[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ recomendados ] [ nosotros ]
Alberto CairoLecturas extemporáneas
Fuera de onda
Alberto Cairo


Javier Ortiz
Ibarretxe

La simpleza de un hombre complejo

Éste es un texto escrito desde la simpatía. No es nada raro. Titular un libro con el nombre de un político suele ser síntoma de hagiografía. Ibarretxe, el libro, no es tal, más que nada porque los detalles biográficos que aporta son inconexos y están destinados a reforzar la imagen de una persona que se pretende dialogante y moderada, que gusta de los paseos en bicicleta y de las comidas con los viejos amigos del pueblo. Pero sí comparte con cualquier hagiografía el legítimo interés en destacar las virtudes y colocar ante los defectos un velo traslúcido.

Ibarretxe. Javier Ortiz. La Esfera de los Libros, 2002

Ibarretxe está planteado en tres secciones. La primera es una larga entrevista mantenida con el actual lehendakari. Es la más interesante. La segunda, la más floja, es una recopilación de declaraciones que personajes destacados (desde Carlos Garaicoetxea hasta Arnaldo Otegui) hacen sobre el de Llodio. La tercera, la más militante, es un chusco ensayo apologético en el que el autor, Javier Ortiz, a la sazón columnista de El Mundo, expone su visión del "diálogo" para la resolución del "conflicto político" de Euskadi. Las tres pecan de apresuramiento y ligereza, de superficialidad, hecho imperdonable cuando se habla de algo tan delicado como el estado actual del País Vasco. Sin embargo, son de una utilidad incontestable para todo aquel interesado en conocer por qué cierta gente piensa lo que piensa.

La principal conclusión a la que he llegado leyendo este libro ya la sospechaba: Ibarretxe es un hombre complejo que manifiesta una simpleza ideológica escandalosa. Sus declaraciones doctrinales sobre los "derechos" del "Pueblo [sic, con mayúscula] vasco" son tan engañosas como contradictorias: por una parte, Ibarretxe se llena la boca hablando de la pluralidad de los vascos, de la amalgama de intereses y creencias que se encajonan entre Burgos y Francia, con lo que pretende desmentir a los que lo acusan de etnicista. Sin embargo, por la otra, apela a la necesidad de respetar la "voluntad" del pueblo vasco, con lo que se desdice a sí mismo: ¿es la "voluntad" del pueblo vasco la suma de las voluntades de los individuos que lo conforman o es una entidad que trasciende la mera adición de ciudadanos libres para instalarse en el territorio de los "derechos históricos", que tanto Ibarretxe como Javier Ortiz invocan sin pudor? Es más, si la respuesta es que la "voluntad" del pueblo vasco no es nada trascendente, sino que, en definitiva, es la suma de la voluntad de los individuos, ¿dónde poner el límite para saber quién es vasco y quién no? ¿Y cómo establecer que los vascos tienen una especie de "única voluntad"? Son preguntas sencillas, pero en ninguna de las 280 páginas del libro se responden. Ni siquiera se formulan con claridad, a pesar de que son el centro de cualquier debate sobre las pretensiones de autodeterminación de los "pueblos".

Esa falta de elaboración ideológica se percibe también en esa manía que tienen tanto entrevistador como entrevistado de plantear las relaciones de Euskadi con España como si de un matrimonio se tratara: "El Estatuto estableció un modelo (...). Pero no hay que mitificar las cosas. Al igual que entre las personas, también las relaciones entre los territorios están sujetas a actualización diaria. Yo no sé los demás, pero mi mujer y yo actualizamos nuestra relación constantemente" (p. 113). Con lo que queda claro que Ibarretxe dice por una parte que reconoce la pluralidad de los individuos que habitan en el territorio del País Vasco, pero por otra les atribuye una suerte de voluntad colectiva que debe negociar con otras voluntades colectivas de los territorios adyacentes. Si eso no es síntoma de esencialismo y etnicismo, ya me contará Javier Ortiz lo que es...

