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Zen en el arte de escribir
Zen en el arte de escribir
Ray Bradbury
Título original: Zen in the Art of Writing
Trad. Marcelo Cohen
Minotauro, 2002

Algún día tendremos que reivindicar de una vez a Ray Bradbury para el género al que ha dado algunos de sus títulos capitales antes de que, como si fuera una educación general básica propia de la adolescencia, le diéramos de lado y pasáramos a otros autores. La cruel paradoja es que nos da por recuperar a escritores muy menores de serie zeta y despreciamos olímpicamente al único autor de ciencia-ficción que ha salido del ghetto sin renunciar a sus señas de identidad. Ahora que (por lo menos en España) parece existir una corriente que acepta que la ciencia-ficción también puede ser literatura, no estaría de más que echáramos la vista atrás y aceptáramos que Bradbury viene haciendo eso mismo desde hace un buen montón de décadas. Este bello librito podría ser un buen punto de partida.

Once son los ensayos que se recopilan en Zen en el arte de escribir, todos escritos en momentos dispersos de la vida del autor y con un tema en común: la creación, la escritura, la literatura. Bradbury no da lecciones, no se compadece de sí mismo ni revela interioridades escandalosas de su pasado, sino que expone con afán contagioso su amor por escribir, su pasión desenfrenada por el hecho de enfrentarse cada día a una máquina de escribir donde reflejar historias que arrancan de sus observaciones, de sus recuerdos, de sus miedos inconscientes tamizados hacia la luz del exorcismo que es la escritura. Si a montar en bicicleta sólo se aprende montando en bicicleta, el resumen de la filosofía de Bradbury es que a escribir sólo se aprende escribiendo. Es más, subyace la lección de que el hecho de escribir es una especie de músculo mental que hay que ejercitar a diario, so pena de anquilosarlo. El amor, el entusiasmo, las ganas de vivir la vida y plasmarla luego en papel que destilan este libro son casi sonrojantes para quienes, desde aquí, nos enfrentamos al folio en blanco o la pantalla en blanco sólo cuando otras ocupaciones nos lo permiten.

Y encima Bradbury lo hace desde la humildad, exhibiendo un amor hacia la fantasía, la ciencia-ficción o los cómics que no se había visto en ninguna otra parte. Bradbury no se avergüenza de su pasado de lector de tebeos, de escritor de relatos en pulps, de devorador de películas de serie B. Y es capaz de engarzar todo eso con su pasado (y su presente) de lector, espectador y escritor de obras más "serias".

Su defensa de la fantasía, de la fiebre de la creación, de la felicidad que comporta el acto de escribir es abrumadora. Comparar estas reflexiones con un libro como Mientras escribo de Stephen King sirve para comprender dónde hay un autor enamorado de su profesión y dónde hay otro avergonzado de sí mismo, más dado el merchandising de los tópicos del escritor borracho y la defensa de la literatura-McDonald´s que a la entrega continuada al dulce veneno de explicar por escrito eso tan indefinible que es la vida.

Rafael Marín

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