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Alberto CairoMartillo de clásicos
Más mediocre
de lo que pensáis

Alberto Cairo


Robert A. Heinlein
La luna es una cruel amante

Y Heinlein, un pesado

No seré yo quien lleve la contraria a tantos y tantos comentaristas que han poblado esos fanzines del Señor con sus disquisiciones sobre la excelsa, sutil y deliciosísima (como un limón podre, que decimos en mi tierra, oigan) obra de Robert A. Heinlein, pero lo más pernicioso de tal sujeto no me parece su ideología, de por sí hedionda -a pesar de que no fuera un fascista, sino una especie de ultraliberal autocrático, un verdadero y convencido darwinista contemporáneo de esos a los que tanto gusta la estratificación social basada en el coeficiente intelectual: un republicanote, vamos-, no, no. Lo pernicioso del tal sujeto no es que transmita valores deplorables, que para eso ya tenemos el Hola, Gran Hermano y el suplemento Alfa&Omega de ABC, sino lo espantosamente mal escritos que están sus libros, verdaderos monumentos al simplismo disfrazado de profundidad filosófico-social. Heinlein no escribía mal en el sentido en que lo hacen los escolares ágrafos que, según las estadísticas, se embrutecen en nuestras escuelas, sino en el mismo sentido en que lo hacía Asimov: a base de esforzarse por hacer su forma literaria lo más sencilla posible, deseando complacer, sin duda, las expectativas de los fans más recalcitrantes, poco dados a sutilezas gramaticales, acababa por pergeñar monumentos a la llaneza más desesperante, a la nadería artística sin pretensiones (aunque la comparación con Asimov no es, como veremos, del todo exacta)..

La luna es una cruel amante

Porque, señores, La luna es una cruel amante, considerada una de las cumbres de la literatura (ay) heinleniana, ensalzada por muchos, adorada por los más, es una simple bobada. No sólo porque su estilo (ejem) sea digno de una redacción de párvulos sobre la primavera y lo bien que lo hemos pasado en vacaciones sino porque, como es costumbre en Heinlein, nos vende por novela lo que no lo es. Reto a cualquier desprejuiciado a que relea el libro y me lleve la contraria. Heinlein no escribía novelas, escribía arengas. Y yo, señores míos, para que me arenguen, si me apetece, procuraré pasarme por un mitin de los de la calle Génova, con champán y niñas pijas, que siempre lucen más que las progres de alpargata, esparto y pañuelo palestino (guiño políticamente correcto: denle la vuelta a los géneros de la frase las féminas, que no perderá su sentido). Las más de cuatrocientas páginas que tiene la edición de Acervo son una sucesión de discursos, diatribas y disquisiciones panfletarias que ensalzan las virtudes de esa sociedad tan heinleniana de Luna, poblada por endurecidos colonos que han creado una estructura acorde con sus ideales y que abominan de las carencias de la decadente civilización terrestre.

Y no, señores, no es verdad lo que ustedes están pensando, que uno aborrece del subsubgénero de novelas sociales futuristas al que ésta pretende adscribirse. Muy al contrario, disfruto como el que más con las descabelladas invenciones sociológicas de los buenos escritores de CF. Pero para presentar una comunidad creíble hace falta una habilidad que Heinlein no evidencia: la sutileza. Crear un mundo en una novela con el fin de que el lector se haga cómplice de sus rasgos más extraños requiere del autor la maestría de colarnos información sin que nos demos cuenta, describirnos actitudes y formas de comportamiento ajenos sin que nos resulten risibles. Heinlein no es sutil, ya se ha dicho. Abriendo el libro al azar por cualquiera de sus páginas, lo más probable es que uno se encuentre con conversaciones más discursivas que dialogísticas. Una prueba: página 186 de la edición de Acervo. Nos hallamos ante una conversación en la que se explican algunas características de la sociedad lunar, que ha comenzado como cuatro páginas antes y que se prolongará durante unas seis más. El párrafo que primero que se me ha venido a los ojos dice así: "-Aquí no tenemos leyes –dije-. Nunca han existido. Tenemos costumbres, pero no están escritas y no son coercitivas... aunque podría decirse que son leyes naturales debido a que responden a las normas de conducta que hay que observar para sobrevivir. (...)" Y continúa unas líneas más abajo: "- (...) Verá, en Luna hay dos millones de varones y menos de un millón de hembras. Un hecho físico, tan básico como la roca o el vacío. Añada a eso el tanstaaft: Nadie regala nada. Cuando una cosa escasea, su precio aumenta. Las mujeres escasean, y esto las convierte en la cosa de más valor en Luna, más valiosa que el hielo o el aire, ya que a los hombres sin mujeres les tiene sin cuidado vivir o no vivir...". Y sigue, y sigue, y sigue, hasta la extenuación. Aisladamente, estos dos párrafos podrían funcionar. Lo malo es cuando se los pone entre unos cuantos cientos de párrafos de igual calibre, algunos (muchos) de ellos más largos y enrevesados –para que luego digan que Heinlein seguía la regla de oro del Buen Doctor, Asimov, aquella de que había que adaptar el estilo y despojarlo de complicaciones para acercarlo al nivel cultural paupérrimo del aficionado a la CF, tratando de ocultar así sus propias carencias como escritor-. Entonces la cosa se convierte en un fárrago insoportable de teorías económicas, futuribles políticos y conjeturas sociológicas de ínfimo interés.

El libro puede tener cierta gracia en las primeras cincuenta páginas, pero su ritmo cansino y moroso, lo descabellado de la rebelión de los lunáticos (que no selenitas, no hay que olvidar que los personajes de Heinlein no suelen ser muy equilibrados), y, sobre todo, la falta de interés del autor por desideologizar una obra que podría haberse convertido en una buena reflexión sobre la libertad y al mismo tiempo ofrecer una trepidante dosis de aventura política, acaban con toda posibilidad de mantener este bodrio en el Olimpo de las obras maestras.

Para terminar, yo, en mi humildad de aprendiz en los dulces campos de la CF, les pregunto: ¿por qué piensan ustedes que La luna es una cruel amante es una obra maestra? Recuerden, ante todo, que la más elemental lógica científica nos lleva a concluir que son las afirmaciones, no las negaciones de las afirmaciones, las que primero deben ser argumentadas (es decir: nada es si no está demostrada su existencia, una excelente razón para el escepticismo y el ateismo). En sus manos está convencerme de que Heinlein merece pasar a la historia con honores de magíster. Por ahora, menda lo mete, así, en silencio reflexivo, en el saco donde esconde las decepciones.


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