La autodeterminación de los pueblos, por cierto, que tanto se invoca apelando a la Declaración Universal de Derechos Humanos, se ideó no para que conjuntos más o menos homogéneos de individuos se dotaran de órganos de gobierno a capricho (recordemos a Ernst Gellner: "el nacionalismo es un principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política"), porque conllevaría aceptar que el modelo de relaciones sociales ideal no se sostiene en el concepto de ciudadanía laica, sino en el de comunidades étnicamente homogéneas. Muy al contrario, la doctrina de la autodeterminación primigenia se elaboró para que los oprimidos se libraran de sus opresores, es decir, para dejar sin asideros al colonialismo más asilvestrado. Euskadi, que yo sepa, no es ninguna colonia, ni está bajo ningún yugo económico que impida su desarrollo, ni sus recursos naturales son expoliados por fuerzas de ocupación, etc., etc. La "autodeterminación" sólo se entiende en un contexto de explotación. Si esa explotación violenta no existe, no hay ningún motivo para reclamar instituciones propias. Salvo el recurso al etnicismo. Ibarretxe se mueve, pues, entre la tentación etnicista, mitológica y cómicamente folclórica (esas continuas alusiones al espíritu de los vascos: "si los vascos dejamos de ser solidarios, dejaremos de ser vascos", etc., que me recuerda mucho a aquel dicho de que los gallegos no se sabe si subimos o bajamos por la escalera) y la pulsión tibiamente moderna, en la forma de una democracia cristiana deudora, como todas, de la doctrina social de la Iglesia, y no de la socialdemocracia, como señala Ortiz en algún momento.

El Ibarretxe contradictorio aflora también cuando aparece la violencia (pocas páginas, por cierto, para un tema fundamental). Por una parte, el lehendakari tilda de "terribles" las agresiones que el entorno de ETA y la organización terrorista misma ejercen sobre los no nacionalistas. Pero por otra, en la página 92 entrevistador y entrevistado coinciden en que la protección de Ibarretxe es poco visible, muy discreta (casi diríase que inexistente...), al contrario que la de los cargos de la oposición "constitucionalista": "El plan de vida que hace usted muchos fines de semana, con los amigos y la familia, paseando tranquilamente por Llodio, se parece mucho más al de algunos gobernantes nórdicos (...) que al de la mayoría de los dirigentes políticos españoles, que van a todas partes rodeados por una espectacular nube de guardaespaldas, sin tener contacto alguno con la 'realidad real'", comenta Ortiz, a lo que Ibarretxe responde, con un cinismo que no sé si es fruto de la idiocia o de la simple maldad: "Eso sí. Claro que sí. Es muy importante estar próximo de la vida de la gente ajena a nuestro ajetreo (...) para no perder de vista cómo piensa y qué le preocupa (...). De ese modo te puedes hacer cargo de lo que quiere y de lo que espera de ti la mayoría. Y de ese modo puedes seguir siendo tú mismo el de siempre". Claro, no como otros que deben llevar escoltas bien visibles, como algún anciano concejal de un villorrio al que descerrajaron dos tiros un par de voluntariosos gudaris. A ese concejal tal vez no es que no le apeteciera relacionarse con sus conciudadanos, el problema es que hay un sector de la población que se lo impedía. Sin más comentarios. Baste decir que el tono entre autocomplaciente y cínico de esos párrafos impregna toda la entrevista.

Para rematar, las reflexiones de Ortiz en el último segmento del libro obvian que la nación no precede al nacionalismo. El nacionalismo toma la realidad difusa, imprecisa y mestiza de una comunidad étnica/cultural y la estructura según los parámetros de una élite o incluso de un único individuo (creo que el caso de Arana es paradigmático), la reinventa, la concreta. Es decir, según el viejo dicho, el nacionalismo sí es cierto que crea la nación. Las adhesiones entusiastas al espíritu y las esencias del "Pueblo" vienen después, cuando ya se ha agitado lo suficiente el fantoche. El razonamiento de Ortiz, en definitiva, pasa por alto que cualquier nación no es más que un constructo, una invención interesada y que, por tanto, no puede ni debe ser sujeto de derecho alguno. Sólo los individuos que supuestamente la conforman lo son. Sólo por esto, el más bien tosco artículo con el que Ortiz pretende defender la vía del diálogo con los criminales queda desvirtuado.


Archivo de Fuera de onda
[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ recomendados ] [ nosotros ]