Cuando decidí hacerme cargo de una columna en Bibliópolis: Crítica en la
Red dedicada a reseñar los libros de
literatura fantástica publicados fuera de las colecciones convencionales de
estos géneros, mi sensación era que buena parte de los lectores
especializados se estaban perdiendo títulos de interés por no tener una
mayor apertura de miras. En su momento, novelas de gran valor como El
cromosoma Calcuta de Amitav Gosh o Rakhat pasaron prácticamente
inadvertidas, incluso pese a tener premios anglosajones, debido a esta razón.
Una de las cosas buenas que está teniendo la instalación del fandom en el medio
internet es la difusión rápida de la información. (La mala está siendo la
elevación a los altares de ese valor "rapidez" en detrimento del valor
"análisis":
en suma, la victoria de los que tienen mucho tiempo para escribir posts sobre
quienes prefieren pensar antes de dar una opinión madurada.) Y gracias a esa
difusión, el año pasado, durante el hiato que vivió Bibliópolis, vivimos
claramente el final de la marginación de lo que hemos dado en llamar slipstream,
con la clara aceptación popular de magníficas novelas como Jonathan
Strange y el señor Norrell, de Susanna Clarke, o La conjura contra América,
de Philip Roth, e incluso el runrún favorable para otras de carácter más
discutible, a mi juicio, como Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro.
Sea como fuere, esa marginación ya no existe.
Por otra parte, ese fenómeno de
mutua aceptación de la literatura fantástica y la general, que lleva a
notorios escritores a adentrarse en los territorios temáticos prohibidos
mientras sus lectores habituales comienzan a darles una tibia bienvenida, ha
derivado en otro fenómeno llamativo: el de que abunden las malas novelas de
temática de género procedentes de fuera. Y esas malas novelas resultan
especialmente poco gratas de leer, además: suelen resultar infatuadas, entran
como un lord inglés en una honesta y olvidada casa de campo, alzando su nariz
que, por otra parte, es muchas veces fea y coloradota. Son novelas que
pretenden descubrir cosas que el género, que a estas alturas ya tiene a sus
espaldas una digna tradición todavía no reconocida plenamente en el terreno
académico, ya dio por superadas hace décadas. Y sus autores apenas
enmascaran, en muchas ocasiones, el profundo desconocimiento del género al
que pretenden aportar algo.
En suma, continuar con Extramuros no sería útil, por la razón expuesta en primer lugar, y se me antoja
enojoso, una vez citada la segunda. Mi propuesta, mi intención, es la de
tratar en adelante a estos libros ni mejor ni peor que a los de género, sino
con el mismo rasero que merecen todos: el de la exigencia literaria, el de la
necesidad de un desarrollo inteligente de los temas tratados, el que merecen
uniformemente todas las obras literarias valiosas en forma y fondo, sean
cuales sean sus ejes temáticos. Dedicarles un espacio aparte, a estas
alturas, podría además confundirse con un complejo de inferioridad que un género
que ha producido a Dick, Silverberg, Ballard y Priest no debe ya sentir jamás.
A nivel personal, me parece ahora mismo una labor más interesante
conseguir al fin para estos escritores el reconocimiento que merecen a nivel genérico,
que intentar que los sectores más irreductibles del fandom admitan esa apertura
del género que ya es una obviedad. Así que mejor emplearé la energía
dedicada a Extramuros, una vez abiertas
las puertas de la fortaleza, en otras labores.
Archivo de Extramuros
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