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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Los días después

Fue un día ajetreado aquel 19 de agosto de 1947.

La familia que había pasado la noche en nuestra casa se marchó a primera hora de la mañana, impaciente por ver cómo había quedado la suya. Como no volvieron, pensamos que aún podía ser habitable y no corría peligro de venirse abajo.

Mi padre intentó llamar a Abastos, para ver si podía entregar por la tarde los dichosos pliegos con los cupones; pero el teléfono seguía sin funcionar; así que se puso en camino hacia Canalejas. Como debió encontrar aquellas siniestras oficinas cerradas, subió por la cuesta de las Calesas y llegó hasta extramuros, con la intención de comprobar cómo había quedado lo que había al otro lado de las murallas. Según los rumores, había sido la zona más afectada por la explosión. Volvió al anochecer, contando que había policías armadas, municipales y guardias civiles por todas partes y no dejaban entrar en Bahía Blanca, San Severiano ni asomarse por los alrededor de los astilleros. Pero mi padre se acercó al cementerio, en cuyos alrededores había mucho ajetreo. Cerca de la entrada vio salir a un amigo que se tapaba la nariz con un pañuelo. Juan, no entres, que los patios están llenos de muertos, le dijo su amigo, y mi padre se volvió a casa y se lo contó a mi madre, que ya estaba preocupada por su tardanza, y además había que empezar a hacer el pan, el justo porque ya no habría más venta libre y la gente tendría que presentar la cartilla. A mi padre le preocupaba cómo reunir los cupones del día, que nadie había entregado porque el pan se vendió a dos piezas por persona, y las cuentas no le cuadraban. Menudos eran los de Abastos, el mejor colgado de las pelotas, decía él. Y creo que no le faltaba razón.

Por mi padre me enteré que la explosión había matado a mucha gente, bastante más de lo que las autoridades admitían. Los hospitales estaban llenos y muchos heridos habían tenido que trasladarlos a San Fernando, Chiclana y el Puerto de Santa María.

El número exacto de víctimas siempre fue un misterio; primero se barajó la cifra de 150, pero la gente decía que eran más del doble.

Mi padre prestó atención al parte de las diez. Sólo dijeron que en Cádiz habían explotado algunas minas y torpedos almacenados en el extrarradio y había habido algunas víctimas, omitiendo si eran mortales o heridos. A continuación el locutor de turno habló largo y tendido de las personalidades que había recibido el Caudillo en el Pardo, y también algo acerca del contubernio judeomasónico que había conseguido con malas artes que España no ingresara en la ONU y encima siguiera aislada del resto del mundo.

Mi padre rumió algo entre dientes; se desahogó con aquellas palabras que yo no entendía apenas, creo que eran insultos, hasta que mi madre le dijo que ya estaba bien. Es que mi padre decía cosas muy fuertes cuando no había un extraño carca. Con sus palabras me dio a entender que no le caía muy bien un individuo llamado Franco, que era quien nos gobernaba, ni sus ministros y jefes del Movimiento. Los mayores a veces hablaban de cosas raras y callaban cuando se acercaba alguien que no conocían.

Con el paso de los días me fui enterando de muchas cosas.

Cuando un ministro enviado por Madrid llegó a Cádiz para comprobar los daños, un general llamado Varela estuvo a punto de pegarle un puñetazo, y dicen que tuvieron que sujetarle para que no desenfundara la pistola y le pegara un tiro al tío aquél.

También corrió el bulo de que la explosión había ocurrido porque unos sabios alemanes habían estado fabricando una bomba atómica por encargo de Franco, y se les fue la mano con el uranio o el plutonio. De la bomba atómica yo sólo sabía que había matado a mucha gente en un país llamado Japón hacía dos años, una bomba que había visto en el NODO, formando una seta enorme. Sus efectos fueron devastadores, porque luego aparecían una escenas de una ciudad tan lisa como la palma de la mano. Era una bomba la mar de gorda y como sólo la tenían los americanos, éstos se habían hecho los amos del mundo. Por aquel entonces se hablaba mucho de una ciudad llamada Berlín, que a mí me recordaba al Mago Merlín, y a veces los confundía.

Escuchando a los mayores, de los cuales se aprendía mucho, aunque a veces me hacían un lío, me enteré de que a un tal Mussolini lo habían colgado de un gancho después de fusilarlo. En aquella época, cuando alguien se refería a una persona con muy mala leche, decía que la debían de fusilar, y si ese individuo, además de tener mala leche era merecedor de que lo llamaran hijo de puta, debía acabar como Mussolini, que debió acabar fatal. Todo esto lo hablaban los mayores cuando eran amigos de confianza de mi padre y no había nadie sospechoso cerca, porque por ahí andaba mucha gente que enseguida te mostraba una placa y te llevaba detenido, y otras que se chivaban a la policía. Había que tener cuidado con lo que uno hablaba.

