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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


J.M. Coetzee
Esperando a los bárbaros

Paranoia defensiva con enemigo desconocido

En estos artículos sobre el vecindario inmediato de la cf voy desgranando poco a poco, en ocasiones reflexionando a la vez que expongo mis ideas a los lectores, mis ideas sobre cuál es el verdadero alcance de nuestro género; sobre todo, de sus potenciales. En una época en la que la res pública se escamotea a los ciudadanos bajo la ficción de una democracia participativa controlada por profesionales de la adhesión inquebrantable, en la que la creación artística se centra en amplia mayoría en el escapismo o en derivativos estériles del existencialismo, sobre la cf y sus capacidades extrapolativas debería recaer el peso de la disección de nuestra sociedad (sin que eso suponga que no debe haber cf escapista, claro; sólo que no debería ser el tronco principal de la cf, o al menos el más obvio, creo yo).

Aunque todo eso podría no ser necesario, por otro lado, si existieran más novelas como Esperando a los bárbaros. Que no es en modo alguno una novela de cf, sino que pertenece al tipo de novela mainstream que los lectores finos y snobs que no leen género deberían tener con más frecuencia en las manos, a fin de utilizar sus celulitas grises en algo más que lamentar la triste condición humana, como si Camus y Sartre no lo hubieran hecho ya lo suficientemente bien hace cincuenta años y hubiera que andar refrescando sus cadáveres cada quince días.

De hecho, puestos a existencialismo contundente, recomiendo la única otra novela de Coetzee que he leído, Desgracia, algo a lo que me empujó el colega de página (y defensor en esta misma pantalla de Coetzee), Alberto Cairo. Baste decir que el título, escueto, resulta elocuente de la demoledora sucesión de auténticas catástrofes personales que se desarrollan en sus páginas. Porque Coetzee, el penúltimo premio Nobel de Literatura, es un escritor de los que revuelven las entrañas. Personalmente, no recuerdo otra capacidad similar para la demolición del lector desde que tuve mi temporadita masoquista leyendo al noruego Knut Hamsun, cuya novela Hambre es, sin lugar a dudas, el libro más chungo con el que jamás me he enfrentado, una adictiva paliza de casi 200 páginas que es, además, uno de los mejores libros sobre drogas jamás escritos, aunque en este caso la fuente de las alucinaciones sea la falta de dinero para conseguir alimentos. Pero bueno, me estoy yendo por las ramas.

En Esperando a los bárbaros, Coetzee sigue sin andarse con chiquitas. En su título y en sus primeros compases tenemos inmediatos referentes a dos piezas capitales de la literatura del siglo XX: Esperando a Godot de Beckett y El desierto de los tártaros de Buzzati. Como en la segunda, nos situamos en una época indeterminada, tal vez el siglo XIX; en un territorio de frontera en el que existe una paranoia defensiva contra un enemigo exterior desconocido, jamás visto. Como en la primera, sabemos muy pronto a la perfección que lo que se espera nunca llegará, y que la cuestión a tratar es la reacción de los personajes ante esa tensa espera, y ante la presión ejercida por quienes desean hacer creer a la población que la espera culminará con un desastre.

La diferencia básica está en lo que a partir de ese concepto, el de la espera, hacen unos y otros. Beckett deriva hacia una exploración de la psique humana hermanada con el surrealismo. Buzzati, a un ejercicio estilístico reflexivo muy elegante, muy del fantástico italiano. Coetzee hace exactamente lo que uno cree que sería un error ante un argumento tan sofisticado: saca el brazo a pasear, y con el brazo sostiene un bate de béisbol con pinchos. Supongo que si uno es un escritor sudafricano y vive en medio de la sociedad del appartheid (el libro es de 1980), las sutilezas pueden llegar a parecerle poco menos que traiciones.

El protagonista de la novela es un magistrado otoñal, que va describiendo los sucesos a su alrededor en un tiempo presente que resulta incoherente en términos puramente narrativos, pero que tiene como efecto hacer más vívidos los terribles sucesos que nos relata de primera mano. El anónimo magistrado ve perturbada la tranquilidad de su gente con la llegada de un cuerpo de ejército del corazón del innominado imperio, que les informa de que se sabe que los bárbaros están dispuestos a atacar y terminar con su modo de vida. A diferencia de las otras obras citadas, aquí los que esperan no lo hacen, sino que salen en busca de sus enemigos. A las pocas páginas del libro darán comienzo las torturas de inocentes: el torturador asegura que sabe cuándo le están diciendo la verdad, sin que le inquiete la reflexión del magistrado de que esa certeza le llega cuando le dicen exactamente lo que quiere oír. Pero vamos, ya digo, esto es a las pocas páginas; luego es cuando la cosa se pone realmente a mal.

En parte porque -como ocurría en la ya citada Hambre-, es el propio magistrado, con sus errores que desearíamos detener pero que vemos desarrollarse "en tiempo real" desde esa primera persona del presente, el que se complica la vida cada vez más. Sobre todo por un extraño romance, verdaderamente conmovedor, con una mujer nómada a la que recoge de la calle, y a la que lava el cuerpo, implorando su perdón. A raiz de su relación, el magistrado perderá la libertad física, pero así conseguirá ganar la libertad de decir lo que piensa, de sentir con libertad. Esto podría ser un bonito final para un libro al uso, pero Coetzee no te deja escapar tan fácilmente con idealismo: el magistrado pagará luego ampliamente por ello, y lamentará amargamente su rebeldía. Con dolor, con humillación, con degradación. La prosa del sudafricano, tremendamente sensorial en su frialdad, capaz de dar forma a cada vibración del cuerpo, se ve reforzada por su negativa a dar nombres, a distraer con detalles, reduciendo el relato a lo que verdaderamente le importa: la verdad literaria arquetípica, lo que puede ser vivido en cualquier tiempo y lugar.

Desafortunadamente, todo lo que escribió Coetzee en 1980 sigue ampliamente vivo en nuestra sociedad de hoy. Vivimos aún a la sombra de una guerra llevada a cabo contra unos bárbaros a los que jamás se encontró. El ejército imperial está en vías de ser derrotado por las consecuencias de sus propias acciones. Los ciudadanos optamos por acciones menores, anecdóticas, con las que paliar el quejido de nuestra conciencia, aunque posiblemente tampoco tenemos otras vías de parar lo que ocurre: si lo haremos, sufriremos más allá de nuestra resistencia.

Tendré que dejar pasar unos meses para leer otra novela de Coetzee. Supongo que es algo comprensible. Por muy injusto que sea esconder la cabeza ante lo que nos denuncia.


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