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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Nevil Shute
La hora final

Un flemático fin del mundo

Supongo que a todos los que exploran una y otra vez las librerías de viejo, como me ocurre a mí, termina por producírseles una extraña deformación consistente en que un libro acaba por parecer famoso a fuerza de encontrarlo en las pilas una y otra vez. Personalmente, mi cruz principal en ese sentido es La alternativa del diablo, de Frederick Forsyth, que terminaré comprándome porque la experiencia me muestra que debo ser el único ser humano que no ha sucumbido a sus encantos. Sin embargo, sí lo hice a los de La hora final y sus al menos cuatro muy sesenteras ediciones, con lo que en esta ocasión quedo con la conciencia tranquila de que hablo con un libro bastante sencillo de encontrar pese a tratarse de una antigualla.

Honestamente, no sé hasta qué punto fue éste un libro de impacto en su época. Sí puedo decir que en la colección Reno (esa que no falta en las estanterías de padres de los años sesenta) hubo incontables ediciones, aunque la que yo terminé por comprarme fue una de tapa dura en una colección "de prestigio", publicada a raíz de que se anunciara la adaptación cinematográfica, finalmente rodada por Stanley Kramer con un reparto de lujo: Ava Gardner, Gregory Peck, Fred Astaire y Anthony Perkins. Así que todo hace indicar que hablamos de un bestsellercito en su momento.

La novela, de hecho, responde a muchos de los esquemas del libro de ventas general más tradicional, aunque aportando algunos detalles de interés. Shute, según leo en la Enciclopedia de Nicholls, fue un ex diseñador de zeppelines inglés que terminó trasladándose a Australia por motivos de salud para escribir allí una suerte de novela de futuro cercano, lo que ahora llamaríamos technothriller, aunque las temáticas tecnológicas de entonces resultaran bastante más cercanas al entendimiento del común de los mortales que las de la actualidad.

La hora final parte de un supuesto muy sencillo: la guerra nuclear llegó, pero se desarrolló de forma íntegra en el hemisferio norte. La acumulación de materia radiactiva en la atmósfera tendrá como consecuencia el final de la vida sobre la tierra, pero la llegada de esos vientos hasta el hemisferio sur se retrasa al menos un año, ya que deben pasar el ecuador con los cambios de situación de esa línea que se producen a lo largo de las estaciones. Los habitantes de Australia, donde se desarrolla la acción, saben que su final es ineludible, como lo ha sido el del resto del mundo, pero tienen meses para aguardarlo.

Ante esta situación, la alternativa que toma Shute es la de presentar a la población como anestesiada, negando la evidencia de su próxima muerte pero a la vez aceptándola como inevitable. No hay apenas disturbios en el relato, y apenas se menciona en una ocasión a gente escapando de sus casas en poblaciones al norte del continente-isla, como Cairns, para huir hacia las situadas más al sur, como Adelaida. Los personajes hablan sobre todo de qué mejoras introducir en sus jardines, en tener hijos y en comprar cosas; trucos quizá un poco gruesos, pero que realmente funcionan a la hora de retratar con progresiva precisión el horror de su muerte cierta. Sólo en alguna ocasión entra en ese mundo irreal la cercanía del fin, y en ocasiones de forma tan sutil como en comentarios sobre la oportunidad de agotar las reservas de vino de Oporto de un club ante la inutilidad de guardarlas por más tiempo, o la conveniencia de adelantar la temporada de la pesca de la trucha al tenerse la seguridad de que ningún pescador llegaría vivo más allá del periodo de veda.

Todo ello puede sonar un tanto excéntrico, pura flema británica fuera de tiesto, pero en la novela está revestido de una extraña lógica desde el momento de la presentación; al comenzar la obra, de hecho, tardé unas páginas en darme cuenta de que la catástrofe nuclear no iba a producirse, sino que había ocurrido ya, sólo que la gente había aprendido a convivir con ella. Los personajes, muy de una pieza pero convincentes, también contribuyen a ello. En particular, por la extraña naturaleza de la relación de la pareja protagonista. El, un dignísimo capitán de submarino estadounidense, que terminó con su buque en Australia huyendo de la catástrofe que les sorprendió sumergidos; ella, una joven alocada muy a la manera de los años cincuenta, una "perdidita", por así decirlo, aficionada al coñac con hielo. En este caso, el "casting" de la película funcionó con precisión y resulta imposible imaginárselos de otra forma sabiendo que fueron encarnados por el severo Gregory Peck y la sofisticada Ava Gardner.

Aunque hay otras historias paralelas de menor calado, con un matrimonio que cría a su bebé indiferente al próximo fin de todo o el empeño de un científico por convertirse en campeón de carreras de coches, es ese romance imposible el que sostiene la novela, convirtiendo a las restantes líneas argumentales en pegotes monótonos (en particular, es incomprensible la prolongada delectación del autor en un soporífero gran premio automovilístico). El capitán, que debe salir de cuando en cuando en misiones para medir la radiactividad en el hemisferio norte, sigue refiriéndose a su familia como viva y a la espera de su retorno. La joven Moira, mientras, cae progresivamente hechizada por él y por su serena locura en medio de la descomposición del mundo, por su firmeza honesta y sin doblez.

La novela es lenta, y peca de muchas de las carencias tradicionales del best seller: una cierta falta de profundidad, exceso de páginas superfluas y una tendencia a tirar por el camino trillado en caso de duda. A cambio, el desarrollo moroso de la obra acaba con un regusto muy especial, antes melancólico que triste, y deja esa sensación apremiante de las buenas historias sobre el final de la civilización: la idea de que estamos rodeados por muchas cosas que merece la pena disfrutar y no advertimos. Para los curiosos, además, decir que las dotes proféticas de Shute (algo que no tiene demasiada importancia, pero que a veces resulta llamativo) resultaron bastante desarrolladas: la guerra final comienza en su relato en Albania y se extiende de la mano del conflicto de Oriente Próximo.


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