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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


César Mallorquí
La catedral

Los (ocasionales) encantos de lo previsible

Antes de nada, una admisión: para leer La catedral, es necesario que el curtido lector de género fantástico, el encallecido desentrañador de tramas, descienda al terreno de lo ya transitado. Es un esfuerzo que no resulta fácil de hacer, lo entiendo, pero en el acercamiento a la literatura juvenil al que me empuja la curiosidad hacia las obras de los amigos que andan últimamente ese sendero, estoy encontrando con sorpresa que la gran clave del juvenil no está en la ausencia de sexo o violencia, sino en la linealidad de los argumentos.

La catedral

Lo cual no es un defecto en sí insuperable, pero de alguna manera lastra la lectura. Es decir, las obras que pueden encontrarse ahora mismo en las librerías de César Mallorquí o Armando Boix (por citar los dos autores del género fantástico que se han entregado con mayor entusiasmo al juvenil) entroncan con la tradición de la aventura "de toda la vida", en la que no cabe la menor duda de la victoria del bien sobre el mal y la conquista de la chica por el chico (o viceversa). Como dice con su sorna habitual León Arsenal, en una juvenil jamás el protagonista dará un espadazo sin haber recibido otro antes. Las sorpresas llegan en elementos accesorios; algún que otro secundario queda en el camino y provoca una escena intensa con su muerte, alguna trama colateral contiene elementos algo más gamberros de lo esperable...

Hecho este apunte, no es difícil centrarse en los aspectos positivos de una novela tan eminentemente legible como La catedral, con la que César Mallorquí ganó el premio Gran Angular del pasado año. Como corresponde a esta sección, se trata en sí de una novela fantástica, aunque sobre todo de una obra de reconstrucción histórica centrada en un periodo tan popular últimamente como la Baja Edad Media: hermandades secretas, ebullición social, misticismo de vecindad fácilmente adivinable con algunos aspectos de la new age...

La historia presenta a Telmo Yáñez, hijo de un arquitecto masón que trabaja en la construcción de una iglesia en Tolosa, y cuya habilidad como imaginero le permite ingresar como aprendiz de la logia. Eso le supondrá tener que viajar a un villorrio bretón, Kerloc´h, junto a tres templarios de origen escandinavo, dado que allí se ha producido la misteriosa desaparición de varios masones en la construcción de una catedral. Un templario le revelará que las obras están siendo financiadas por la misteriosa hermandad de San Juan del Aguila, mezclada en diversos asuntos turbios.

Telmo gana un concurso con los mejores imagineros de occidente para realizar la talla principal de la catedral, un poderoso angel (presuntamente San Miguel) que mira al cielo amenazante. No, no estoy revelando nada: cualquiera que lea esta columna adivinará que los aquilanos están mezclados con el diablo en cuanto Telmo se pone en camino a Bretaña y comenta que está haciendo un Camino de Santiago a la inversa: si uno da la salvación, el otro...

Mientras los hechos extraños se suceden, los personajes de la "conspiración de los buenos" caminan a tientas hacia lo que se advierte muy pronto que será un gran final pirotécnico, que es necesario decir que no decepciona en modo alguno. Todo sale bien, aunque Mallorquí, puñetero él después de todo, hurta algunas de las recompensas finales tan comunes en el juvenil con un cierre parcialmente abierto.

La novela es de las de una pieza: el personaje protagonista resulta perfecto en su combinación de valentía e ingenuidad, el templario Erik de Viborg es un soldado obsesionado con la venganza con el que resulta imposible no simpatizar, los malos tienen motivaciones claras y actuaciones comprensibles... Sólo chirría un tanto, quizá, la moza frescales que asedia a Telmo, presuntamente liberada pero de actuaciones completemente grises, puesta ahí témome que por aquello de equilibrar la balanza en esta era en la que es imprescindible hacer guiños hacia la igualdad aunque hablemos de la Edad Media. Algo que contrasta con la capacidad del autor para, en cambio, lanzar con discrección mensajes antixenófobos, comunes a us obra.

Donde Mallorquí se muestra más vigoroso, como de costumbre, es en el ritmo narrativo. Ni siquiera esa previsibilidad o su folletinesco empeño de terminar cada capítulo con admoniciones del tipo "no sabíamos lo que nos esperaba" o "aquel signo sólo era el primer presagio de cuán espantosos acontecimientos nos acechaban", que podrían resultar cargantes, consiguen eliminar la tensión creciente, reforzada por la forma cariñosa y exhaustiva en que afronta las descripciones. Como de costumbre en el autor, la documentación aparece como impecable, y la información se dosifica con sabiduría.

En cuanto al elemento fantástico, concediendo que resulta difícil aportar nada radicalmente nuevo al tema de la hermandad diabólica, está bien traido y goza sobre todo del refuerzo que aportan las poderosas descripciones del autor y su facilidad para transmitir "sentido de la maravilla". Un factor, sin duda, que debería ser considerado en el futuro por Mallorquí: las juveniles en las que trata temas fantásticos le salen mucho más redondas que las de otra temática. En comparación con la cumplidora, aunque insulsa El último trabajo del señor Luna (Edebé), tanto La catedral como La hermandad de Eihwaz (Edebé) son novelas francamente más completas.


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