Siempre es difícil hablar de la obra de alguien por el que la amistad se solapa con la admiración. En mi favor, puedo decir que admiré el trabajo de César Mallorquí antes de conocerle: fui jurado en un concurso que ganó, allá por 1991, con un relato que brillaba de forma sobresaliente entre los demás. Me cité con él por primera vez en un bar para darle el importe del premio. Desde entonces, hemos hablado mucho, sobre todo de amor; del que sentimos ambos por los libros, y también un poco del que sentimos los dos por las otras cosas buenas de la vida, que también las hay.

En ese periodo, César se convirtió en escritor profesional, de cuyas andanzas por las colecciones y los premios de literatura juvenil he dado cuenta ya en otras ocasiones en esta columna. Las lágrimas de Shiva, su trabajo más recientemente publicado, se encuentra entre las mejores; posiblemente, porque al igual que en los otros títulos que más he disfrutado y en los que César pareció sentirse más cómodo -con la excepción de La mansión Dax, precisamente su mejor novela-, el integrante fantástico está presente de forma circunstancial, aromática pero decisiva, y hace recomendable su lectura por todos los que disfrutaron sus extraordinarios trabajos en el campo de la cf.

Precisamente, en esta ocasión, la cf está bien presente a lo largo del relato. Porque Javier, el joven de quince años protagonista de la historia, es un impenitente lector del género, que pasa casi toda la acción rodeado de los clásicos publicados por Minotauro y la primera Nebulae en los años sesenta: Crónicas marcianas, Ciudad, Universo de locos, Marciano vete a casa, Jones el hombre estelar… Javier, en el verano de 1969, deberá abandonar su casa madrileña debido a que su padre se encuentra convaleciente de tuberculosis, y parte hacia Santander para pasar unos meses con unos familiares.

Se trata de una familia de rancio abolengo, que vive ahora de las rentas de los inventos del padre -un simpático maníaco que busca una máquina de movimiento perpetuo- en un caserón enorme. Aunque los personajes que marcarán a Javier serán sus cuatro primas: la sensual Rosa, la revolucionaria Margarita, la arisca Violeta y la pequeña y misteriosa Azucena. Obviamente, estamos ante un relato de iniciación, aunque de una extraordinaria sensibilidad; no se trata de un remedo de Belle époque, sino de algo mucho más sutil y conmovedor. Creo, sin temor a equivocarme, que cualquier lector -especialmente, los seguidores de la cf- encontrará ecos de su propia adolescencia en los paseos de Javier, su defensa sobre la validez del género, y su descubrimiento de otras literaturas de la mano de Violeta con Salinger, Hemingway o Kafka.

El elemento que engrasa la novela para darle un contenido superior es la investigación de Violeta y Javier de una antigua pendencia familiar, que condujo a los Obregón a la ruina a manos de una gran familia local, los Mendoza. Una tía bisabuela de las chicas, Beatriz, dejó plantado en el altar, y desapareció con el valiosísimo collar conocido como las Lágrimas de Shiva, a un antepasado de los Mendoza; en el presente, Rosa, no tuvo otra ocurrencia que enamorarse de un Mendoza. El fantasma de Beatriz aparece con sutileza y ofrece pistas para esclarecer sucesos ocurridos setenta años atrás, mientras Javier asiste, embargado de sentido de la maravilla, a la llegada del hombre a la Luna.

En suma, 235 páginas cargadas hasta arriba de sentimientos, de vivencias, de pasión por los libros, de belleza. Mientras la cf se empeña en prolongar sin sentido sus libros, las limitaciones intrínsecas a la novela juvenil permiten a creadores astutos como Mallorquí contar historias a carta cabal y conseguir premios literarios de la editorial de una hermandad religiosa con una historia en la que incluso se sugiere con simpatía un incesto.

Archivo de Extramuros