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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Paul Auster
El país de las últimas cosas

Anatomía de la miseria

Lo que me impresiona de la poética de Paul Auster es la forma en la que trata uno de sus temas recurrentes: la descripción de procesos degenerativos que pasan en sus manos a convertirse en un camino lógico. Una ventana al abismo por la que, comprensiblemente, cualquiera podría deslizarse. Cuando el protagonista de El palacio de la luna decide dejar de luchar por la vida, cuando los personajes de La música del azar se embarcan en la tarea demencial e interminable de construir una gigantesca muralla en medio de la nada, Auster consigue presentárnoslos como seres reales que se dejan llevar a situaciones absurdas no por su rareza, sino por circunstancias extrañas que podrían igualmente afectarnos a nosotros.

El país de las últimas cosas

La única incursión de Paul Auster en el fantástico, El país de las últimas cosas, reproduce ese proceso a otra escala. Es la sociedad la que, de repente, por razones no definidas, ha dejado de funcionar. Algún granito de arena se interpuso en un lugar clave del mecanismo y en poco tiempo desaparecieron las tiendas, los servicios públicos, la solidaridad, el esqueleto de eso que llamamos civilización. La sociedad que queda es como un cuerpo deshuesado, con algunas de sus características externas pero sin su armazón. Y si en El palacio de la luna Auster conseguía hacernos creer que un día podríamos dejar de tener interés por vivir, en El país de las últimas cosas logra señalar que la sociedad podría igualmente perder su estructura de una forma natural, sin necesidad de una catástrofe, simplemente por una descomposición indefinida.

La historia la cuenta en primera persona Anna Blume, una mujer del otro lado del océano que llega a la Ciudad para buscar a su hermano, que acudió allí como corresponsal de guerra y desapareció. Anna dirige su relato, escrito a lápiz en unos papeles viejos, a un amante que dejó en su país y al que sabe que no volverá a ver.

La novela es muy poderosa sobre todo en sus primeras páginas, cuando se nos da cuenta de la situación en la ciudad. "Las cosas se desmoronan o desaparecen y no se crea nada nuevo", resume Anna, que nos explica que la principal regla de vida en ese lugar salvaje es "no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos; incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes". La comida escasea, la ropa es un bien preciado, cada pequeño objeto cobra un valor inaudito. Anna se dedica durante un tiempo a ejercer como trapera, husmeando entre las ruinas en busca de cualquier cosa. En un párrafo espeluznante, nos detalla sus posesiones tras algunos golpes de fortuna: "Un telescopio plegable con una lente rota, una máscara de Frankenstein de goma, una rueda de bicicleta, una máquina de escribir cirílica a la que sólo le faltaban cinco letras y la barra espaciadora, el pasaporte de un hombre llamado Quinn. Estos tesoros me compensaban por los días malos".

La reacción de la gente en esas circunstancias se dibuja con trazos más que oscuros. La violencia en cualquier sentido es moneda corriente. Las creencias absurdas abundan: hay gente que "habla en fantasías", detallando antiguas comidas o imaginando momentos pasados para vivirlos como si fueran ciertos; hay una secta llamada "los corredores" que entrena a sus adeptos para una carrera final hasta caer muertos; otra que intenta convencer a todos de que si sonríen y son amables, la vida mejorará.

Anna atraviesa diversas aventuras hasta un final relativamente esperanzador. Vive con una anciana trapera y su marido hasta que éste intenta violarla; después consigue entrar en la Biblioteca Nacional y trabaja con otro periodista de su país, que había sido enviado para intentar encontrar a su hermano William; finalmente, entra en un hospital, el último refugio caritativo en un entorno cada vez más salvaje. En particular, las observaciones acerca del comportamiento del gobierno fantasma de la ciudad son tan patéticas como terribles, con acciones disparatadas como construir una muralla marina para evitar una invasión exterior que consumen toda la energía que podría emplearse en enderezar la situación, pero que en la extraña lógica del libro parecen más naturales que la búsqueda de soluciones.

Con su característica capacidad para diseccionar la miseria, para detallar cada pequeña minucia en que se descompone esa decadencia atroz, Auster consigue que la situación, pese a que mejore para Anna al adaptarse progresivamente al entorno, sea cada vez peor, y siempre con el egoísmo humano como causante de las progresivas desgracias. Será también a cambio la bondad humana la que acabará por abrir algunas puertas, la que demostrará que al menos ciertas soluciones individuales (como ocurre ante los problemas de nuestro propio mundo real) pueden salvar parte de la catástrofe.

Breve, contundente, ambigua a la hora de las respuestas pero elocuente en sus preguntas, El país de las últimas cosas es a mi juicio una de las grandes novelas de ciencia-ficción creadas fuera del género, al menos de ciencia-ficción concebida, como a mí me gusta entenderla, como el género que trata de realidades alternativas verosímiles, tengan o no su origen en cachivaches pseudocientíficos.


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