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Alberto CairoMartillo de clásicos
Más mediocre
de lo que pensáis

Alberto Cairo


Jack Vance
Los príncipes demonio I

Naderías cosmonáuticas

Resulta curioso que de todos los bodrios que he leído de Jack Vance sea éste (precisamente el que me parece menos bodrio) el que al final aparece figurando en esta columna como ejemplo de sus creaciones desgalichadas y cochambrosas. Pero así es la vida, amadísimo y nunca bien valorado lector, y el hecho de que sea el último tocho suyo que he rumiado obliga. ¿Quiere decir esto de que es "menos bodrio" que nos ayuda a olvidar cosas como esa tomadura de pelo de chuscos y más bien asesinables jugadores de rugby-Blood Bowl que sirve de traca inaugural en Alastor? ¿Quiere decir que vamos a ser benévolos con Vance? ¿Quiere decir que hay luz ente los escombros literarios, un resquicio para la esperanza, un oasis pulquérrimo en la ominosa estepa de su prosa chabacana? Pues no, porque el primer tomo de Los príncipes demonio es un pedazo bodrionovela con todas las de la ley; mejor dicho: tres pedazo bodrionovelas.

Los príncipes demonio I

Vance es uno de esos autores que servidor llama "de segunda oportunidad". Cada vez que uno se encuentra con un libro suyo en la librería dice: "venga, vamos a darle una segunda oportunidad", aunque sea la octava, tal vez porque ha oído hablar bien de sus creaciones a tantos amigos que parece imposible que ninguna de ellas consiga la fascinación deseada. Algo parecido me sucede con Dick, del que he tenido que sufrir cinco novelas, buscadas con tesón febril por oscuros establecimientos de segunda mano con dependientes de narices ganchudas y voz torva, aunque tenue como el orballo otoñal, para hallar una más o menos satisfactoria. La verdad, todo sea dicho, es que esos arduos peregrinajes me sirvieron para conseguir obras de autores que sí son interesantes de verdad, pero es otra historia que etc., etc.

Pero Jack Vance...

Jack Vance, no sé por qué, me ha parecido desde siempre el santuario corporeizado de las ánimas de los escritores pulp de la vieja era, tipo Doc Smith, que deben de vagar todavía por el Purgatorio para expiar sus pecados contra la naturaleza -reflexionemos, amigo lector, sobre cuántos árboles amazónicos habrán tenido que ser sacrificados para que gentes de tal jaez hayan desperdiciado toneladas de papel en sus boberías escapistas y masturbatorias-. Como los mentados escritores, Vance ha osado mancillar el buen nombre de la novela de aventuras colapsando las estanterías de género con un majestuoso y vacuo fardo de librotes cada uno más complaciente que el anterior para un tipo de lector que no busca en las novelas más que entretenimiento momentáneo, sin pararse a pensar que ese tiempo que desperdicia podría estar empleándolo en leer a Lem. Pero en fin, que a uno le acusan luego de paternalismo, y no estamos ya para peleas a estas alturas. En todo caso, decía, Vance es puro pulp del malo, pasatiempo barato cuyo fin tendría que haber sido compartir colección con la Saga de los Aznar y las noveluchas de Law Space, pero que los caprichos de las Parcas que tejen destinos y futuros han conseguido convertir en vecino de escritores dignísimos como Tim Powers, Thomas M. Disch, Iain M. Banks o Ian McDonald, lo que representa uno de los mayores insultos a la inteligencia en toda la historia del género, sólo comparable a la entronización que de la insignificante y grimosa obra de Heinlein hace un sector muy amplio del fandom.

¿Y cuál es el fundamento para tan lapidarios juicios? ¿A qué se debe esa retahíla sentenciosa/pretenciosa de los párrafos anteriores? Pues a que Vance considera estúpidos a sus lectores, caray, que uno ya está muy crecidito como para que en una novela que se pretende relacionada con el género policíaco le estén cada dos por tres recapitulando las conclusiones a las que el héroe ha llegado, no dejando nada por mascar, no sea que alguien se pierda y deje el libro por la mitad. Los príncipes demonio es un auténtico truño gurruño, una serie escrita para oligofrénicos (lo que no quiere decir, mucho ojito, que me conozco como se las gastan las verduleras de la cf como forma de literatura ajena al mainstream, que sus lectores lo sean). De la forma de escribir del venerable no hablaremos, puesto que no merece más que una colleja por su falta de germen estilístico, si exceptuamos ciertos momentos de cierto nivel, como la llegada de Gersen al planetoide donde habita Attel Malagate, el primer Príncipe, y algunos de los extractos de libros ficticios que aderezan los principios de capítulo. En cambio, sí podemos afirmar que su personaje, el ilustre Gersen, es el típico superhombre que tiene un objetivo, se esfuerza por conseguirlo casi hasta la muerte, localiza al malo, se lo carga y se lleva a la chica al catre, un cliché mal desarrollado, quiero decir. Las novelas están estructuradas de tal manera que carecen de alicientes para el que busque una intriga policíaca de verdad: no hay misterios, desde el primer momento sabemos que Gersen quiere localizar al Príncipe Demonio de turno, que se esconde tras un alter ego, y que no va a haber revés alguno que le obstaculice en su fanática persecución. No hay progresión dramática, al lector no se le ofrecen pistas más o menos veladas para que se enganche y vaya deduciendo cuál de los personajes que salen en el libro es el dichoso villano, sino que éste es desenmascarado en el clímax por un detalle fortuito o por la incomprensible clarividencia del superhéroe Gersen, una suerte de McGyver con ínfulas de cazador vengativo ("mataron a mi familia"). Lo que desea escribir Vance no es una serie de novelas negras con navecitas y rayos de plasma, sino una colección de fábulas de viajes por mundos que se pretenden exóticos, pero que acaban por hastiar al lector por sus incongruencias y falta de verosimilitud interna. Además, a pesar de que las novelas están escritas con algún tiempo de diferencia, sus defectos no desaparecen, incluso se acentúan, porque la cantidad de páginas dedicadas a diálogos bobos y escenas gratuitas crece.

En definitiva: rutinilla pasarratos sin mayor interés. Muy lejos de ser un clásico, como tantos otros.


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