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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Rafael Marín
Detective sin licencia

Primacía de la voz y la anécdota

Supongo que era un compromiso que Rafael Marín tenía consigo mismo, y también con sus dedicados lectores, que somos unos cuantos, el de escribir una historia con la voz de su gente. El campo de la literatura fantástica hacía difícil ese reto. Así que tuvo que recurrir Marín a otro género, el policiaco, para contarnos una historia en la que no importa tanto el relato en sí como la voz del narrador y la gracia de la anécdota ambiental.

Digo que era algo que nos debía Rafa, puesto que cualquiera que le haya escuchado una de sus conferencias en una convención de cf, o mejor aún, quien haya tomado después una copita con él, puede dar testimonio de que Rafa es un tío con chispa, y que sabe recoger el habla y el sentimiento de su tierra, Cádiz, para combinarlo sabiamente con dosis de docto friquismo. Mucho de eso hay en esta novela, que consiguió un premio en un certamen del género negro en Albacete, y que ha sido publicado por la diputación de esa provincia. En un libro muy feo, con el papel muy blanco, difícil de encontrar en librerías pero que, antes que nada, mucho vale la pena.

Detective sin licencia

La historia en sí, como digo, no mata. Seguimos las andanzas de Torre, un ex boxeador que perdió la memoria tras un combate desafortunado y ha llegado a la cincuentena con veinticinco años menos de recuerdos, ganándose la vida como mamporrero de un nota de Cádiz, don José Fiestas, para él Pepito Fiestas. La muerte de Pepito Fiestas es el desencadenante de la narración, y la figura de este personaje, un frescales "de pronóstico" por utilizar el lenguaje gaditano de la novela, es la que da cuerpo a la historia.

Torre intentará reconstruir las circunstancias en las que se produjo la muerte de Pepito y, en el camino, recordará sus incontables chanchullos, trapacerías, juergas, fantasías y dislates. Pepito Fiestas se irá caracterizando poco a poco, y de su mano el propio Torre, como uno de esos personajes que tienen un eco en otros que conocemos en nuestra propia vida, y que aquí vemos caricaturizados para dotarles de mayor entidad novelesca. Igualmente irá cobrando forma la figura de Torre, hombre de principios, menos corto de miras de lo que originalmente se sospecha de él, firme de convicciones y a la vez dúctil en sus juicios hacia los demás, la mejor tradición del detective de la novela policiaca contemporánea, aunque en este caso sea un detective improvisado. Cabe sospechar que Marín aguarda nuevos destinos a Torre, aunque eso supongo que será el tiempo el que lo aclare.

Sin embargo, todo esto que he comentado es simplemente el armazón de la novela, que en este caso es menos importante que su presentación. Estamos ante una obra de forma, en la que de hecho, y bajando a un análisis que no es el que conviene, incluso la intriga policiaca se resuelve con un coitus interruptus. Lo importante es aquí la voz de un narrador en tercera persona no identificado, pero que utiliza el gracejo gaditano, los modismos, las digresiones, los circunloquios y la permanente referencia de anécdotas tanto de los personajes como del entorno en que se mueven, tanto cronológico (agosto del 2000) como sobre todo temporal. Sin diálogos, con una puntuación que simula el ritmo caótico de la conversación de un narrador espontáneo, Marín tiene el acierto de conseguir exactamente el resultado opuesto al que producen la mayor parte de los experimentos literarios de este tipo: engancha en ese batiburrillo -por momentos casi incomprensible- al lector que, divertido, no puede detener su avance en las tramas urdidas por Pepito, el lenguaje oral repleto de guiños y pequeñas piruetas, las referencias a otros personajes no menos inverosímiles -que incluyen a un tal A. Thorkent, escritor de novelas de marcianos- y la peculiar visión de la actualidad del momento.

Pese a que, como digo, su argumento no sea sobresaliente, la novela resulta un verdadero triunfo en el terreno en que sí quería combatir: el de la búsqueda de una voz singular y su empleo para la diversión pura. Al igual que algunos de sus relatos del último lustro -como los alabados "La piel que hice en el aire" o "La sed de las panteras"- suponían un paso adelante en la narrativa de Marín, mi ilustre compañero de página traslada al fin ese avance de madurez a una obra larga, en un registro nuevo, además, totalmente opuesto al de esos cuentos sinceros, pero oscuros.

Sólo cabe desear que la novela vea pronto la luz en una edición comercial más fácil de encontrar para los lectores, que Torre salga en busca de nueva aventuras, y que Rafael Marín siga mostrando ese rigor exigente con el que, aún a cuentagotas pero de forma significativa, ha elevado el listón de sus escritos en los últimos años por el proceso -en apariencia, sólo en apariencia contradictorio- de ser simplemente más él mismo.


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