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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Kurt Vonnegut
Cuna de gato

Alargar demasiado los chistes

La verdad es que la ausencia de Kurt Vonnegut de esta columna sobre libros que se supone que no son cf, pero que lo parecen, ya me empezaba a resultar incómoda. Es, por antonomasia, el autor mainstream que hace cf; entre otras cosas, ese hecho se debe a ser el primer autor que triunfó en la literatura general sin paliativos procedente de las revistas populares de cf. Desde esos años cincuenta en los que escribía obras tan claramente del género como Las sirenas de Titán, Vonnegut ha mantenido una relación de amor-odio permanente con la ciencia-ficción, diciendo unas veces que era la literatura del siglo XX y blablá habitual, y otras que a él no le relacionaran con esas cosas. Con las que él, por cierto, no ha dejado de relacionarse produciendo sucesivas obras del género.

La razón por la que no había escrito hasta ahora de Vonnegut es porque, la verdad, es un autor que me da cierta pereza. Sus tramas enloquecidas tienden a descontrolarse para terminar generalmente como el rosario de la aurora, sin que se adivine un propósito en su narración más allá del deseo de demostrar un nihilismo demoledor y una absoluta falta de fe en el ser humano. La vida, para Vonnegut, es el dichoso cuento contado por un idiota y que nada significa, y no hay quien le saque de ahí. Su actitud de respuesta es la anarquía absoluta en su relato, y la permanente ridiculización de la sociedad. Lo que en sí mismo, por supuesto, es francamente interesante. Pero, la verdad, cuando uno puede esperarse página tras página cualquier cosa, lo cierto es que puede terminar por no encontrarse nada. Y, a la postre, la sensación que me dejan las novelas de Vonnegut es un poco la misma que producen las decepcionantes obras largas de Sheckley: fatiga.

Cuna de gato pertenece al periodo más prolífico y respetado de la obra de Vonnegut. Es una parodia que tiene como escenario un estado bananero, la República de San Lorenzo, especialmente paupérrimo y cutre: se trata apenas de una isla en la que no hay nada que producir y apenas nada que comer. Ahí llega un periodista, narrador de la historia, que inicialmente busca relatar la labor de un filántropo local que construyó un hospital. Sin embargo, pronto sus investigaciones le conducen a algo totalmente distinto, al conocer que uno de los hijos de Felix Hoenikker, padre de la bomba atómica, es algo así como el primer ministro de San Lorenzo. Antes de morir, Hoenikker desarrolló un nuevo invento, el hielo-nueve, que convierte el agua en un material sólido. Y sus hijos poseen pequeñas cantidades de ese peligroso material, puesto que su acción es exponencial y podría llegar a liquidar todos los mares del mundo.

San Lorenzo resulta ser un lugar tan extraño como cabría esperar de la mente de Vonnegut. Todas las mujeres son feísimas, salvo la hija del presidente, que parece acumular toda la belleza robada a las demás. El estado, ante la total carencia de medios de subsistencia, mantiene ilegalizada la religión que todos practican -incluso el propio presidente- a fin de que haya algo que mantenga ilusionados a los ciudadanos: la posibilidad de practicar en secreto esa religión, el bokononismo. Éste, por cierto, es una forma extrema de paradoja que tiene como precepto "lo que dicen todas las religiones, incluida ésta, es mentira", y que fue transmitido por su creador, Bokonon, en forma de calipsos (esas composiciones características de la imagen que todos tenemos de los cruceros por el Caribe, con simpáticos negros tocando una especie de tambor hueco que suena como un xilófono).

Como es habitual en Vonnegut, la obra tiene algunos momentos memorables. En uno de ellos, el filántropo, que ha visto cómo todos los pacientes de su hospital morían por la peste bubónica, recorre los pasillos abarrotados de cadáveres y sufre una especie de ataque de risa. Cuando su hijo le pregunta qué le ocurre, se limita a decirle: "Hijo mío, algún día todo esto será tuyo". El retrato de los visitantes yankis de San Lorenzo resulta igualmente demoledor. Pero la necesidad compulsiva de Vonnegut de ofrecer personajes y situaciones disparatadas en cada esquina le hace caer en ocasiones en lo facilón, como cuando detalla las desventuras del hijo enano de Hoenikker, o con la transcripción del dialecto de los habitantes de la isla.

La estructura de capítulos cortos, como martillazos, refuerza además la sensación de acelerada comedia de la novela, que termina por resultar un chiste largo y un tanto forzado. A falta de leer parte de su producción, tengo la creciente certeza de que Vonnegut nunca consiguió igualar la precisión doliente de Matadero Cinco, sin duda su gran obra.


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