Si alguien conoce un mito más profusamente desmitificado que el vampiro, que me lo presente. Al pobre vampiro le hemos llevado al diván del psicoanalista, le hemos convertio en un anodino pelele que permanentemente lamenta su situación, le hemos despojado de su aura mística para dejarle tan sólo en una aberración de la naturaleza... Marc Behm añadió su granito de arena a este fenómeno con La doncella de hielo, una novela que no ha sido reeditada desde hace más de una década y cuyo prestigio como obra "de culto" ha venido creciendo desde entonces.

En parte, ese renombre se deriva del que su autor, Marc Behm, cosechó algunos años antes con la publicación de La mirada del observador. Una novela policiaca realmente fuera de la norma, que se convirtió en un mayúsculo éxito en Francia, donde el autor -estadounidense de nacimiento- reside. Behm responde perfectamente al estereotipo de"americano renegado" amante del jazz que pasea las noches de luna por las empinadas calles de Montmartre y que los franceses adoran. Y su literatura incide en ese punto: hay en ella una añoranza crítica del gran país y sus peculiares códigos, teñida de una sofisticación que bien podría ser neoyorquina, o tal vez parisina.

Mucho de esto encontramos en La doncella de hielo. La historia es, en rigor, la de tres buscavidas de Nueva York que tienen como objetivo conseguir el suficiente dinero como para tomarse un respiro. Claro que, en su caso, ese respiro sería bastante prolongado, puesto que los tres son vampiros y lo que quieren es conseguir la pasta necesaria para comprarse una mansión en la que apartarse de los follones que les supone andar chupando la sangre de los ciudadanos por ahí.

Como es inevitable en las historias de vampiros contemporáneas, Behm debe apelar a un gramo de originalidad con el que justificar su historia. En lo que se hace a la propia condición de los vampiros, el autor apuesta rigurosamente por la tradición: no se reflejan en espejos, les fastidian los crucifijos, etc. La diferencia, en este caso, está en el potencial económico de los vampiros en cuestión. Mientras Anne Rice, por poner el ejemplo más obvio, da por sentado que si eres inmortal entonces el dinero no es problema, Behm centra el gracejo de su historia precisamente en la contradicción entre el poder físico de sus personajes y su incapacidad para desenvolverse en el mundo moderno. Al fin y al cabo, y según nos detalla en la novela, su trío de vampiros son una señorita de comienzos del siglo XIX, un pionero de un siglo atrás y nada menos que un miembro de la antigua banda -vampirica- de Robin de Locksley. Sutilezas como la inversión en bolsa parece que se les escapan, y pese a su fortaleza para obligar a sus víctimas recibir chupetones, un robo a mayor escala resulta terriblemente complicado. Entre otras cosas, porque la inmortalidad no les ha convertido precisamente en valientes.

La narración, tras presentar con sus convenientes flash-backs a los personajes, termina por moverse en un tono de screwball comedy sobre el loco Nueva York de los ochenta, con escenas de sexo despendolado, persecuciones y no pequeñas dosis de confusión, a la que contribuye una traducción bastante ramplona.

El libro se lee con agrado, en un suspiro, pero me temo que su fama deriva de que se trata del típico caso en el que un periodo prolongado fuera de las librerías se ha combinado con el buen sabor de boca que dejó en algunos lectores para incrementar una pequeña leyenda de título importante. No lo es: puestos a vampiros cutres, me quedo con los de Los viajeros de la noche, la película de Katherine Bigellow. Y si de lo que se trata es de buscar calidad, aunque ésta sea una novela fresca, no le llega a la suela de los zapatos a Sueño del Fevre o El tapiz del vampiro, por mencionar los dos ejemplos más obvios de las últimas décadas.

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