ocupaba de darnos los resultados y las clasificaciones. En todo Cádiz era conocido el señor Cerón, un beatón de tomo y lomo, que obligaba a sus empleados a escuchar misa en la iglesia a la que él iba, y allí pasaba lista, para ver quién cumplía con el precepto y con sus caprichos. En la librería papelería Cerón olía a sacristía por todas partes, pero estaba bien surtida y me gustaba subir a la primera planta y ver que había libros por todas partes. El día que entré para comprar El fin de la Eternidad, de Asimov, tuve que aguantar la sonrisa extrañada del capullo del vendedor, que no sabía que esta novela la tenía expuesta en el escaparate de abajo. Por un amigo que trabajaba allí de mozo, me enteré que recibían mensualmente un solo ejemplar de Nebulae y siempre lo devolvían. Cuando por fin recordó que tenía la novela para venderla y no para exhibirla, fue a buscarla. A poca distancia, entre catecismos y obras misioneras, un matrimonio muy emperifollado se echó a reír. Escuché al tío comentarle a la parienta que qué novela más tonta debía ser la que yo había pedido, como si la eternidad tuviera fin. Me marché prometiendo no comprar más Nebulaes en Cerón, sino en la librería Gades, que al menos allí sabían lo que tenían a la venta y les importaba un huevo que la eternidad fuera finita.

Las arenas de Marte

A trancas y barrancas me fui haciendo con la colección, y conocí a A.E. Van Vogt y a sus monstruos del espacio y descubrí que José Mallorquí había fusilado muchos relatos yanquis para Futuro, y que la aventura en la que el Capitán Rido se enfrenta a un extraterrestre muy malo y muy duro de matar, era original de este autor, del que más tarde leería Slan, que no entendí y me aburrió soberanamente.

En Nebulae se publicó de todo, bueno, malo y regular; pero lo bueno predominaba. Poco a poco, mes a mes, siempre que mis ahorros me lo permitían, fui enterándome de que había otros mundos, otros espacios y otras maneras de entender aquel género sobre el que todavía no se ponían de acuerdo en este país para llamarlo.

No titubeé a la hora de comprar la novela del primer autor español que publicaba Nebulae. ¿Por qué iba a hacerlo? Aún no había prejuicios. Y me leí El misterio de los hombres peces, de un tal Antonio Rivera, el que también traducía, que por aquel entonces debía ser un chaval y aún no se ocupaba de los platillos volantes, investigación a la que dedicaría su vida. La novela no me gustó, es la verdad, y aunque la conservo casi he olvidado de qué iba; no recuerdo los detalles del argumento excepto que un submarinista encuentra un pueblo anfibio y existe un amor más o menos imposible con la princesa de turno.

Más tarde, en el transcurso de los años, aparecerían títulos de F. Valverde Torné, Domingo Santos y otros que ahora no recuerdo. Como en la viña del Señor, había de todo, pero nada absolutamente malo. Allá por los sesenta, me atreví a enviar una novela a la editorial, y cual no sería mi sorpresa cuando me la aceptaron, pero como era cortita, me pidieron algún cuento para completar el número de páginas necesarias, y al poco les envié otra, que también recibió su beneplácito, y recibí el contrato y todo, junto con el anuncio de que pronto me enviarían el anticipo, nada menos que mil duros de entonces. Como me ocurriera con Luchadores del Espacio, llegué tarde. Nebulae dejó de publicarse. No me subí por las paredes porque aún no existía Spiderman y no tenía un maestro que me enseñara a hacerlo, pero estuve a punto de llegar al techo. Ni respetaron el contrato ni nada. No aprendí la lección.

Las corrientes del espacio

Por aquellos años, mientras cada mes surgía un nuevo título de la colección Nebulae, yo ya quería ser escritor, y también dibujante de historietas, que no de cómics porque esa palabreja era desconocida aún; soñaba con escribir novelas y dibujar aventuras, pero Barcelona y Madrid quedaban muy lejos y el correo funcionaba lento y mal y había que enviar manuscritos para que te los leyeran, y dibujos para que los vieran; no se podía sacar fotocopias como ahora y los originales se perdían, lo cual no era de lamentar porque todo era malo. Algunas editoriales contestaban. Otras no.

Nebulae me hizo ver que existía una distancia abismal entre las novelas que publicaba y una novelita de Toray, que los yanquis escribían historias más largas y más interesantes. A mí me gustaban Heinlein, Asimov y Hamilton, y un poquito Clarke. Los cuentos de Brown y de Sheckley me dejaban turulato, y novelas como Marciano vete a casa, Universo de locos, Los reyes de las estrellas y otras tantas me las leía de un tirón: me costaba dejarlas para el día siguiente al llegar la noche, cuando mi madre me decía que a ver cuándo apagaba la luz y me dormía, que por la mañana no había Dios que me levantara de la cama.

Había meses en que la economía se venía abajo y no podía hacerme con las novelas de Nebulae. No se podía tener de todo: había que salir a tomar unas cañas con los amigos, a veces hasta con unas tapas, y comprar cigarrillos Chesterfield para fardar delante de las niñas, e ir a un guateque que otro, a bailar con la música de Renato Carosone y Lucho Gatica y agarrarse a la chavala lo más que a uno le dejaban.

Había una librería en la calle Ancha según el vulgo, Duque de Tetuán según el ayuntamiento, en la que no devolvían las novelas y las conservaban para gozo y disfrute de los clientes. Pasados unos años, con la colección Nebulae incompleta, descubrí en esa librería varias novelas que me faltaban, medio escondidas en una estantería olvidada. Como era un buen cliente, porque compraba novelas y tebeos a porrillo, al dueño no le importó reservármelas y las fui adquiriendo poco a poco. Me puse al día y ya no dejé que ningún título se me escapara. Hoy día las conservo, creo que todas. Me da miedo comprobarlo. No sé si he prestado alguna y el cabrón al que se la dejé olvidó devolvérmela.

Nebulae dejó de editarse justo cuando estuve a punto de publicar en ella. Estuvo ausente de las librerías varios años. Más tarde volvió a la palestra, pero con un diseño horrible, algunas reediciones y ciertas novedades de lujo. Marcó un hito en su primera etapa. En sus contraportadas apareció por fin la palabra ciencia-ficción. Los que hemos crecido buscando novelas que nos llenaran las horas vacías le debemos mucho. Algunas veces me he planteado escribir largo y tendido sobre esta mítica colección, analizar sus títulos, sus autores, su trayectoria, sus grandes éxitos y sus pequeños fracasos. Pero miro en la estantería los viejos lomos, oscuros al principio, con colorines después, y me digo que tendría que leerlas de nuevo y el trabajo se me antoja demasiado arduo. Quizá otro más valiente, con más ganas de hacerlo, se atreva. Creo que esta ya vieja pero entrañable colección merece un homenaje.


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