Durante mucho tiempo la distracción favorita de los gaditanos fue recorrer la parte de Cádiz afectada por la explosión. De los astilleros no había quedado nada, ni de la casa de los Paredes, un chalé en el que murió toda la familia y dos o tres criadas, en total más de quince personas. Cerca de este chalé estaba la casa cuna, que quedó arrasada. Antes de la explosión, las monjas sacaban a los niños a paseas, los llevaban por el Campo de Sur y todos los veíamos caminar muy formalitos, en dos grupos, el primero de niñas y el segundo de niños, unos cien en toral, y a veces más. Después de la explosión sólo salían a tomar el sol unos doce o quince, y las monjas que siempre los habían acompañados habían sido sustituidas por otras, porque también murieron aquella noche.

Hubo un oficial de Marina al que condecoraron porque la noche del 18 de agosto, ayudado por algunos marineros, acudió a lo que quedaba del polvorín y se puso a quitar las espoletas a los torpedos que no habían explotado. Nos enteramos varios días después de que la noche del 18 se esperaba una segunda explosión, y mucha gente la pasó en la playa y la caleta hasta que amaneció. Al oficial de Marina, con los años, lo hicieron almirante y le dedicaron un paseo y una avenida en Cádiz y en San Fernando. No sé qué le dieron a los hombres que le ayudaron a desarmar los torpedos, pero no llamaron una calle por el nombre de ninguno.

También se habló mucho de que habían sido los rusos los que habían tenido la culpa de que explotara Torpedos, porque nos tenían mucha rabia por eso de la División Azul, que les dio para el pelo, y también porque fueron derrotados en España. Lo de la guerra civil que había habido en el país hacía unos años, y que terminó poco antes de que yo naciera, me costó entenderlo. Sólo con el paso de los años llegué a comprender lo que había sido. Eso sí, las guerras debían ser muy malas, porque mi madre siempre hablaba de lo buenas que eran las sábanas de antes de la guerra, e insistía en que entonces había de todo, y se comía y se vestía mejor. Incluso los juguetes eran mejores, y los tebeos. Total, que yo había nacido en una época muy jodida, en la que todo era peor. Tenía que serlo, porque cuando me llevaban al cine y veía una película, las casas y los coches que en ella aparecían eran hermosas y grandes, y en las casas los niños tenían sus cuartos llenos de trastos para jugar.

Una tarde, mientras paseábamos por la avenida, vimos pasar muchos camiones cargados con minas y torpedos. Por fin se las llevaban de Cádiz, para almacenarlas en el polvorín de la sierra de San Cristóbal, algo que según mi padre era lo que tenían que haber hecho hacía tiempo, porque tener tantos explosivos dentro de una ciudad era una barbaridad. Decían que las minas eran viejas, de los tiempos de la guerra de Cuba, pero los torpedos eran alemanes, que los desembarcaron en Cádiz al inicio de la guerra para abastecer a sus submarinos, que eran de un tío con bigote al que llamaba Hitler, que se pegó un tiro cuando le dijeron que iba a caer prisionero de los aliados y lo iba a pasar fatal, y por eso sí que no pasaba.

Las siguientes semanas llegaron a Cádiz más ministros de Madrid, prometiendo el oro y el moro, y un día empezaron a limpiar los astilleros, para reconstruirlos.

De aquella limpieza me acuerdo muy bien, porque mi padre compró muchos carros con madera de los astilleros. Durante varios días, todas las tardes, llegaban carros a la panadería, y para descargarlos se recurría a la chavalería del barrio. Como la mercancía había que apilarla en unas naves situadas al fondo de la finca, se formaba una hilera de chavales. La descarga duraba horas, y al final todos se ponían en fila y mi madre les pagaba con algunas perras. El encargado de tasar el trabajo de cada chaval era el Careta, que según veía lo colorado que tenían los hombros, decía a mi madre: Carmela, a éste le da usted dos reales, pero a ése, que es un vago, sólo dos perras gordas. Todos se marchaban muy contentos con el dinero, a gastárselo en pipas y altramuces.

Contando lo de arriba, he caído en la cuenta lo que ocurrió después con tanta madera como mi padre compró para quemarla. Me temo que voy a tener que seguir dando la lata con aquellos tiempos, a menos que me digan que ya está bien de contar batallitas.

Si alguno se pregunta qué tebeos leí durante aquellos días, la verdad es que no me acuerdo; pero creo que no fueron muchos, porque estaba muy distraído escuchando a los mayores hablar de la explosión.


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